Imagen tomada de internet
El caminante, al fin, se puso en marcha, cogió su ritmo, el que le pertenecía, con el que iba cómodo, y el sendero avanzó ante sus ojos, ligero cual brisa. No parecía que hiciese ningún esfuerzo. Más bien parecía que era el camino el que se movía bajo sus pies, como una cinta transportadora, pero diseñada por un artista ecológico, o algo por el estilo. Ni había cuestas que le fatigasen ni cárcavas que le produjesen vértigo ni el sol le asfixiaba ni la frialdad del cierzo hería su piel. Impertérrito, erecto como un ciprés, la mirada siempre al frente, casi inmóvil, calmada y serena como un lago en una plácida noche de estío.
Sin embargo, el caminante sentía la acucia del desasosiego que le carcomía el alma. Una desazón que se manifestaba como una miríada de bocaditos dentro del estómago. El caminante supo desde el primer momento que aquello no era hambre, o que el desayuno le hubiera sentado mal a su organismo. Supo, que era ese nerviosismo que se da en las almas excesivamente sensibles que se ven acometidas por la imperiosa necesidad, por la obligación moral de hacer algo que va dañará al otro.
No quería hacerlo.
En su fuero interno anhelaba que las cosas hubieran sucedido de otro modo. Que las cosas se hubieran desarrollado como por arte de magia, que se hubiese llegado a la misma conclusión por el mismo procedimiento por el que la uva llega a su colmo en la parra o en la vid, por la lógica maduración del fruto después de haber recibido los rayos de sol y el agua de lluvia. Sólo así se hubiera evitado las lágrimas que sentía se iban a derramar pocas horas, pocos minutos después, o quizá ya hubieran comenzado a brotar.
Debía de haber comprendido ella, su compañera durante los últimos largos trechos de aquel camino sin fin, que desde hacía mucho tiempo, muchos años, era una rémora, un pesado fardo que ralentizaba la marcha hasta detenerla por días, por semanas; o, incluso, volver sobre sus pasos a aquellos zonas ya visitadas, ya recorridas, y que no eran nada, salvo estériles recuerdos. Era como si siempre viviera en el pasado, como si lo de delante fuera un precipicio que marcara el final de la tierra, o por lo menos el final de esa vereda por la les había tocado transitar.
Aquella mañana, ya lejana, decidió que aquello no podía seguir así. Que su destino era avanzar, seguir adelante, para no rezagarse del ritmo que las propias necesidades le imponían. Si ella no podía o no quería seguir aquel ritmo y, más bien, buscaba dar vueltas en círculo por el mismo pedacito de vereda, como si rumiara pasos en vez de alimento, era su problema. Ya no podía esperar más.
Ésta fue su primera intención.
Pero la lástima inundó su venero con afán de sustituir a la sangre, con afán de ocupar cada uno de los poros de su piel, con afán resolutivo de hacerse uno con él mismo para no abandonarlo nunca jamás. Por lástima, volvió sus pasos hasta donde ella le esperaba llorosa y preocupada. Por lástima, amainó la cadencia firme de su paso hasta acompasarlo con el de ella. Por lástima, una vez más, perdió de vista el horizonte que se le abría. Por lástima, otra vez, fue capaz de no ver su propio destino.
Con el paso de los meses, no obstante, descubrió que todo lo que intentara para evitar que las cosas sucedieran de otro modo, sería inútil o estéril, sin sentido. No sabía si se trataba, en efecto, del destino, de su destino o, más simplemente, de la fuerza de las cosas, de esa sensación interna e inevitable que el ser humano tiene en su interior para encontrar el camino que conduce a la felicidad. Aunque hablar de felicidad es elevar demasiado el tono, por eso, se conformó, al menos, con la dicha, o más sencillamente, con vivir apaciblemente, andando su propio camino, aquél que pensó debería haber compartido con ella.
Comprendió, después de mucho tiempo, mucho tiempo sin a penas haber avanzado, que el dolor era inevitable, pero que él no se podía quedar ahí quieto por más tiempo. Su camino le esperaba.
Lo mejor era ponerse a andar y no pararse en más contemplaciones, caminar mirando siempre al horizonte, con el sol a veces de frente y otras de espaldas. Caminar. Caminar. Quizá, también lo pensó, aunque dedujo que más bien se trataba de una justificación o de la petición de un milagro, si él caminaba, ella, por no perderlo, pues eso repetía una y otra vez, se decidiera a seguirle. Si eso sucedía (y sólo Dios sabe, cuánto pidió que así fuera), él la esperaría; aunque tuviera que aminorar en algo el paso. No le importaba tal cosa. Ir más despacio, siempre y cuando se avanzara con regularidad y decisión no le preocupaba. Había descubierto también, que, a la postre, no se trataba de llegar a un meta, sino de transitar por un camino, ni más ni menos, pues como ya sabía, los caminos son infinitos, y en el punto en que los dejemos, otro vendrá a continuarlo. Y eso sabía que no era un sueño.
Sin embargo, ella quedó atónita, como varada en el mismo sitio. Asustada como siempre, ante la perspectiva de lo desconocido. Escuchaba sus voces, y a veces volvía hacia atrás, parecía que se acercaba, pero luego se podía dar la vuelta. Cundo aún estuvo próximo, la distancia de una jornada o un par de ellas, todo todavía parecía posible; pero, a medida que esa lejanía creció, se hizo evidente que nada tenía sentido, que con semejante estrategia, lo único que conseguían era hacerse daño, mucho daño, un daño irreparable.
Así que por fin, decidió que aquello no tenía vuelta atrás. Que había esperado demasiado, que había perdido demasiado tiempo para nada, que tenía que volver a su camino.
Cuando lo hizo, sintió la comezón del estómago, esa punzada dolorosa que no se atenuaba, sino que al contrario parecía acrecer con el paso de las horas. Sin embargo, él sabía que aquello estaba bien. Que no podía ser de otro modo. Quizá su ausencia no fuese tan nociva para ella; quizá sin él, ella encontrara su ritmo, su vereda; porque podía suceder, y esto era algo que no descartaba, algo que llevaba algún tiempo pensando, como el segundo tema de una sonata, que el verdadero problema es que ambos se habían equivocado y el error, el gran error de sus días estaba en haber comenzado aquella dura ruta. A cada paso salían nuevas sendas que podían unirse a otros caminos; entre tantas vueltas y revueltas como daba a lo largo del día, quizá en alguna ocasión encontrara el itinerario adecuado. Mas, antes de que eso sucediera, antes de que pudiera gozar de su propia dicha, él sabía que ella sufriría el desgarro de la separación, con la misma crudeza con la que se sufre el desgarro de un miembro propio.
Esto es lo que más le fastidiaba, y le hacía sentirse tan mal; aún a sabiendas de que tenía razón, aún a sabiendas de que aquello era lo mejor que les podía suceder a ambos, aún a sabiendas de que todo se superaría; a pesar de todos los pesares, él no quería hacerla sufrir. Mucho daño le había hecho a lo largo de la vida en común, en ese trayecto; pero nunca se lo había tenido en cuenta hasta el punto del odio, ni siquiera el desdén. Es verdad que el primer amor había quedado roto para siempre, en millones de pedazos diminutos, casi semejantes al polvo; sería imposible recomponerlo, salvo milagro procedente de la divinidad, cosa que, aunque no imposible, ni que se pudiera descartar del todo, era improbable, una millonésima de posibilidades había; pero sentía hacia ella una sensación similar a la piedad, a la lástima, a la compasión. Sentimientos, por otra parte, nada recomendables para sostener una relación de igual a igual con un semejante, con un compañero de viaje, pues conducen al paternalismo, a la sensación de superioridad, a la manipulación del otro; pero, por el contrario, sentimientos que ayudan a no tomar determinadas decisiones; más aún, sentimientos que conducen a la sensación de culpa cuando se toman determinadas decisiones que la razón más evidente obliga a tomar.
Por eso, aquella mañana en la que, en apariencia, caminaba recto, tranquilo, con la mirada puesta en el horizonte, cualquier observador pudo pensar que el caminante era un ser insensible, incluso un ser altivo, alguien que no le importaba el dolor que iba dejando tras de sí, las lágrimas que unos cuantos centenares de metros por detrás, derramaba ella. Nadie podría descubrir que sus lágrimas le horadaban el corazón y se lo estaban dejando maltrecho, probablemente para siempre; pero ya no podía más. Como alguien le había dicho en alguna ocasión memorable, las auto inmolaciones solo eran propias de los fanáticos de cualquier religión.
Y siguió adelante.
Impertérrito, en apariencia.
Sin embargo, el caminante sentía la acucia del desasosiego que le carcomía el alma. Una desazón que se manifestaba como una miríada de bocaditos dentro del estómago. El caminante supo desde el primer momento que aquello no era hambre, o que el desayuno le hubiera sentado mal a su organismo. Supo, que era ese nerviosismo que se da en las almas excesivamente sensibles que se ven acometidas por la imperiosa necesidad, por la obligación moral de hacer algo que va dañará al otro.
No quería hacerlo.
En su fuero interno anhelaba que las cosas hubieran sucedido de otro modo. Que las cosas se hubieran desarrollado como por arte de magia, que se hubiese llegado a la misma conclusión por el mismo procedimiento por el que la uva llega a su colmo en la parra o en la vid, por la lógica maduración del fruto después de haber recibido los rayos de sol y el agua de lluvia. Sólo así se hubiera evitado las lágrimas que sentía se iban a derramar pocas horas, pocos minutos después, o quizá ya hubieran comenzado a brotar.
Debía de haber comprendido ella, su compañera durante los últimos largos trechos de aquel camino sin fin, que desde hacía mucho tiempo, muchos años, era una rémora, un pesado fardo que ralentizaba la marcha hasta detenerla por días, por semanas; o, incluso, volver sobre sus pasos a aquellos zonas ya visitadas, ya recorridas, y que no eran nada, salvo estériles recuerdos. Era como si siempre viviera en el pasado, como si lo de delante fuera un precipicio que marcara el final de la tierra, o por lo menos el final de esa vereda por la les había tocado transitar.
Aquella mañana, ya lejana, decidió que aquello no podía seguir así. Que su destino era avanzar, seguir adelante, para no rezagarse del ritmo que las propias necesidades le imponían. Si ella no podía o no quería seguir aquel ritmo y, más bien, buscaba dar vueltas en círculo por el mismo pedacito de vereda, como si rumiara pasos en vez de alimento, era su problema. Ya no podía esperar más.
Ésta fue su primera intención.
Pero la lástima inundó su venero con afán de sustituir a la sangre, con afán de ocupar cada uno de los poros de su piel, con afán resolutivo de hacerse uno con él mismo para no abandonarlo nunca jamás. Por lástima, volvió sus pasos hasta donde ella le esperaba llorosa y preocupada. Por lástima, amainó la cadencia firme de su paso hasta acompasarlo con el de ella. Por lástima, una vez más, perdió de vista el horizonte que se le abría. Por lástima, otra vez, fue capaz de no ver su propio destino.
Con el paso de los meses, no obstante, descubrió que todo lo que intentara para evitar que las cosas sucedieran de otro modo, sería inútil o estéril, sin sentido. No sabía si se trataba, en efecto, del destino, de su destino o, más simplemente, de la fuerza de las cosas, de esa sensación interna e inevitable que el ser humano tiene en su interior para encontrar el camino que conduce a la felicidad. Aunque hablar de felicidad es elevar demasiado el tono, por eso, se conformó, al menos, con la dicha, o más sencillamente, con vivir apaciblemente, andando su propio camino, aquél que pensó debería haber compartido con ella.
Comprendió, después de mucho tiempo, mucho tiempo sin a penas haber avanzado, que el dolor era inevitable, pero que él no se podía quedar ahí quieto por más tiempo. Su camino le esperaba.
Lo mejor era ponerse a andar y no pararse en más contemplaciones, caminar mirando siempre al horizonte, con el sol a veces de frente y otras de espaldas. Caminar. Caminar. Quizá, también lo pensó, aunque dedujo que más bien se trataba de una justificación o de la petición de un milagro, si él caminaba, ella, por no perderlo, pues eso repetía una y otra vez, se decidiera a seguirle. Si eso sucedía (y sólo Dios sabe, cuánto pidió que así fuera), él la esperaría; aunque tuviera que aminorar en algo el paso. No le importaba tal cosa. Ir más despacio, siempre y cuando se avanzara con regularidad y decisión no le preocupaba. Había descubierto también, que, a la postre, no se trataba de llegar a un meta, sino de transitar por un camino, ni más ni menos, pues como ya sabía, los caminos son infinitos, y en el punto en que los dejemos, otro vendrá a continuarlo. Y eso sabía que no era un sueño.
Sin embargo, ella quedó atónita, como varada en el mismo sitio. Asustada como siempre, ante la perspectiva de lo desconocido. Escuchaba sus voces, y a veces volvía hacia atrás, parecía que se acercaba, pero luego se podía dar la vuelta. Cundo aún estuvo próximo, la distancia de una jornada o un par de ellas, todo todavía parecía posible; pero, a medida que esa lejanía creció, se hizo evidente que nada tenía sentido, que con semejante estrategia, lo único que conseguían era hacerse daño, mucho daño, un daño irreparable.
Así que por fin, decidió que aquello no tenía vuelta atrás. Que había esperado demasiado, que había perdido demasiado tiempo para nada, que tenía que volver a su camino.
Cuando lo hizo, sintió la comezón del estómago, esa punzada dolorosa que no se atenuaba, sino que al contrario parecía acrecer con el paso de las horas. Sin embargo, él sabía que aquello estaba bien. Que no podía ser de otro modo. Quizá su ausencia no fuese tan nociva para ella; quizá sin él, ella encontrara su ritmo, su vereda; porque podía suceder, y esto era algo que no descartaba, algo que llevaba algún tiempo pensando, como el segundo tema de una sonata, que el verdadero problema es que ambos se habían equivocado y el error, el gran error de sus días estaba en haber comenzado aquella dura ruta. A cada paso salían nuevas sendas que podían unirse a otros caminos; entre tantas vueltas y revueltas como daba a lo largo del día, quizá en alguna ocasión encontrara el itinerario adecuado. Mas, antes de que eso sucediera, antes de que pudiera gozar de su propia dicha, él sabía que ella sufriría el desgarro de la separación, con la misma crudeza con la que se sufre el desgarro de un miembro propio.
Esto es lo que más le fastidiaba, y le hacía sentirse tan mal; aún a sabiendas de que tenía razón, aún a sabiendas de que aquello era lo mejor que les podía suceder a ambos, aún a sabiendas de que todo se superaría; a pesar de todos los pesares, él no quería hacerla sufrir. Mucho daño le había hecho a lo largo de la vida en común, en ese trayecto; pero nunca se lo había tenido en cuenta hasta el punto del odio, ni siquiera el desdén. Es verdad que el primer amor había quedado roto para siempre, en millones de pedazos diminutos, casi semejantes al polvo; sería imposible recomponerlo, salvo milagro procedente de la divinidad, cosa que, aunque no imposible, ni que se pudiera descartar del todo, era improbable, una millonésima de posibilidades había; pero sentía hacia ella una sensación similar a la piedad, a la lástima, a la compasión. Sentimientos, por otra parte, nada recomendables para sostener una relación de igual a igual con un semejante, con un compañero de viaje, pues conducen al paternalismo, a la sensación de superioridad, a la manipulación del otro; pero, por el contrario, sentimientos que ayudan a no tomar determinadas decisiones; más aún, sentimientos que conducen a la sensación de culpa cuando se toman determinadas decisiones que la razón más evidente obliga a tomar.
Por eso, aquella mañana en la que, en apariencia, caminaba recto, tranquilo, con la mirada puesta en el horizonte, cualquier observador pudo pensar que el caminante era un ser insensible, incluso un ser altivo, alguien que no le importaba el dolor que iba dejando tras de sí, las lágrimas que unos cuantos centenares de metros por detrás, derramaba ella. Nadie podría descubrir que sus lágrimas le horadaban el corazón y se lo estaban dejando maltrecho, probablemente para siempre; pero ya no podía más. Como alguien le había dicho en alguna ocasión memorable, las auto inmolaciones solo eran propias de los fanáticos de cualquier religión.
Y siguió adelante.
Impertérrito, en apariencia.
41 comentarios:
¡ Me ha encantado esta historia del caminante ! en la vida real hay que caminar a la par de la pareja, ya que pueden pasar estas cosas; si uno va por delante del otro, eso creará malestar y empezaran los problemas, hay que saber crecer a la par.
Buenas noches Amando
Un abrazooo
Se puede herir a otros, sí. Lo que sucede es que el camino a menudo pasa por las heridas de los otros, a veces no se avanza sin heridas.
Y avanzar en libertad, sin rémoras, hay que hacerlo siempre, porque las rémoras nos detienen a nosotros.
Un abrazo fuerte.
el caminant es un tipo duro, pero sensible.
uf! uf!uf!termine la lectura jajaja(broma amigo)es que son tan largos tus post no estoy acostumbrada a esto ,pero empiezo a leer y no puedo parar me resultan adictivos,un abrazo.
Verónica:
Sí, es verdad, pero a veces no es posible, porque a veces no caminar es quedarse al borde del sufrimiento.
Alena Collar:
Toda la razón. Absolutamente toda. Son decisiones complicadas, que a menudo vienen precedidas de muchos desgarros, pero al final las heridas cicatrizan.
jordim:
Porque la sensibilidad no es sensiblería, como bien sabes.
fiaris alfabeta:
Me he pasado, pero es que...
Por mucho que duela la separación, el fin de algo, sabes que siempre, siempre, se termina superando y que habrá un día en que apenas duela.
No se puede seguir cuando aparece en escena la piedad, la pena y la compasión. No soportaría que nadie estuviese conmigo por pena. Nadie se muere de amor.
Feliz fin de semana a todos.
Evaasecas:
En términos generales tienes razón; pero hay gente (quizá menos de la que se cree) que prefiere ser tratada como una mascota a arrostrar la vida en soledad.
Las rupturas generalmente son dolorosas, y para poder afrontar convenientemente ese dolor, uno puede crear libretos hipotéticos acerca de qué fue lo que anduvo mal. Uno puede atribuir la ruptura a la deslealtad, desconsideración o avaricia de la otra persona, o en parte, a la propia falta de esfuerzo por intentar que las cosas funcionaran. Pero, en general, el guión señala a la otra persona como la responsable principal de la ruptura.
Feliz fin de semana.
La vida son caminos. Me gusta que a pesar del pesar este hombre se sienta más ligero.
Lo malo de algunos caminos es que te pones a ello pero el hatillo al hombro pesa a medida que te alejas. Y al mismo tiempo se aligera.
Es complejo.
Lamentablemente, la soledad ya no es hoy el mayor problema pero sí las falsas muestras cuando creías que al menos los abrazos no mentían.
Un abrazo escribidor.
Me gusta mirar las piedras del camino simplemente durante el instante que necesito para dejarlas atrás.
Ni te imaginas cómo me he identificado con el texto que nos has traído hoy, sé con exactitud lo que querías contarnos en esencia. ¡Qué difícil resulta tomar una decisión así! Lo fácil es quedarse en el lugar que conoces, aunque el ambiente sea casi irrespirable; pero emprender un nuevo camino requiere de una valentía que pocos tienen. Es como saltar al vacío, o hay que estar locos, o desesperados o tener el fuego en los talones. Rara vez es fruto de un razonamiento, de la reflexión de que continuar en la eterna niebla sencillamente no es vida. Además está lo que se deja atrás, esa sensación de ser un traidor... Creo que sólo alguien que conoce tal vértigo puede contarlo de manera tan real y sentida a la vez.
Enhorabuena, ha sido un placer leer este texto.
Un abrazo.
Flamenco Rojo:
Es verdad que una ruptura de una convivencia de dos personas, tiene que repartir errores, vacíos y egoísmos por ambas partes. Esto no quiere decir que siempre sea equitativo. Generalizar es errar, siempre; en este caso más aún. Quiero decir que cada pareja (pues de esto va la historia) es un mundo. Un mundo hermético y desconocido y que, como tan sensatamente apuntas, se conoce a través de versiones siempre subjetivas.
Hoy y aquí conocemos la versión de este caminante. ¿Quién sabe que nos contaría ella? Quizá un grito de soledad, quizá un grito de incomprensión...
Pero hay tantas posibilidades, tantas. Por ejemplo se podría concluir que lo peor no fue que acabara, sino que empezara.
urbanoyhumano:
Así es, se hace camino al andar. Y por mucho que se quiera aligerar el equipaje, es muy difícil que no tengamos una compañía, alguien con quien compartir ese camino... Lo malo es cuando el camino no lo haces junto a alguien, sino que tienes que arrastrar a alguien.
Es agotador.
Que la soledad sea o no un problema depende de cómo sea cada quién. En mi caso, como en el tuyo, en principio no tiene mayor problema; acaso porque es muy difícil que nos sintamos solos...
La traición forma parte de los peligros del camino, también de las expectativas que pngamos en los demás, de lo que les demos y exijamos y de lo que entendamos por traición.
Odiseo de Saturnalia:
Buen consejo. Muchas veces me he caído como un saco de patatas, por no mirar lo que tengo en las narices y preocuparme o de lo de delante o lo de detrás.
Mercedes:
¿Sabes lo peor? Lo peor ese ese tiempo que transcurre desde el instante en que sabes a ciencia cierta lo que has de hacer y el momento en que lo cumples.
Es un tiempo en que la ansiedad te ocupa, el fuego te quema, y corres serio peligro de odiar. Y en algunas ocasiones, como le sucede a este caminante, por más que las cosas estén claras, no puedes hacer lo que sabes que tienes que hacer.
Gracias por tu valoración.
La vida como camino, como trayecto que se puede recorrer solo, acompañado siempre por la misma persona o con acompañantes varios, simultánea o sucesivamente. Todas las opciones valen si son libres o, mejor aún, elegidas.
Cuando uno quiere prescindir de acompañante, para seguir solo o con otra compañía, únicamente no hay dolor si los dos están de acuerdo. Si uno quiere seguir juntos, y el otro no, el daño es muy fuerte. Sobre todo si ya se ha recorrido mucha extensión de camino, mayor cuando no se presentía la pérdida de compañía, cuando no entraba en ninguna conjetura. El (o la) abandonado se siente bloqueado, traicionado, profundamente lesionado. Y es difícil seguir avanzando amputado. Amputado también el que se va, o herido por la culpa que paraliza y, en cierto modo, dignifica, al mismo tiempo. Uno se va por egoísmo pero sería indigno pensar que nos desprendemos de rémoras.
A veces, dice Amando, no caminar es quedarse al borde del sufrimiento. Cierto, pero seguir caminando también puede serlo y se sufre doblemente: por no quedarse y por seguir otro camino. Son heridas de difícil curación y las cicatrices que queden resultan deformantes. Además, las heridas del alma curan peor porque son casi imposibles de airear.
¿Hay quien prefiere ser tratado como una mascota a la soledad? Eso es el amor (“déjame ser la sombra de tu perro”, dice J. Brel en Ne me quitte pas): irracionalidad, locura - ¿o no es el amour fou el paradigma del amor - , imposibilidad de autocontrol. Una especie de llamada de la selva de nuestro yo más profundo que nos autodestruiría de no seguirla y que puede también aniquilarnos si la seguimos.
Y si, sí se puede morir de amor, o de su pérdida, el desamor. La literatura y las páginas de sucesos de los periódicos nos lo demuestran con frecuencia.
Miguel Mora:
¡Qué hermosas palabras!
Creo que la clave de todo lo que nos explicas, está en el comienzo:
" Todas las opciones valen si son libres o, mejor aún, elegidas." Y más si además la elección -aun la de ruptura- es de mutuo acuerdo.
Pero tal acuerdo, como también la prensa y la literatura no se cansan de contar, son más bien escaas.
Sucede pues, muy amenudo, lo que luego cuentas, lo que luego desgranas con la precisión con la que lo haces.
Quien es abandonado/a (y más cuando no hay aviso de por medio) vive el episodio como una víctima inocente en una guerra inesperada. Quien abandona (y más cuando no hay aviso de por medio) puede vivir una larga temporada con la sensación de un criminal arrepentido. Aunque esto depende de la sensibilidad de quien opta por dar el portazo.
En todo caso se trata de una experiencia que hace mucho daño, un daño que a veces es irreparable o al menos deja su huella casi de modo perenne.
Pero todas estas cosas son más o menos las habituales. A veces todo es más complicado y sutil, se llena de matices y aristas, y quien acaba viviendo el hecho como víctima, en el fondo ha conseguido el fruto de unas acciones previas que desembocan en un delta como éste; y, obviamente, por el contrario, quien aparece como verdugo, en realidad es la víctima que escapó del yugo.
Cuando el amor es libre, no hay nada más reconfortante que ser la sombra del amado o de la amada... Pero cuando se vive junto a alguien sin que el amor sea el ceñidor de la convivencia, puede suceder que hasta la presencia del otro moleste.
Cada ser humano, aunque seamos tan similares, aunque compartamos cosas tan semejantes, en el fondo somos universos irrepetibles.
Gracias por tus reflexiones.
Escribí lo anterior, salí a dar un paseo y ya me encuentro a la vuelta con tu amable respuesta como reflexión coincidente en lo esencial y escrita con más fluidez y claridad, como corresponde a un buen escritor como tú. Sólo quizás añadir que, a veces, el “verdugo” no es una víctima que escapó de un yugo poco aparente y muy sutil. En ocasiones el que rompe la pareja se encuentra bien con ella, les unen un montón de cosas, recuerdos de años en común, quizás hijos que se encontraban bien con esos padres, propiedades comunes, economías difíciles de segregar e – insisto – una buena convivencia y proyectos de muchos tipos por realizar. Pero surge algo ( alguien) a quien si no sigues sientes que puedes arrepentirte toda la vida, sientes que quedarte es la solución cómoda, conservadora en cierto sentido, y te vas. Sufriendo por irte, con cierto complejo de verdugo, de destructor, de canalla. Quieres hacer un intento de hacer realidad los boleros (cómo es posible querer a dos mujeres a la vez y no estar loco) pero las comunas has fracasado y fuera de determinada concepción social y familiar no hay salvación.
Conozco casos.
Miguel Mora:
No es por copiarte, pero después de escribirte, he salido a la calle, a mojarme con un orvallo helado (seis grados), una lluvia y una temperatura que rimaban bien con mi ánimo. Cosas. Después de volver y atender a alguuna cuestíón de intendencia propia de una casa (de esta) y de un viernes, leo tu respuesta y me doy cuenta de que con ella confirmas una cosa de las que he dicho en mi primera respuesta: cada ser humano es un mundo. Cada uno protagonizamos una película, y sólo es necesario afinar un poquito, sintonizar el dial adecuado para escuchar bien las diferencias y ahí están, perfectamente nítidas...
No quiero obligar a nadie a nada, y casi me da pudor hacer otra recomendación, tal y como está el tema del tiempo. Pero bueno no me resisto. Gracias a Odiseo de Saturnalia me ha llegado este enlace. Es otro blog. Vaya, cómo si no tuviéramos bastante. Bueno. Es una radio que emite, parece que de vez en cuando programas largos de música y textos de autores colegas de este escribidor, como el mismo Odiseo o Manu Espada o Belén, o Águeda Torrado.
Me ha gustado, por eso la enlazo y por eso os dejo aquí su enlace
Impactanta tu imagen del caminante Amando y los comentarios son todos interesantes y importantes. No se puede quedar inmóvil durante un largo tiempo, el eliquibrio es un estado instable, entre dos movimientos, por ejemplo en una bicicleta. El dolor, la culpabilidad,la rencor, las heridas, y tantos otros sentimientos se manifestarán en gente que tenga sensibilidad, es inevitable. Como lo dices hay varios caminos, cruces (!). Hay momentos en que hace falta eligir.
De todo corazón con el caminante y la que se queda dando vueltas en círculo.
Catherine:
La vida siempre la he entendido como un camino que se transita. Fíjate, yo que casi nunca viajo, entiendo la vida como un viaje. Eso sí, las más de las veces al interior, que es donde ocurren las cosas importantes, pues por ahí dentro esá el disco duro del ser humano. Lo demás son periféricos para entendernos.
Muy interesante ese símbolo de admiración sobre la palabra cruces. Qué bien me has descubierto uno de los significados que laten en el texto, los cruces de camino también son cruces, sin más, con toda la carga que cada uno queramos aportar a la palabra.
También agradezco tu mirada especial sobre la otra protagonista del relato. La mujer inmóvil y que sufre. Está ahí, es indudable. Y sufre, tampoco se puede poner en duda.
No sabemos mucho más sobre su sufrimiento, pero bien merece una mirada compasiva.
El caminante es aquéllo que se mimetiza con el entorno, dejando de sentir en ese momento, perdiendo sus facultades humanas en pos de la grandeza natural (natural porque es una e invariable)
Mangédoc:
Bienvenido a este rincón. Es un placer tenerte entre nosotros.
Estoy de acuerdo en que el caminante, a diferencia del turista, por ejemplo, se mimetiza con el entorno, pero no sé si por ello pierde sus facultades humanas o, por el contrario, éstas se agudizan más, pues nos dejamos invadir por esa naturaleza de la que formamos parte.
Un abrazo.
Hola Amando: intetresante relato... y, real como la vida misma. Me enganchó tanto que me resultó pequeño. Ese caminante que se va con las lagrimas horadando su corazón, considero que a pasar de los pesares, tiene dignidad. Si todas las separaciones fuesen más o menos- con ese estilo! No serían tan dolorosas o funestas como muchas otras que hoy en día suceden. Ojalá, llegando el extremo de tomar esa decisión, cualquier ser humano- lo haga de una forma similar... No a palos o patadas... que es lo más bajo que puede caer el hombre. Besos a puñados y buen fin de semana para todos vosotros.
Marina Fligueira:
Muchas gracias por tus palabras. Me dan muchos ánimos.
Por desgracia, algunas veces, ni siquiera a pesar de esta dignidad las separaciones acaban bien del todo. Pero es un buen camino, sin duda.
Para avanzar en el camino de la vida o se hace al mismo paso o se sueltan los lastres... nadie tiene derecho a convertirse en un peso que impida avanzar al otro... y encima llorar por ello en lugar de darse cuenta y comenzar a tomar ritmo y dirección para seguir avanzando, aunque sea más despacio. Un abrazo.
"La piedad, la lástima, la compasión"
"Las auto inmolaciones solo eran propias de los fanáticos de cualquier religión".
..................................
Estos dos cortos párrafos son para mí la conclusión de tu extenso y duro relato de hoy.
¡Qué difícil , Dios mío! querer sin amar, tomar la decisión -cuando aparentemente nada grave ocurre- de asumir responsablemente que es necesaria una ruptura, que la ruptura siempre duele.
¡Qué dificil asumir voluntariamente que para no autoinmolarse a veces es necesario hacer daño!.
Y así va pasando el tiempo buscando salidas airosas, incluso carentes de la felicidad inicial, con soluciones intermedias, para evitar la catástrofe esperable.
Asumir lo inevitable, habiendo fracasado previamente remedios, apaños, consensos...es imprescindible. Duele, vaya si duele, somos hijos de la culpa, queremos ser siempre buenos, y dar-darse es siempre sinónimo de bondad, de acierto.
Pero dar-darse también a uno mismo, aun a sabiendas de que probablemente la incomprensión nos acompañe gran parte del camino, y de que hemos de ver derramar lágrimas que nos harán sentir una terrible desazón.
Ser honrado con uno mismo es a veces más difícil que cerrar los ojos y dejar pasar. A pesar de todo me parece justo, necesario y valiente.
Y ¿quién sabe?, a veces no es tan terrible. Para todo hay que tener suerte en la vida.
Muy didactico y comprensible el símil del camino. Gracias Amando y sigue haciendo honor a tu nombre.
Es un tema muy importante y hasta quizas contradictorio. Es verdad que escoger un camino en solitario te lo hace más recetor de sensaciones y te da la posibilidad de escoger "rutas" sin imposiciones. Al contrario, si cuentas con alguien que camine por tu misma senda y al mismo tiempo te hace más generoso al tener que compartir. Pero caminar hay que hacerlo, ya sea en compañía o en soledad, para no quedarse "al borde del camino", viendo como la vida pasa sin detenerse.
Saludos y buen fin de semana.
María Sangüesa:
Así es, no hay duda.
De nuevo un aporte enriquecedor al texto. Si lo miramos desde la perspectiva de la compañera (en el caso del relato, que en la vida real puede ser y muchas veces es el compañero quien lastra), también hay que plantearse que no tenemos derecho a ser lastre de nadie. Que es injusto no vivir una relación de igual a igual, sin aportar nada, siempre esperando algo, siempre a demanda. Eso acaba por destrozarlo todo.
Ángeles Hernández:
Sí tiene que ser difícil, muy difícil.
Pero supongo que cuando la experiencia vital se convierte en un goteo incesante de esfuerzos para conseguir que el compañero/a no se quede varado en mitad de la nada, uno acaba por sentir que su vida no tiene sentido. Y lo malo es que ve que su vida tiene sentido unos pasos más allá, unos kilómetros más allá. Es igual. Lo importante es caminar, aunque no se alcance la meta.
Pero la culpa, el remordimiento, el regusto que deja el recuerdo de algún tiempo compartido, no se olvida, está ahí, como una mascota ávida de cariño. Y entonces?
Bueno, no me repetiré.
Gracias por tus palabras... y por el seguimiento.
Pilar Moreno Wallace:
Estamos de acuerdo. Lo importante es caminar. Mejor hacerlo en compañía, está claro, pero como dice la sabiduría popular, mejor solo que mal acompañado.
Y algunos sabemos bien de la verdad rotunda de semejante frase tan manoseada y utilizada con cualquer excusa baladí.
Sería estupendo:
Un buen compañero con el que caminar, compartiendo inquietudes, dichas y quebrantos.
Mientras tanto y no, hemos descubierto la compañía de los colegas de los blogs que hemos elegido, más diversa y polifacética, menos íntima e intensa, pero siempre bienvenida.
Feliz domingo desde el bunker del hospital donde (de blanco) paso este día del señor.
Un saludo Á.
Ángeles Hernández:
Ojalá pases mucho tiempo ante el ordenador, será señal de que los enfermos no se agravan.
Buen domingo a ti también.
La senda es sólo una explanada lisa sin piedras sin nada, somos nosotros los que le vamos incorporando cosas para tropezarnos y herirnos. La soledad se encuentra a boca de tarro y muchas veces es la máxima de una vida sin entregas verdaderas.
Como dice Osho, cito textual....
La vida no te está esperando en ninguna parte, te está sucediendo. No se encuentra en el futuro como una meta que has de alcanzar, está aquí y ahora, en este mismo momento, en tu respirar, en la circulación de tu sangre, en el latir de tu corazón. Cualquier cosa que seas es tu vida y si te pones a buscar significados en otra parte, te la perderás.
Es una visión particular la que tengo sobre la senda, quizá muy optimista.
Amigo mío he vuelto, luego de un retiro prolongado por asuntos me verás más activa, me pondré al día poco a poco.
Un abrazo en la distancia y muchas gracias por tus aportes, siempre tan apreciados por mí.
María Eleonor:
Bievenida de nuevo, a este tu rincón. Espero que las cosas te hayan ido bien y esta ausencia sea tan productiva como se insinúa en tus palabras.
Tampoco es mala esa forma de ver la vida. La vida sólo es mientras sucede, y es en el instante cuando hay que poner toda la carne en el asador. Mirar demasiado atrás o esperar demasiado del futuro pueden ser graves errores que, además, no conducen a ninguna parte.
Interesante.
Te dire que lo llevo y agrando las letras por eso tardo en dejar mis lineas.
La lástima.... tengo un hijo que marco su vida por....la lástima.
Y darse cuenta que se aró en el mar cuesta reponerse.
Me agradó leerte.
Cariños
Abuela Ciber
Cómo me encanta que lo imprimas y lo leas con comodidad. La verdad es que leer ante la pantalla de la máquina a veces es complicado.
Por lo que dices sabes de lo que hablo, luego entonces huelgan todas las explicaciones. Me ha gustado mucho esa expresión de aró sobre el agua, muy visual.
Publicar un comentario