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Aquella respuesta no sirvió para aliviar en nada las madrugadas de Laura Enciso, pero sí se convirtió en una barrera infranqueable para el equilibrio emocional de Luis, un parapeto que evitó la caída por el precipicio que se abría a sus pies. Al menos comprendió que su muerte no hubiera resuelto el sufrimiento de su madre, quizá le hubiera provocado reacciones diferentes, pero en todo caso habría actuado de modo similar sobre ella: le habría degollado el alma, aunque su cuerpo continuara respirando, tan a su pesar.
Para algo más sirvió aquel diálogo.
Para algo más sirvió aquel diálogo.
Desde entonces Luis se acostaba más tarde y aprovechaba para estudiar más y mejor que el resto de sus compañeros. Las horas que robaba a su sueño eran, a la postre, horas, sino de placidez, al menos de calma para ella, horas que birlaba al voraz apetito del monstruo que consumía a su madre.
Las primeras semanas notaba que ella se empezaba a poner nerviosa poco antes de la media noche, pero en poco tiempo se habituó al nuevo ritmo de los quejidos que mordían sus entrañas, y quizá porque el suplicio empezara más tarde o quizá porque ya sabía que su tortura no era invisible para el resto del mundo, pues su hijo era testigo confuso, o quizá por haber expresado con palabras parte de su sufrimiento, o quizá por el cúmulo de estas circunstancias, al menos su intensidad decreció, hasta tal punto que se tornó en hondo lamento emitido en un pianísimo casi inaudible.
Para Luis era difícil conocer si su madre dormía algo o seguía sin hacerlo, pero intuyó que poco a poco el sueño volvía a ser parte de su rutina, al menos durante algunas horas de la madrugada.
Se podría decir que se aficionó al estudio como mejor medicina para aliviar el martirio materno. A aquellas alturas ya era consciente de que esa herida no cicatrizaría nunca del todo en el ánimo de Laura Enciso, pero al menos parecía que sangraba con menos abundancia. Ésa fue la primera satisfacción y si sólo hubiera producido semejante efecto, habría sido suficiente compensación a tal esfuerzo. Pero es que, además, semejante tesón le otorgó un lugar de privilegio entre los profesores del colegio. A medida que más estudiaba, mejor les entendía, y mejores calificaciones obtenía, y, del mismo modo, mejor profundizaba en los misterios de la sabiduría humana.
Entre los compañeros, sin embargo, el asunto presentaba aristas diferentes y no tan gratas. Pero esta opinión nunca le preocupó en exceso. Desde la muerte de su padre, se había convertido en un niño introvertido, silencioso y medroso. Es decir que todos los condiscípulos que había tenido casi siempre le habían conocido igual comportamiento. La mayoría respetaba su modo de ser y la mayoría, incluso cuando con catorce años pasaron al instituto para estudiar el primer curso del BUP*, conocía el motivo de ese silencio, de esa mirada huidiza, de ese gesto intuitivo para colocarse en un lugar que siempre parecía un escondite. No obstante, los adolescentes son impulsivos por naturaleza, y dicen lo que sienten y lo que piensan sin que medie mucha reflexión. Más de uno, de vez en cuando, solía hacer públicos sus pensamientos secretos, cuando Luis contestaba acertadamente a la pregunta más enrevesada planteada por el profesor más puntilloso o exigente.
— ¡Cómo no iba a ser el Empollón el que acertara…!
Luis Prieto Enciso era el Empollón. En el fondo prefería ese apodo que no el Raro. Se comparaba con el resto de sus compañeros y en su fuero interno, más que como empollón, se reconocía como raro. Se giró sobre sí mismo, volvió sus ojos hacia la carta que era una nube oscura que crecía y amenazaba tormenta y sonrió con amargura. Fue Eladio, cómo no, quien sacó aquel mote por vez primera, incluso antes de que llegaran al instituto. Aún no sabía muy bien por qué, desde el día del maldito accidente, el hijo del jefe de su padre no había podido perdonarle. En un primer momento llegó a la conclusión de que se trataba de algo irracional, que había nacido en la infancia por alguna discusión que él había olvidado, por algo a todas luces insignificante, pero, cuando, incluso después del accidente, Eladio seguía mostrando aquella animadversión hacia su persona, empezó a percibir vagamente que podría haber algo más que se le escapaba o que ni siquiera formaba parte del paisaje que podía atrapar con su entendimiento. Pero nunca llegó a ninguna conclusión que pudiera considerarse medianamente razonable. Si acaso pensaba que, dado que el padre de su compañero era el jefe de su propio padre, sus hijos habían heredado en los genes el mismo tipo de relación servil que Luis no estaba dispuesto a prestar a Eladio. Pero tal idea no sostenía ningún análisis, por tanto siempre la descartaba como absurda.
Cuando, aún en el colegio, Eladio le instaló públicamente en la categoría odiada por todos de empollón, no le preocupó nada, bastante tenía con todo lo que sucedía en su propia casa. Pero al llegar al instituto, un par de años más tarde, con lo peor de la galerna cotidiana relegado al recuerdo, intentó bajarse de ese podium, sin mucho éxito.
Aunque en el instituto había alumnos procedentes de varios colegios, la influencia de Eladio Roquedal Torrequebrada no disminuyó respecto de la que siempre tuvo en el colegio. La prosperidad de la fábrica de embutidos de su padre, La Florida, era archiconocida en toda la ciudad y provincia, por tanto, ser amigo de Eladio podría garantizar ciertas ventajas. Es decir que lo que opinase Eladio era muy tenido en cuenta por los otros jovencitos, más aún cuando afectaba a juicios de valor sobre otros compañeros que no tenían ningún baluarte con que evitar semejantes ataques despiadados.
Que el resto de compañeros del instituto le conociese como el Empollón, no le hubiera preocupado, si Azucena no hubiese aparecido también aquel curso en el mismo instituto y en la misma clase. Hora tras hora, día tras día, semana tras semana, contemplaba a Azucena riendo las gracias de Eladio, mientras él se consumía por ser objeto de una sola de sus miradas.
Luis Prieto Enciso avanzó hacia el dormitorio. Con descuido posó el vaso de güisqui sobre la mesita de noche. Necesitaba una ducha o acabaría mal. Antes de entrar en el baño apuró el último trago con la torpe creencia de que el agua de la ducha arrastraría los recuerdos que empezaban a ser demasiado peligrosos.
Con catorce o quince años, Luis sintió la primera sacudida del amor en su vida. Nunca supo como sucedió con precisión, pero sucedió. El primer síntoma fue que al escuchar la voz de Azucena, su corazón se aceleraba como si estuviera disputando una carrera. El segundo síntoma fue sorprenderse a sí mismo mirando sin disimulo el cuello de la jovencita que se asomaba apetecible cuando su cabeza se inclinaba sobre alguno de los libros o de los cuadernos escolares. El tercero fue al notar sin duda posible que su rostro se tornaba de color de puesta de sol si ella le dirigía la palabra, aunque fuera para pedirle prestado un bolígrafo. Pero el síntoma definitivo de todos los síntomas posibles es que le preocupaba cada día más lo que ella pudiera pensar acerca de él. Si Azucena hubiera considerado como un valor ser empollón, se habría pavoneado por la Calle Imperial de Euritmia con un letrero de enormes dimensiones en el que figurase la leyenda: 'Soy el Empollón'. No le cabía duda. Más aún, hubiera estudiado más, mucho más… Pero Azucena odiaba a los empollones. Pensaba que poseer semejante cualidad era similar a portar una enfermedad muy contagiosa. Cuando las risas de la chica se hacían repiqueteo de cristal agudo sobre el resto de la clase al escuchar a Eladio llamarle Empollón, sentía que se convertían en esquirlas que atravesaban sus ojos. No es que fuera algo tan tremendo como lo que le sucedía en su casa, pero se acercaba a ese tipo de sensación que le laceraba el ánimo. Entonces comprendió hasta qué punto una palabra que anteriormente le era indiferente, se convertía en una navaja que le hería. Aún así tuvo el suficiente tino como para no hacer público, ni siquiera un poco notorio, su interés por Azucena, pues si lo hubiera hecho, el asedio de Eladio sobre su persona habría sido mucho más insistente y dañino. En este caso, su modo de ser, esa introversión similar a la de una sombra en medio de la noche, fue buen aliado, aunque en cierto sentido fuese un terrible impedimento para su verdadero deseo por aquellos días: conseguir que Azucena le tuviera en cuenta.
Durante aquellos meses sí echó de menos un confidente de su edad, alguien que pudiera escucharle y hablar con él sobre estos temas. Fue por entonces cuando más añoró al hermano. Le hubiera encantado compartir con él estos sentimientos, pero era imposible. Gabriel ya era alguien lejano, alguien que sólo era hermano, porque lo decían los papeles. Como nunca, sintió el dolor de aquella amputación, de aquella ausencia, pero, aunque intenso, fue un dolor efímero.
No le quedó más remedio que vivir en el más absoluto de los silencios este sentimiento que para sus adentros definía como un géiser de agua hirviendo que le abrasaba continuamente. No quería llegar mucho más allá. Para que su día cobrara sentido, sólo necesitaba un pensamiento: que la joven de ojos nocturnos que brillaban como un cielo cuajado de estrellas en mitad de un paisaje de nieve, le dedicaba una de sus sonrisas.
Las primeras semanas notaba que ella se empezaba a poner nerviosa poco antes de la media noche, pero en poco tiempo se habituó al nuevo ritmo de los quejidos que mordían sus entrañas, y quizá porque el suplicio empezara más tarde o quizá porque ya sabía que su tortura no era invisible para el resto del mundo, pues su hijo era testigo confuso, o quizá por haber expresado con palabras parte de su sufrimiento, o quizá por el cúmulo de estas circunstancias, al menos su intensidad decreció, hasta tal punto que se tornó en hondo lamento emitido en un pianísimo casi inaudible.
Para Luis era difícil conocer si su madre dormía algo o seguía sin hacerlo, pero intuyó que poco a poco el sueño volvía a ser parte de su rutina, al menos durante algunas horas de la madrugada.
Se podría decir que se aficionó al estudio como mejor medicina para aliviar el martirio materno. A aquellas alturas ya era consciente de que esa herida no cicatrizaría nunca del todo en el ánimo de Laura Enciso, pero al menos parecía que sangraba con menos abundancia. Ésa fue la primera satisfacción y si sólo hubiera producido semejante efecto, habría sido suficiente compensación a tal esfuerzo. Pero es que, además, semejante tesón le otorgó un lugar de privilegio entre los profesores del colegio. A medida que más estudiaba, mejor les entendía, y mejores calificaciones obtenía, y, del mismo modo, mejor profundizaba en los misterios de la sabiduría humana.
Entre los compañeros, sin embargo, el asunto presentaba aristas diferentes y no tan gratas. Pero esta opinión nunca le preocupó en exceso. Desde la muerte de su padre, se había convertido en un niño introvertido, silencioso y medroso. Es decir que todos los condiscípulos que había tenido casi siempre le habían conocido igual comportamiento. La mayoría respetaba su modo de ser y la mayoría, incluso cuando con catorce años pasaron al instituto para estudiar el primer curso del BUP*, conocía el motivo de ese silencio, de esa mirada huidiza, de ese gesto intuitivo para colocarse en un lugar que siempre parecía un escondite. No obstante, los adolescentes son impulsivos por naturaleza, y dicen lo que sienten y lo que piensan sin que medie mucha reflexión. Más de uno, de vez en cuando, solía hacer públicos sus pensamientos secretos, cuando Luis contestaba acertadamente a la pregunta más enrevesada planteada por el profesor más puntilloso o exigente.
— ¡Cómo no iba a ser el Empollón el que acertara…!
Luis Prieto Enciso era el Empollón. En el fondo prefería ese apodo que no el Raro. Se comparaba con el resto de sus compañeros y en su fuero interno, más que como empollón, se reconocía como raro. Se giró sobre sí mismo, volvió sus ojos hacia la carta que era una nube oscura que crecía y amenazaba tormenta y sonrió con amargura. Fue Eladio, cómo no, quien sacó aquel mote por vez primera, incluso antes de que llegaran al instituto. Aún no sabía muy bien por qué, desde el día del maldito accidente, el hijo del jefe de su padre no había podido perdonarle. En un primer momento llegó a la conclusión de que se trataba de algo irracional, que había nacido en la infancia por alguna discusión que él había olvidado, por algo a todas luces insignificante, pero, cuando, incluso después del accidente, Eladio seguía mostrando aquella animadversión hacia su persona, empezó a percibir vagamente que podría haber algo más que se le escapaba o que ni siquiera formaba parte del paisaje que podía atrapar con su entendimiento. Pero nunca llegó a ninguna conclusión que pudiera considerarse medianamente razonable. Si acaso pensaba que, dado que el padre de su compañero era el jefe de su propio padre, sus hijos habían heredado en los genes el mismo tipo de relación servil que Luis no estaba dispuesto a prestar a Eladio. Pero tal idea no sostenía ningún análisis, por tanto siempre la descartaba como absurda.
Cuando, aún en el colegio, Eladio le instaló públicamente en la categoría odiada por todos de empollón, no le preocupó nada, bastante tenía con todo lo que sucedía en su propia casa. Pero al llegar al instituto, un par de años más tarde, con lo peor de la galerna cotidiana relegado al recuerdo, intentó bajarse de ese podium, sin mucho éxito.
Aunque en el instituto había alumnos procedentes de varios colegios, la influencia de Eladio Roquedal Torrequebrada no disminuyó respecto de la que siempre tuvo en el colegio. La prosperidad de la fábrica de embutidos de su padre, La Florida, era archiconocida en toda la ciudad y provincia, por tanto, ser amigo de Eladio podría garantizar ciertas ventajas. Es decir que lo que opinase Eladio era muy tenido en cuenta por los otros jovencitos, más aún cuando afectaba a juicios de valor sobre otros compañeros que no tenían ningún baluarte con que evitar semejantes ataques despiadados.
Que el resto de compañeros del instituto le conociese como el Empollón, no le hubiera preocupado, si Azucena no hubiese aparecido también aquel curso en el mismo instituto y en la misma clase. Hora tras hora, día tras día, semana tras semana, contemplaba a Azucena riendo las gracias de Eladio, mientras él se consumía por ser objeto de una sola de sus miradas.
Luis Prieto Enciso avanzó hacia el dormitorio. Con descuido posó el vaso de güisqui sobre la mesita de noche. Necesitaba una ducha o acabaría mal. Antes de entrar en el baño apuró el último trago con la torpe creencia de que el agua de la ducha arrastraría los recuerdos que empezaban a ser demasiado peligrosos.
Con catorce o quince años, Luis sintió la primera sacudida del amor en su vida. Nunca supo como sucedió con precisión, pero sucedió. El primer síntoma fue que al escuchar la voz de Azucena, su corazón se aceleraba como si estuviera disputando una carrera. El segundo síntoma fue sorprenderse a sí mismo mirando sin disimulo el cuello de la jovencita que se asomaba apetecible cuando su cabeza se inclinaba sobre alguno de los libros o de los cuadernos escolares. El tercero fue al notar sin duda posible que su rostro se tornaba de color de puesta de sol si ella le dirigía la palabra, aunque fuera para pedirle prestado un bolígrafo. Pero el síntoma definitivo de todos los síntomas posibles es que le preocupaba cada día más lo que ella pudiera pensar acerca de él. Si Azucena hubiera considerado como un valor ser empollón, se habría pavoneado por la Calle Imperial de Euritmia con un letrero de enormes dimensiones en el que figurase la leyenda: 'Soy el Empollón'. No le cabía duda. Más aún, hubiera estudiado más, mucho más… Pero Azucena odiaba a los empollones. Pensaba que poseer semejante cualidad era similar a portar una enfermedad muy contagiosa. Cuando las risas de la chica se hacían repiqueteo de cristal agudo sobre el resto de la clase al escuchar a Eladio llamarle Empollón, sentía que se convertían en esquirlas que atravesaban sus ojos. No es que fuera algo tan tremendo como lo que le sucedía en su casa, pero se acercaba a ese tipo de sensación que le laceraba el ánimo. Entonces comprendió hasta qué punto una palabra que anteriormente le era indiferente, se convertía en una navaja que le hería. Aún así tuvo el suficiente tino como para no hacer público, ni siquiera un poco notorio, su interés por Azucena, pues si lo hubiera hecho, el asedio de Eladio sobre su persona habría sido mucho más insistente y dañino. En este caso, su modo de ser, esa introversión similar a la de una sombra en medio de la noche, fue buen aliado, aunque en cierto sentido fuese un terrible impedimento para su verdadero deseo por aquellos días: conseguir que Azucena le tuviera en cuenta.
Durante aquellos meses sí echó de menos un confidente de su edad, alguien que pudiera escucharle y hablar con él sobre estos temas. Fue por entonces cuando más añoró al hermano. Le hubiera encantado compartir con él estos sentimientos, pero era imposible. Gabriel ya era alguien lejano, alguien que sólo era hermano, porque lo decían los papeles. Como nunca, sintió el dolor de aquella amputación, de aquella ausencia, pero, aunque intenso, fue un dolor efímero.
No le quedó más remedio que vivir en el más absoluto de los silencios este sentimiento que para sus adentros definía como un géiser de agua hirviendo que le abrasaba continuamente. No quería llegar mucho más allá. Para que su día cobrara sentido, sólo necesitaba un pensamiento: que la joven de ojos nocturnos que brillaban como un cielo cuajado de estrellas en mitad de un paisaje de nieve, le dedicaba una de sus sonrisas.
Pero hay pensamientos demasiado parecidos a un sueño inalcanzable.
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* BUP: Bachillerato Unificado y Polivalente. Nombre con que desde el año 1974 ó 1975 se conocía al bachillerato estudiado en España. Eran tres cursos que comenzaban en torno a los catorce años.
En la actualidad, se correspondería al Tercer curso de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria).