miércoles, 24 de abril de 2013

Marcos Alonso: "Andamana, la reina mala".


Andamana, la reina mala. Marcos Alonso Hernández
1ª edición Bubok Publishing SL 2012
Para adquirir la novela, AQUÍ
Est es su blog: "Tintaentrepapeles"

Al fondo el ansia de poder 

Marcos Alonso Hernández
¿Qué existe tras el ansia de poder que movió, mueve y moverá el corazón y la voluntad de tantos seres humanos a lo largo de la historia? Explorar una respuesta a esta pregunta —u otra similar— es el principal asunto que trata Marcos Alonso Hernández (Carrizal de Ingenio, Gran Canaria, 1963) en su primera novela individual: Andamana, la reina mala.
Para quienes desconocemos la tradición canaria, conviene decir que Andamana fue un personaje histórico de importancia para conseguir la unidad de los diez cantones en que se dividía la isla Canaria bajo su dominio y el de su marido, el valeroso guerrero Gumidafe. (Aquí podéis leer una breve referencia sobre el personaje)
Sin embargo, la novela escrita por Marcos —como afirma su contraportada— no es una novela histórica en sentido estricto, sino una ficción que recrea mitos, hechos, personajes y lugares de Canarias, aunque perfectamente exportables a cualquier cultura, época o continente, porque las ideas, ambiciones, sentimientos y miedos que atesoran los personajes son similares a los de cualquier ser humano de cualquier tiempo y lugar, sobre todo si atesoran cierta cuota de poder.

Notas sobre el estilo

Marcos Alonso consigue con extraña habilidad que el lector se olvide de que la trama que se construye ante sus ojos la protagonizan personajes del siglo XV, aunque tampoco lo oculta. Para ello utiliza una técnica sorprendente —más en un profesor de historia—. En el prefacio, y después de una intensa, lírica y hermosa descripción de la isla, leemos estas palabras, que podrían servir como advertencia, para lo que más tarde nos encontraremos:
(…) y desde entones como un torbellino, el tiempo se precipitó de tal manera que a medida que se adentraba en el océano parecía detenerse y retrasarse como las mareas. A veces se vuelve impreciso como si todo fuese lo mismo y se repitiese eternamente, aunque con otras formas (…)
En los primeros capítulos, aunque algunos detalles se repiten a lo largo del relato, junto con costumbres o hechos correspondientes a el inicio del Renacimiento e incluso a tradiciones propias de los nativos de las islas en tiempos previos a la conquista española, nos encontramos con móviles que suenan, periódicos, ordenadores, vestimenta actual, una huelga general, probablemente alguna caricatura de algún político local, un breve homenaje a Tonono —uno de los grandes futbolistas canarios de todos los tiempos—, … Estos anacronismos —que rechinarán a los puristas del género—, a mi entender, son un acierto del autor porque sirven para que el lector se sienta más próximo al relato y, sobre todo, subrayan lo que apuntaba anteriormente: ciertos modos de actuar no son exclusivos de épocas pretéritas.
Portada de la novela
Al leer una novela histórica, tendemos a ubicar todo lo que en ella sucede en el pasado al que nos ha conducido el autor, sin que nada afecte a nuestro presente. En este caso, el escritor pretende lo contrario, busca que el lector se sienta próximo el relato, porque lo que allí y entonces sucedió, no es tan distinto de lo que sucedió, sucede y sucederá en cualquier instante… 
Estremecedor, por ejemplo, es el fragmento en que se relata una lapidación a un joven ante el llanto desesperado de su madre. Sin embargo, el lector no encontrará sombra del delito por el que es ajusticiado. Tal ausencia es la gran denuncia, lo que sitúa en la categoría de crimen abyecto la ejecución de un reo, de cualquier reo, de cualquier época, incluso la nuestra, en que la pena de muerte existe en muchos códigos penales, incluido el de una democracia muy avanzada, según se predica. Algunos de los conflictos que plantea la novela —que serán telón de fondo del ánimo del lector hasta el fin de la historia, aunque apenas se vuelva sobre ellos— son los conflictos sociales que vivimos en España. En concreto el descontento infinito que los maestros de nuestro país sienten con toda razón, toma carta de naturaleza en uno de los capítulos iniciales de la novela. Marcos Alonso —docente él mismo— no duda en atribuir a quienes tienen la tarea de enseñar la clave que solucionará el futuro:
—No habrá que pedir, al contrario tendremos que dar. En realidad la solución al primer problema está en el segundo problema: los maestros (…) son ellos los que enseñan a pescar y a cultivar; los que pueden conseguir que nuestros instrumentos y producciones sean mejores. Son ellos los que arrojan luz para que nuestros ojos puedan ver. Sin ellos no distinguiremos el camino y nos perderíamos. Pero si la luz no se alimenta con buena leña, ni se protege del fuerte viento, terminará extinguiéndose (…)
Otra de las señales del estilo de Marcos Alonso que brilla en esta narración y que no sorprende a quienes más conocemos su obra, es la ironía y el fino sentido del humor. En el caso de Andamana, la reina mala esta herramienta se usa de manera mordaz sobre todo en la primera parte. A medida que el drama crece en intensidad, tal cualidad —aunque no desaparece del todo— se dosifica y empalidece. En un momento de la novela, cuando los personajes ya son arquetipos de seres humanos intemporales, la fuerza de la historia abarca al autor que no puede o no quiere sustraerse al empuje del argumento que se ramifica en los distintos individuos a medida que estos cobran autonomía y solidez.
El estilo de Alonso, además, se caracteriza por momentos de hondo lirismo que descubren al poeta que también esculpe su sensibilidad, y por descripciones precisas que sirven para que el lector adivine un hondo amante de Gran Canaria, de sus paisajes, de sus costumbres: mar, montaña, bosques misteriosos, el territorio abrupto pero dotado de una hermosura que difícilmente se encontrará en cualquier otra parte del mundo, los amaneceres, los ocasos, las noches, las nieblas, la lluvia… Nada escapa a la capacidad de observación y evocación del autor

El argumento y los personajes

La trama, en apariencia, es sencilla: Andamana, hija del Gran Mencey, ha de demostrar su legitimidad de la que hay serias dudas, para aspirar a suceder a su padre. Para ello idea un plan complejo que le asegurará el control de la Isla en persona o en diferido a través de su hijo Artemi —que también existió—, a quien ha elegido como su sucesor, frente a su hermano mellizo Taré, quien —según desveló el oráculo— será rey del mar. Para que este plan triunfe, contará con el apoyo y la voluntad de los achicaxnas (la mano de obra, los parias, la clase baja, el proletariado, los siervos de los señores feudales); pero no diré cómo logra este apoyo, porque a partir de aquí se desarrolla una intriga que se complica línea a línea y no deja de asombrar al lector con continuas vueltas de tuerca hasta llegar a las grandes sorpresas finales que, sin embargo, son las que acaban de situar todas las piezas del puzzle en su lugar. Así, la resolución de la trama es lógica y brillante. El lector no puede sentirse engañado por argucias de autor, puesto que cada supuesta sorpresa final se ha advertido previamente con sutiles avisos o pistas distribuidas y dosificadas adecuadamente por el texto.
La estructura formal de la novela es lineal, aunque —como acabo de señalar— se bifurca entre los personajes principales: Andamana, Gumidafe, Artemi y Taré.
En sus manos los protagonistas se convierten en tipos llenos de matices lo que les dota de enorme verosimilitud. En este caso, y a pesar del título en que parece advertirnos de que hay que ir contra ella por su maldad, Andamana es un retrato prodigioso, poliédrico, hondo, lleno de vericuetos que la convierten en alguien por quien el lector se siente atraído. Pero no es el único caso, todos los personajes importantes de la trama y alguno de los que en el cine adoptarían el papel de actores de reparto, parecen personas con quienes podríamos cruzarnos en cualquier momento de nuestra vida. Incluso los antagonistas de Andamala tienen ángulos de luz que evitan en el lector caer en la habitual dicotomía narrativa entre buenos y malos. ¿Es mejor Taré que Windlord? Sí. No. ¿Por qué? ¿Puede Artemi actuar de un modo diferente a como lo hace? Quizá sí, pero cualquiera que lea la obra determinará que si hubiera tomado otras decisiones que las que toma habría ido muy en contra de sí mismo… Podría formular preguntas similares respecto del resto de personajes, pero si lo hiciera daría excesivas pistas sobre el desarrollo de la obra, cosa que no haré.

Conclusión

Andamana, hermosa mujer cuyo rostro siempre va cubierto por un antifaz que oculta los desperfectos de su cara tras un incendio cuando era una niña, es el retrato de la ambición, de la sed de poder por encima de todo y de todos a quienes utiliza a su antojo y como meros instrumentos para alcanzar sus fines. (¿Será su máscara una metáfora del corazón de los ambiciosos?). No es el único personaje, como ya he escrito, cuya vida se rige por esta cuestión, pero es que Andamana, además, tiene otra característica: bajo tal sed de poder, vive una mujer cuyos sentimientos y pasiones (incluidos amor y ternura) no distan en nada de los sentimientos y pasiones de cualquier humano. Vivir atrapado en tal contradicción tiene que ser complicado, y Marcos Alonso sale airoso de esta complejidad, logrando un retrato equilibrado, atractivo y que no deja indiferente al lector.
En fin, Andamana, la reina mala es una ficción que, partiendo de hechos y personajes históricos, pretende diseccionar los mecanismos de la sed de poder que atrapa a muchos individuos y analizar las consecuencias a donde puede llevarlos, y lo hace demostrando que narrar es más que una mera pasión de aficionado, como, por otra parte, ya sabemos quienes leemos sus textos desde hace algunos años.

martes, 26 de marzo de 2013

Crónica personal del IV Día Internacional de la Poesía celebrado en Segovia


Concluye así Felipe Benítez Reyes sus palabras en el librito conmemorativo del IV Día Internacional dela Poesía de Segovia:
«Y, a la vuelta de los años, a la vuelta de los libros, relee uno lo escrito y —al margen de su grado de valor— encuentra un sentido inesperado a todo ese afán, a todas esas palabras ordenadas: la poesía como la nostalgia inconcreta de uno mismo. la poesía como el mensaje embotellado de un náufrago que el capricho de la marea devuelve a la misma orilla. La poesía como una relectura de la propia vida, transformada ya en una leve ficción y ajena al tiempo, acogida a un melancólico simulacro de eternidad, mientras la vida pasa.»
Por su parte, Carlos Marzal se pregunta, entre otras cosas:
«¿Es el poeta, y mucho más el poeta inspirado, un artista que procede por visiones: un artista que las padece, que la recrea, que las interpreta y las produce en los demás, que las contagia? ¿Podemos referirnos al artista, al poeta, como tantas veces se ha hecho y denominarlo visionario?»
Efectivamente, el sábado pasado tuve la enorme dicha de gozar de otro memorable día de celebración de la poesía. En esta ocasión he participado como mero acompañante, casi como una adherencia a la jornada, a toda la jornada.
Por la mañana, y durante un par de horas, el paseo por la ciudad en el que Jesús Pastor nos fue llevando por rincones donde abrevamos traguitos de literatura, allá donde hay una huella de un escritor o de su obra en esta ciudad de luz precisa: Cervantes, el Arcipreste, María Zambrano, Azorín, Ramón Ayerra, Andrés Laguna, Jerónimo Alcalá Yáñez, el Marqués de Lozoya, José Rodao, Alfredo Marqueríe, Quevedo, Rubén Darío, Ramón Gómez de la Serna, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Antonio Machado…
Más tarde, y tras la foto de grupo, la comida que compartí en la misma mesa con Esperanza —cuyo poema resultó elegido como ganador tras votación de los propios seleccionados—, Pepe, Milagros, Eva, Idoia, Luis, Jorge, Mónica. Comida en que comprobé una vez más que la emoción es el surco predilecto de la poesía, pues emocionante es el poema de Esperanza. Y emocionante fue su reacción de sorpresa cuando supo que su poema, La cal, había llamado la atención de sus compañeros, lo que por otra parte no me extrañó cuando lo pude leer. Así arranca:
«Hoy no escalé los árboles, padre mío,
las hormigas movían largos senderos verdes
y los musgos dolían con voz de vegetal,
ya sé que hoy hace sol y se seca la grama;
pero no pude hacerlo y me vestí de blanco (…)
»
(La cal
—fragmento— de María Esperanza Párraga Granados)
Y a continuación, la preparación de la sala para el acto aunque lo mejor fue la charla con María Jesús —tan entrañable y sincera—. Y cómo no, el propio recital.
No conozco cómo funcionan otros actos que se dispersan por las distintas geografías del mundo para conmemorar esta jornada que nació auspiciada por la UNESCO. Lo que sé es que en Segovia se celebra, es decir, se festeja. Al menos para mí, pues, es un día de fiesta —como acabo de relatar— que gracias a Norberto García Herranz (alma del evento más que organizador, aunque esto último lo haga con total acierto y dedicación altruista) ya forma parte de mi calendario particular.
Ni siquiera me importa no ser seleccionado, como sucedió el año pasado, o no presentarme como éste, en que la sequedad de la inspiración, por diversos motivos que no vienen al caso, me impidió trazar un solo verso. Es igual. Siempre y cuando Norberto quiera, participaré, porque este día me sirve para conocer o reencontrarme con otros poetas que sufren de un mal parecido al que a mí me aqueja, aunque uno sea mero aprendiz, constante aprendiz, incansable aprendiz.
¿Hay mejor modo de celebrar la poesía que reuniendo a un grupo de poetas para que a modo de muestrario ofrezcan a quien quiera participar una amplia gama de poemas?
Una de las cosas que más me ha llamado la atención los cuatro años, es que el recital en que cada poeta lee su poema no es un acto en que los espectadores escaseen. Por el contrario, me sorprende que, a pesar de lo que se pueda sospechar a priori, la poesía atrae a un público muy variado.
Antes de ser atrapado por los versos de los participantes, me preguntaba ¿qué busca un lector de poesía? Sé que es una pregunta de imposible respuesta. Si se hace casi utópico encontrar la razón por la que uno escribe un verso, se me antoja más quimérico aún desentrañar la razón por la cual alguien prefiere sumergirse en un libro de poemas.
Sin embargo ahí están los lectores u oyentes. Pocos —muy pocos— comparados con los espectadores de un partido de fútbol, o de un concierto de una estrella del pop, pero ahí están (o estamos) incansables, silenciosos, acaso un poco solitarios.
Y al fondo, siempre al fondo, además del recuerdo de una jornada muy agradable, la emoción que late en los versos, incluso en aquellos de apariencia más satírica o ácida.
Acabando el recital, uno de los mayores forofos de la poesía en Segovia me decía que hoy en día hay muchas personas que escriben bien y están muy bien preparados, y no sólo en literatura, sino en cualquier disciplina artística. Probablemente sea cierto. Siempre he sostenido que la mejor garantía de que aparezca un grupo de poetas verdaderamente descollantes es que la base sea muy amplia. Y con esa idea optimista, como un faro en mitad de la oscuridad, salí del acto.
Había concluido el recital, o lo que es lo mismo, había concluido la jornada. La lluvia abrochaba la tarde con su canto como un collar líquido y de vocación fluvial. En mí resonaban tantos versos, tantos acentos, tantas formas de decir… Y, sin embargo, en todas ellas había algo común, había una suerte de identidad que las hermanaba. Y no, no es el idioma, que no es más —ni menos— que el cauce por donde transitan, sino el ansia de buscar la esencia de lo humano. Es el ser humano en sus múltiples facetas quien arde en cada uno de los poemas que dan forma al libro, y seguro que es el mismo fuego que crepitaba en el resto de poemas presentados para el acontecimiento y que al final no fueron seleccionados.
Me preguntaba, mientras bajaba las escaleras del Palacio de Quintanar, a la búsqueda de David Benedicte para compartir charla y cigarrillo, ¿qué importancia tiene un estilo u otro? A veces se pontifica en exceso sobre el valor de un tipo de poesía sobre otro: los versos libres, los versos blancos, los versos rimados, los versículos, el poema en prosa, lo surreal, lo lírico, lo narrativo, lo satírico, lo contemplativo, lo descriptivo, lo popular, lo visual, lo hermético… ¿Y qué importa cuando la autenticidad y la calidad suficiente están presentes?
Es evidente que nunca me ganaré la vida como crítico, porque mi afán no es señalar el defecto, sino resaltar el acierto y cantar la emoción que me provocan las palabras, los poemas, los versos.
La poesía es más grande y más generosa que todos nosotros. La poesía, como una madre pacientísima, nos acoge. No me canso de repetir que somos los poetas, incluso los muy menores, una gota dentro de un océano. Sin duda al final de esta época quedará la huella de la verdadera poesía, de esa emoción que tiembla con lo más auténticamente humano, de esa búsqueda apasionada e incansable de la verdad.
Como escribí hace unos días, la celebración de los días internacionales de lo que sea, suena a una especie prótesis ortopédica que intenta remediar una carencia. Pero a veces, como sucede en Segovia gracias al enorme e ilusionado trabajo y cariño de Norberto, se convierte en una hermoso árbol que arraiga con determinación y es capaz de dar sombra y producir frutos.

Foto del grupo de poetas seleccionados en esta
IV Día Internacional de la Poesía, junto a la estatua de Machado

viernes, 15 de marzo de 2013

Desde Buenos Aires

Francisco, instantes después de haber
sido elegido papa.
Foto El País


Hoy [por ayer] está siendo un día para charlar con amigos en persona y a través de los correos electrónicos sobre la elección de Francisco como nuevo papa de la Iglesia católica y romana. Supongo que uno no puede desprenderse de sí mismo. Como cualquiera, mi presente también se nutre y se apoya en el pasado. Vengo de donde vengo y el poso que ese discurrir de tiempo no puede olvidarse.
Pero, al mismo tiempo, sólo dispongo de este tiempo, sólo es real este presente por el que discurre mi existencia. Este ahora en que respiro, sueño, lucho, amo y busco, no lo vivo dentro de los muros de la Iglesia, aunque en mi corazón se decanten cada día tantas cosas. Vivo —y no es la primera vez que así lo digo— próximo a los márgenes, en ese lugar de intemperie donde el propio latido no cuenta con la aparente protección de un grupo, sino que, cuerpo a cuerpo, mis ideas se confrontan con otras ideas, con otras creencias, con otras visiones.
Y aunque hace unos años, cuando inicié este proceso que ahora empiezo a intuir como imprescindible, sentí el incipiente mordisco del miedo a la soledad, hoy sé que me he enriquecido, que cada día me enriquezco al poder confrontar cada día unas y otras.
Ayer [el miércoles] por la tarde —en realidad ya noche cerrada en Roma de lluvia y frío— Jorge Bergoglio, arzobispo y cardenal de Buenos Aires, pasó a ser obispo de Roma y, por tanto, sumo pontífice de la Iglesia Católica, que ejercerá su servicio con el nombre de Francisco.
Cuando el cardenal Jean-Louis Tauran anunció al mundo que el nuevo papa sería Bergoglio, y que se llamaría Francisco, las décimas de segundo de algo parecido al temor, fueron reemplazadas por el sentimiento de emoción que aún hoy me ocupa.
No sé, quizá me equivoque, o, simplemente no se cumplan tantas expectativas, pero al saber ese nombre, sentí que el mensaje estaba ya en marcha, y que era mucho menos importante la persona que lo encarnaría. La fuerza de las palabras es mucho mayor de lo que a primera vista parece.
Quizá debiera retrotraerme a lo que sucedió en mi interior hace ocho años…
No sé si será o no casual, pero, precisamente la elección de Benedicto XVI coincide en el tiempo con esta etapa mía de alejamiento de la Iglesia, del replanteamiento de muchas cuestiones e incluso del derribo definitivo de alguna de ellas.
Sin embargo, algunas de las convicciones más profundas respecto de cómo concibo el cristianismo son inamovibles en mí desde hace más de treinta y cinco años. Precisamente porque son inamovibles son sobre las que me apoyo, porque son las más firmes, porque son las que me sostienen en este camino que es la vida.
Aunque percibo que en el pontificado del papa emérito ha habido una evolución, y que este hombre de sonrisa extraña y mirada fría, se ha ido humanizando hasta llegar a reconocer su impotencia para llevar sobre sus hombros el peso de la Iglesia, algunos de sus postulados más firmes y reiterados sobre los que ha fundado el ejercicio de su cargo, eran ajenos a mí, cuando no repugnaban mi inteligencia. Recuerdo que en el mismo inicio de su papado proclamó solemnemente que la verdad es inamovible, es una e indiscutible. Y justo en este instante supe que no podía formar parte de esa propuesta, no porque tuviese o no razón (que pienso que no la tiene, dicho sea de paso), sino porque desde la propia formulación es excluyente, ya que en su entraña ha decidido que quien piense de modo diferente no tiene cabida a la hora de entablar un diálogo entre iguales. En el fondo, simplemente, recogía el hondo convencimiento de un pensar muy extendido en el seno de la Iglesia, según el cual se lleva al extremo las palabras del Maestro: “Quien no está conmigo, está contra mí”. Es poner en circulación un tipo de actuación que, en teoría, había quedado anulado con los documentos emanados del Concilio Vaticano II, sobre todo el Lumen Gentius y el Gaudium et Spes en donde, por el contrario, se viene a decir que la Iglesia no es la única depositaria de la verdad y que la Iglesia es la alegría y la esperanza para el resto del orbe.
Con la renuncia de Benedicto XVI, pensé que quizá era la última oportunidad que tenía la Iglesia católica y romana de hallar a quien la pusiera de nuevo en el sendero de su esencia. Y pensé que sería buena señal, casi la mejor de sus encíclicas, que se llamase Francisco.
Anoche, un hombre nacido en Buenos Aires hace setenta y seis años —en quien no había pensado casi nadie en estos días—, dijo que sería Francisco, acaso fue su primera encíclica: el poverello de Asís. (Hoy han confirmado que mi pensamiento fue atinado). Y siguieron otros gestos que apuntan en una determinada dirección, en un camino que lleva directo hacia el encuentro y el diálogo.
Hay sombras y hay miedos; pero el enemigo está dentro, por más que su antecesor lo viera —al menos al principio de su papado— fuera de los muros de la iglesia.
Aunque uno siga fuera, casi en la frontera, he descubierto que siempre es posible hacer las cosas de más de una manera, y puedo, por ello, sentirme acogido en esos gestos y palabras, igual que hace ocho años me sentí rechazado, aunque algunos sostengan cosas diferentes.

domingo, 24 de febrero de 2013

Ana Joyanes Romo: "Noa y los dioses del tiempo"

Noa y los dioses del tiempo
Ana Joyanes Romo. 
Ediciones Idea y Ediciones Aguere 
Santa Cruz de Tenerife 2012.  275 páginas.

La escritora Ana Joyanes firmando
ejemplares de su obra
Escribir acerca de una nueva novela de Ana Joyanes Romo es uno de los placeres que me reservaron como premio inesperado al entrar en este mundo de los blogs. Inesperado y escondido en aquel noviembre de 2008 que ahora parece tan lejano y, sin embargo, como síntoma de contradicción, está tan próximo y tan presente en el recuerdo. No es el único premio que he recibido, pues, en esta misma categoría de escritores y de amigos podría citar varios nombres, desde luego nada secretos, camuflados o escondidos.
Pero mejor no andarse por las ramas, mejor ir al grano, y cuanto antes, respecto de esta novela, que es lo que debe ocupar estas líneas.

En esta novela me atrevo a destacar tres pivotes sobre los que avanza o giran, tanto el argumento como el tema central: tiempo, mitología y humanidad. Procuraré explicarme.

En su anterior novela (Sangre y fuego), el tema del tiempo asoma como algo trascendente. Si alguien lo ha olvidado, o aún no lo ha leído (¿Alguien no lo ha leído aún?), Sangre y fuego es una novela en la que sus protagonistas viven sus peripecias desde el año 175 d. C. hasta 2009. Y el tiempo también era importante respecto de la arquitectura de la novela, con esos saltos cronológicos, esos avances y retrocesos durante la trama que van tejiendo el argumento con una precisión milimétrica. Pero, a pesar de esta importancia indudable, el tiempo no llega a ser uno de los temas o cuestiones capitales en la obra, simplemente es, de una parte, referencia narrativa y, por otra, material de construcción para el autor, permítaseme el símil.
Portada del libro
Sin embargo, en Noa y los dioses del tiempo, ya desde el título, el lector ha de asumir que el tiempo no va a ser un ingrediente decorativo, es absolutamente trascendente. Y después de leer la primera frase de la novela, esta suposición se convierte en confirmación expectante. Abre así Ana su obra:
El día que Noa nació duró 25 horas, aunque nadie pareció percatarse.
Pero, a medida que se avanza en su lectura, el lector comprobará que el tiempo es clave, tanto para lo bueno, como para lo malo.

Cuando comenté la primera novela publicada por Ana (Lágrimas mágicas) hablé de la literatura fantástica. La autora, como no puede ser menos, sigue siendo fiel a este tipo de literatura en esta tercera novela individual, pero uno, que ya está rendido por la potencia de sus letras por la energía y plasticidad que atesora en cada párrafo, no es nada reticente a esta cuestión. En este caso, además, podría decir que es menos fantástica que otras, pero acaso porque uno, desde hace mucho tiempo está acostumbrado a la mitología y no considera el Olimpo como parte del género fantástico.
¿Por qué?
Es algo que me pregunto desde el segundo capítulo. Sólo se me ocurre una respuesta: porque otro de los pilares sobre los que se sostiene esta novela (y también el título lo sugiere) es la creación de una mitología, en este caso canaria. No me resisto a copiar el inicio de este capítulo que incluye en pocas pinceladas lo esencial del olimpo canario creado por Ana:
El aburrimiento de Berés se contaba por siglos. Desde su observatorio, contemplaba el lento devenir del universo y se desesperaba.

Surcaba las vías estelares una y otra vez, contemplando las estrellas nuevas, las viejas sendas intergalácticas.

—No interfieras en la labor de los otros dioses —había sido la consigna de su madre, Meia—, esta morada que nos estamos construyendo necesita del trabajo de todos nosotros. No estás solo y no eres todopoderoso, tienes tus límites, como todos.
Como uno intuye nada más leer estas líneas, estos dioses no van a ser muy diferentes de los dioses a los que estamos más acostumbrados gracias a nuestra tradición greco-latina: Zeus o Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Afrodita, Cronos, Hermes, Neptuno… y todos los demás. Así, si en Lágrimas mágicas las criaturas fantásticas que poblaban sus páginas eran elfos, gnomos, hadas, trolls, suelfos, trasgos... y en Sangre y fuego vampiros y otros monstruos, en Noa y los dioses del tiempo, Ana Joyanes se atreve a crear nada menos que una mitología cuyo centro de operaciones en esta peripecia son las Islas Canarias —Marinia en la novela—. 
Imitando o siguiendo la estela que el ser humano desde antiguo ha trazado a la hora de componer sus mitologías, Ana Joyanes otorga a las inmensas e imprevisibles fuerzas de las naturaleza la condición de deidad. El hombre desde siempre se ha preguntado por la sucesión de los días y las noches, los ciclos de las lluvias o las sequías, las razones por las cuales, de improviso, una catástrofe natural (terremoto, huracán, erupción volcánica, tempestad, galerna, tornado, incendios...) sembraban miedo, horror, destrucción o muerte. Y el ser humano se respondió en casi todas partes con la creación de divinidades que explicaban tal o cual suceso. Del mismo modo que nuestros predecesores ha actuado la escritora, y mostrando su portentosa imaginación y sensibilidad, ha sido capaz de crear un parnaso canario con once deidades, de momento: Adea, Berés, Detor, Faura, Koya, Madin, Meia, Pau, Pitileia, Sera y Tesay.
Pero al crear esta mitología, Ana lo que hace, en realidad, es rendir homenaje y plasmar su amor a la tierra donde vive desde hace años, una tierra que no la vio nacer, pero a la que adora. Un archipiélago donde el equilibrio entre el sol, los vientos, tierra, mar y la entraña viva y ardiente del planeta conviven en un equilibrio que da como resultado algo parecido al paraíso. 

Como he dicho más arriba, otro de los puntos de apoyo de la obra, como siempre sucede en la narrativa de Ana Joyanes, es el ser humano. En las mitologías (en cualquiera) no sólo se explica cómo son los dioses que rigen el Universo, sino que se da a conocer el mundo de los humanos. Las mitologías sólo tienen sentido desde los humanos. Así ha sido siempre, y ésa quizá sea la mayor prueba de que los únicos dioses somos los hombres; pero esto es otra historia. En Noa y los dioses del tiempo la autora traza también una. Y como sucede con cualquier mitología, la humanidad que se dibuja es la contemporánea al autor(a) que la escribe. El retrato que Joyanes hace de esta humanidad es desolador, para qué engañarnos, sobre todo en lo que respecta a los políticos y dirigentes marinios, especialmente extrapolables a los actuales dirigentes españoles. En esta parte, para desgracia de todos, la novela es realista, a pesar de que no se profundice excesivamente en el asunto. Pero al mismo tiempo, pone la lupa —porque esto es lo que más interesa a la escritora— sobre aquellos que viven e intuyen que la verdadera salida no está en quienes imitan los caprichos de los dioses, sino en quienes aman. En este sentido, los personajes de los abuelos son un prodigio de ternura, que no de sentimentalismo.
Y como en toda creación mitológica, en Noa y los dioses del tiempo nos encontramos con unas criaturas casi humanas, los oceánicos, que no sé si interpretar como una vuelta atrás en la evolución —ya que son casi anfibios pues sin agua no pueden vivir— o, por el contrario, un paso adelante, a modo de aviso de lo que puede ocurrir si el calentamiento del planeta continúa y acrece el nivel del mar hasta territorios hasta ahora impensables.

Me leí la novela en dos días. Como siempre me ocurre con la literatura de Ana Joyanes, cuando empiezo, ya no puedo parar. 
Su narrativa se caracteriza formalmente, por ser una literatura de músculo y nervio, sin apenas adornos y en constante avance. La narración esencial, en donde los verbos —y por tanto la sensación de movimiento— prevalecen sobre cualquier otra categoría lingüística. Más aún, los adjetivos tienden a desaparecer, y cuando se muestran brillan con más intensidad. Sin embargo, en esta novela, hay hermosísimos pasajes que rozan la descripción poética, momentos que rompen el ritmo trepidante y sosiegan la respiración del lector, si es que éste tiene paciencia y no se ve impelido por la historia a avanzar en el argumento, que no voy a reproducir, por obvias razones de respeto a los lectores. Aún así, sin desvelar mucho, aquí dejo lo que para mí es el núcleo que desencadena todo lo que sucederá: la impaciencia y la envidia de los dioses hacen de la Tierra, y más en concreto de Marinia, objeto de sus deseos.
En un rápido periplo por los confines del universo, un pequeño lugar aún inconcluso había llamado su atención, un planeta minúsculo, condensado y cálido. Tal vez le hubiera pasado desapercibido si no fuera porque distinguió en él la mano amorosa de Tesay. Era notorio que su hermano sentía predilección por este rincón, lo conocía bien. Podía percibir cómo lo moldeaba, despacio, con mimo, sin las grandes muestras pirotécnicas con que despachaba la creación de otros lugares o los cataclismos con que destruía lo que consideraba inútil o inadecuado.

Y Berés deseó poseer lo que su hermano tenía.
(El subrayado es mío)

Lo malo de este deseo de Berés es que el enfrentamiento con Tesay en diferentes eones del Universo, supone el dolor, el sufrimiento, incluso la muerte de los humanos que habitan los territorios objeto de su anhelo desmedido.
En uno de los últimos enfrentamientos de Tesay y Berés —en el eón que nos corresponde hoy en día—, una jovencita marinia llamada Noa, poseedora de cualidades especiales, tiene una trascendencia fundamental, que sólo en las últimas páginas del relato se resuelve.

Esta entrada es sólo una reseña, por tanto, a pesar de que me cuesta trabajo, no debo avanzar en el comentario del argumento del libro, pues desvelaría más de lo que debo. Pero tampoco debo olvidarme, para que el lector sepa con lo que se va encontrar, de la entraña de la narración. Más allá de lo trepidante de este relato, que encaja sin esfuerzo en la categoría de novela de aventuras, o, si se quiere emplear un término más contemporáneo thriller, más allá de la creación de una mitología, más allá de la existencia o no existencia del pasado, el presente o el futuro y de su modo de manifestarse y superponerse, el tema principal de la novela —bien sujeto por estos pivotes—, es el amor, la entrega absoluta como única posibilidad para romper lo inevitable.

Quizá por ello sea tan atractiva esta novela, quizá por todo ello sea imposible no dejar sus páginas una vez iniciada la lectura. Son temas eternos en la literatura, y son eternos porque a cualquier lector de cualquier época interesan estos asuntos relacionados con los miedos más ancestrales y los deseos más hondos, esos que mueven cada vida, todas las vidas.

lunes, 4 de febrero de 2013

No hay santo sin octava.


Hoy hará una semana que Quizá un martes de otoño fue presentado en el café literario Libertad 8 de Madrid.
Sin embargo hasta estos momentos he permanecido en silencio, no porque las cosas fueran mal o regular allí —más bien sucedió lo contrario—, sino porque quien de algún modo protagoniza el poemario, aunque esté oculta en la sombra y sea referencia de los versos, volvió a sufrir en su organismo otro martes terrible, no el de otoño que da título al libro, sino en pleno invierno.
Pero por suerte, y a pesar de estos días tan difíciles, la amistad toma el mando de las operaciones.
Fer es alguien muy especial para mí. Nada tiene que ver con el mundo de la poesía, pero tuvo el ánimo de presentarse en el café. No sólo él, sino su gran compañera, su cámara fotográfica, con la que plasma pedazos de su vida. Parte de estos instantes poco a poco, los va subiendo al blog que lleva: FdeGustín. Momentos fotográficos.
Aquí os dejo el enlace a la entrada que se ha convertido en un reportaje sobre aquella tarde que fue hermosa, muy hermosa, a pesar de que el filo de la navaja ya se abría siniestro. Y que tiene el valor añadido (al menos a mi modo de ver) de tratarse de la mirada ajena al mundillo poético. Es decir una mirada diferente de otras que puedan haberse producido, o se produzcan.
Aquí dejo también una de las fotografías de su reportaje: 

Un aspecto general de la sala con parte
de los asistentes al acto.

sábado, 26 de enero de 2013

Presentación en Segovia de "Quizá un martes de otoño"

ESTA MISMA ENTRADA APARECE EN EL BLOG QUIZÁ UN MARTES DE OTOÑO QUE PUEDE ENLAZARSE DESDE AQUÍ, O DESDE LA PROPIA CABECERA DE CUALQUIERA DE MIS BLOGS
Ahora que inicio estas líneas, ha amanecido un sábado indeciso, de azules tímidos y grises con indicios imperialistas. Ahora es sábado. Han pasado algo más de sesenta horas desde el momento mágico en que en la Biblioteca Pública de Segovia comenzó el acto de la presentación de Quizá un martes de otoño a cargo de Norberto García Hernanz cuyo texto íntegro tuvo la deferencia de facilitarme y permitir su reproducción, lo que ya está hecho en este enlace.
Fue el amigo Francisco Concepción desde Santa Cruz de Tenerife quien primero avisó sutilmente de lo que podría suceder en lo meteorológico, cuando compartió el anuncio de la fecha del acto en La Esfera Cultural con este título: Quizá un martes de otoño se presenta un miércoles de invierno”. Y es que ya desde el lunes el invierno en toda su crudeza y rigor hizo acto de presencia entre nosotros: la nieve, el frío, la lluvia, el viento convirtieron la jornada previa del martes y la del propio miércoles en días de visitas a las páginas web donde se prevé la evolución meteorológica. Esto, obviamente, me hubiese preocupado muy relativamente en caso de que los posibles asistentes a la puesta de largo de la criatura sólo fueran convecinos. Pero no era así. Aún no me explico muy bien las razones, pero sabía que se acercarían hasta aquí buenas amigas procedentes de diversos puntos de España, como ya sucedió en las otras dos ocasiones previas, cuando se presentó Versos como carne en marzo de 2011 y cuando hicimos lo propio en junio de aquel mismo año con la novela colectiva Oscurece en Edimburgo. Por suerte, ese experto general de frío y nieve no desplegó todo su arsenal, y la amplísima panoplia de armamento que dispone y las carreteras no fueron víctima de su ataque, por otra parte previsible, dadas las fechas del calendario.
Después de las horas previas compartiendo almuerzo, recuerdos e ilusiones con dos buenas amigas, aproximadamente a las seis menos cuarto de la tarde, llamaron al móvil desde el coche en que llegaba la editora Amelia Díez Benlliure acompañada por su mano derecha en la editorial Mónica Serra. Justo en ese momento la nieve hacía acto de presencia, nuevamente, en la ciudad, acaso para recomponer su vestimenta, ya que durante las horas previas se había deteriorado su albura.
Tras las correspondientes vueltas de reconocimiento a una urbe que ellas desconocían, llegaron junto al muro de la Biblioteca. Se podría decir que Urania Ediciones iniciaba en Segovia una especie de minigira que le ha llevado a Asturias en este fin de semana y el lunes remataremos (Eloy Sánchez, Marcelo Díez, Amelia y yo mismo) en Madrid en el Café Literario Libertad 8.
Nunca es fácil explicar qué se siente cuando uno abraza por primera vez a alguien que, sin embargo, ya conoce de hace algún tiempo, a través de este medio que llamamos Internet. No es la primera vez que me sucede (por suerte para nosotros hay un buen puñado de estos recuerdos en el corazón), pero nunca sé concretar con palabras esos instantes en que se corrobora de un vistazo y una sonrisa que todo lo que habías pensado o sentido respecto de esa persona es así. Es una novedad absoluta, pues nunca has estado personalmente junto a ellas, pero al mismo tiempo es una mera confirmación, como una rúbrica de pieles y miradas a una carta ya pasada a limpio, corregida y apenas con una o dos erratas que nadie ve.
Una vez instaladas en el hotel tan próximo, el frío, la nieve, el granizo y el viento se quedaron fuera, haciendo su particular recorrido por calles, plazas, atrios, torres y tejados. Recibí alguna llamada de amigos que no pudieron acercarse a última hora, porque los kilómetros que les separan de la ciudad se antojaban infranqueables a causa de esa repentina descarga furiosa de última hora que en los pueblos próximos a Segovia fue aún más intensa, según me confirmaron después algunos que, a pesar de todo, cruzaron esa intemperie.
Y repito, me refiero a estas inclemencias, porque a pesar de ellas, la sala de la Biblioteca destinada a este acto se llenó e incluso hubo que acercar alguna silla más. 
Aspecto de la sala
Abrió el acto Luis García Méndez, director de la Biblioteca Pública, quien, entre otras cosas comentó que este libro es el primero que se presenta en el histórico edificio.
Todo tiene su explicación, pues la Biblioteca no cuenta con un salón de actos y, por tanto, sus espacios no están preparados para este tipo de circunstancias, de hecho, hubo que modificar toda la sala para adaptarla a nuestra invasión. Y sin embargo, me da la impresión, de que no es ésta la única razón que hasta ahora ha impedido que aquí se presentara algún libro, tiempo y ocasiones ha habido para ello. Ni a mí —por no ir más lejos— se me ocurrió en los anteriores cinco casos esta opción; quiero decir que no hubo oportunidad a que alguien me negara por las razones que fueren la posibilidad, es que ni siquiera lo barajé. ¿Y, sin embargo, qué hay más obvio para presentar un libro que el lugar donde todos los libros esperan a ser leídos, donde se pueden encontrar aquellos volúmenes que en otro lugar son prácticamente imposibles de hallar, el lugar donde, como escribí en la dedicatoria del libro que allí quedó, aprendí que la literatura es emoción? Como sucedió cuando presenté Cuentos de Euritmia en la Casa Museo de Antonio Machado, sin buscarlo previamente, sin esfuerzo, encontré el mejor posible lugar para que este libro echara a caminar por su cuenta, con su vestido de tonos otoñales y cálidos —aunque no ardientes—, ya independiente de mi voluntad, ya autónomo para ser objeto de indiferencia, cariño o diatribas.
Junto a Amelia. Sonrientes.
A continuación Amelia Díez Benlliure, mi editora —qué bien suena decirlo y escribirlo—, explicó con brevedad, concisión y calidez el modo en que nos conocimos en este complejo mundillo de las letras en la Red, y contó lo fundamental de Urania Ediciones: su apuesta arriesgada, valiente y digna de encomio en estos tiempos, por la poesía y por la literatura infantil.
Y uno mientras escuchaba su voz, recordaba aquellas tardes silenciosas en que de vez en cuando leía alguno de sus poemas en su blog que había encontrado porque ambos coincidimos en el blog de un amigo común cubano que vive en Italia (y del que últimamente sabemos poco). Y aquellas otras tardes primaverales, pero de barahúnda poético-bloguera, donde casi al unísono empezamos a sentir vergüenza ajena por el espectáculo al que asistíamos. Y las noches de tertulia de poetas, del grupo Arando Versos en FB. Y esa tarde/noche, nada más entrar en el grupo, en que me propuso, para mi vergüenza, que le enviase tres o cuatro poemas y de este modo, formar parte de un libro colectivo y solidario llamado Arando Versos. Y todo iba encajando. Nada es porque sí. Nada es casual. Todo es causal. Todo, al final, acaba convirtiéndose en una cadena lleva de eslabones, y si uno falla, no existe la cadena. Y si Quizá un martes de otoño lucía en pie en la mesa en la que estábamos Amelia, Norberto y yo, era porque antes habían sucedido estas cosas. Y esa confianza que yo ya tenía con Amelia, me impulsó a enviar a un correo electrónico en el que adjuntaba la quinta lectura revisada del poemario, como respuesta a una petición suya, casi al anuncio de su locura. Nos había dicho, más o menos: “queridos aradores voy a crear mi propia editorial, si alguno de vosotros tiene alguna cosa y quiere…” Si, a pesar de los comentarios favorables de Isolda, Elvira y Paloma, yo no hubiera conocido a Amelia, quizá no lo hubiera hecho, pues, Quizá un martes de otoño es el libro más íntimo de cuantos he escrito. Y para mi sorpresa, emoción y sensación de vértigo, Amelia a los días me respondió al envío diciendo que si yo quería ella editaba el libro. Nunca se puede decir nada de cara al futuro, pero barrunto que será difícil que escriba uno tan en carne viva como éste, por eso cuando respondí que sí, que adelante, ella —ni nadie— sabía que por dentro albergaba esos sentimientos.
Con Norberto en los segundos previos al inicio del acto
Después llegamos al momento central de la velada. Norberto García Hernanz leyó el texto que había escrito y que ya ha sido publicado con su autorización por mí. Respecto de otros conocidos que he ido sumando a lo largo de estos años en Internet, Norberto cuenta con una ventaja apreciable: ambos vivimos en esta ciudad. Esto quiere decir que para el encuentro personal y compartir una charla cara a cara, no es necesario hacer el petate y recorrer un tramo más o menos largo de carretera. Aunque habíamos oído hablar el uno del otro, hasta que no organizó, a través de Internet, el I Día Internacional de la Poesía en Segovia, nuestras vidas no tuvieron ningún punto de encuentro. Él se dedicaba —y se dedica— a su actividad profesional como profesor de Matemáticas en uno de los institutos de la ciudad y a sus aficiones que tienen que ver con muchas ramas de lo humano: el ciclismo, la pintura, el canto coral, la montaña, la poesía… Norberto es un hombre inquieto y algo solitario, como uno. Recuerdo que cuando Amelia y yo empezamos a pensar en fechas concretas para este acto, sólo tuve que pensar en un nombre. Esta es mi suerte. Norberto dijo sí, sin más. Antes incluso de leer el libro, lo cual era asumir un riesgo por su parte. Pero de inmediato quedó subsanado ese pequeño problema. Mientras escuchaba sus palabras, que se pueden leer pues ya las he publicado, me daba cuenta de que el libro ya no es mío en exclusiva. Ya el lector va encontrado su propia lectura, su propio significado, su propio sentido.
Tras sus palabras —que no sé si merezco—, durante más de veinticinco minutos hablé sobre el libro, sobre el modo en que nació, sobre algunas cuestiones que ya he ido dejando esparcidas por estas líneas.
Firmando un ejemplar
Y dio tiempo a leer alguno de sus poemas, a pesar de que es difícil su selección porque, como está dicho, se trata (en el fondo) de un solo poema fraccionado por paso del tiempo, dividido por las señales horarias.
Por último y a pesar de la noche, a pesar del frío, todavía algunos amigos tuvieron la humorada de acercarse y comprar el libro y esperar un poco de turno, tampoco mucho, para que se lo firmase.
El libro ya está en las librerías, el libro ya camina hacia otros lugares alejados más o menos de esta ciudad donde nació como única posible respuesta a un dolor punzante y hondo, una sensación común para la inmensa mayoría de los mortales.
Uno no es distinto de nadie, ni especial. Sufre del mismo modo en que sufren cuantos han compartido, comparten o compartirán condición humana; pero tiene la costumbre de lanzar al exterior a través de la palabra escrita sus sentimientos.
En este caso, además, alguien, Amelia Díez Benlliure, ha considerado que mis versos, podían traspasar la frontera del archivo de mi ordenador.

La editora con la criatura, el día en que
salió de la imprenta