Ricardo detiene su primer penalti, a Gerrad.
Foto El Mundo digital
Sábado, 1 de julio de 2006. La mirada oscura del arquero taladra las pupilas del delantero, ese hombre, ese inglés fornido que acaba de saltar a la cancha hace apenas diez minutos, sólo para eso, para ese instante en teoría decisivo: meterle un gol de penalti a la selección portuguesa que les lleve a la semifinal de los Mundiales. La mirada oscura del arquero luso es una mirada como de carbón que hierve, pero, tiene la paradójica virtud de transmitir calma y seguridad interna. Quien ose colocar sus pupilas enfrentadas a las suyas acabará por caer rendido a sus pies, casi muerto de miedo. Si fuera admisible la paradoja, se podría afirmar que lo que siente el delantero, es que aquella mirada lo puede matar a uno con su frío ardiente…
El delantero inglés ha cometido uno de los peores errores de su vida, uno de esos fallos que nunca confesará a nadie, pero que le atormentará toda su vida…
Pudiera ser, quizá, que en alguna noche londinense de niebla y frío, de humedad que se cuele hasta los huesos, algo ebrio de cerveza negra, una noche ya muy alejada en el tiempo de aquel tórrido primero de julio de 2006, cuando, hacia las siete de la tarde, ocurrió lo inevitable, le cuente a algún contertulio indiferente o, una vez más, a su conciencia saturada de la misma historia, todo lo que le ocurrió, o al menos cómo lo recuerda él…
‘El cabrón del seleccionador me sacó en la segunda parte de la prórroga, cuando no se podía hacer nada. Yo llevaba corriendo por la banda casi toda la prórroga y maldecía su estirpe. Mis compañeros necesitaban alguien de refresco y no terminaba de decidirse el sueco ése. Le miraba a lo lejos y él a lo suyo, que nunca se sabía muy bien qué era. Jugábamos con uno menos, y los portugueses, como perros furiosos, no hacían más que mordernos en los tobillos. Cuando salté al campo rugían los hinchas; aún parecía posible, incluso era posible que nos ahorráramos los malditos penaltis, porque a pesar de ser diez, de vez en cuando hicimos que temblaran. Pero no pudo ser, todo fue inútil…’
Su mirada turbia de cerveza negra se perderá por la lejanía del recuerdo. Detendrá el relato en ese momento, rebuscando las palabras que puedan hacer entender, aunque sea de modo torpe, los minutos aquellos que transcurrieron desde que el argentino de apellido vasco pitó el final de la prórroga hasta que le llegó la hora de chutar aquel penalti. Le será muy difícil que le comprendan, porque ni él mismo se comprende. Llevaba en el terreno de juego poco más de diez minutos y se sentía fatigado, casi asfixiado, como si llevara corriendo los ciento veinte minutos del maldito partido. Le habían sacado para eso; no es que el seleccionador se lo dijera así de claro, pero era tan evidente, que no se sorprendió cuando descubrió que su nombre estaba en la lista de los cinco elegidos para chutar.
‘Al principio, quiero decir, cuando empezamos a tirar a puerta, no estaba nervioso; pero me sentía cansado. Nuestro primer disparo lo atajó el portero portugués y se nos cayó el mundo encima y comenzamos a ver fantasmas revoloteando por encima de nuestras cabeza, los fantasmas de siempre, esos viejos fantasmas que nos persiguen y nos torturan, porque un par de años atrás, también esos bastardos nos eliminaron por penaltis en la Eurocopa. Y lo peor es que ellos habían marcado su primer chut. Gracias al cielo, el siguiente lo mandaron al poste y el nuestro fue adentro, aunque su portero lo llegó a tocar, como siempre, siempre tocaba el balón. Joder, ese portero parecía que había nacido para parar penaltis’.
Volverá a callar, envuelto en una nube melancólica que torna las imágenes de su cerebro en endebles recuerdos muy decolorados, casi de color sepia. Tragará saliva que le sabrá amarga, con el amargor de la cerveza negra que combina tan bien con el recuerdo agraz que le atormenta. No contará que el camino hacia el punto de penalti fue el peor paseo de su vida: unos cuarenta metros eternos, que estaban sembrados de minas invisibles y envueltos por la tenue brisa (invisible para la humanidad) que agitaban los fantasmas con sus estridentes risotadas, inaudibles para el mundo. Mientras se acercaba hacia el área, veía que el portero luso, vestido de gris, como si llevara una antigua armadura de antiguo caballero medieval, se agigantaba o es que la portería se hacía más chica, o ambas cosas al tiempo. Intuyó que la única posibilidad para meter dentro la bola era no mirar, ni tan siquiera de soslayo, la mirada del portugués vestido con una armadura gris.
‘Sí, sabía que si lo miraba me acabaría por quemar. Me decía durante todo el tiempo: No lo mires, no lo mires, no lo mires. Llegué donde el árbitro. Me dio el balón, lo coloqué en el punto de penalti y me di la vuelta. No retrocedí mirando a puerta, me volví, sabía que no podía mirarle. Sentía que su mirada sería como la de esas serpientes de la India que dicen que hipnotizan’.
Volverá a callar. Quizá callará durante más tiempo, varios minutos, lo que no importará en absoluto ni a su interlocutor, que no está prestando excesiva atención a la noticia, o a su conciencia, un poco aburrida con la historia tantas veces repetida.
Todavía, tantos años después, no comprende cómo le sucedió, qué ocurrió en su cabeza para cometer esa torpeza. Lo cierto es que ningún compañero se lo echó en cara, tampoco el entrenador sueco. De los hinchas no le importaba la opinión, de ellos sólo quería los ánimos, y esos los habían tenido para rebosar de orgullo durante el partido. Pero él no se ha dejado de atormentar con la escena.
‘En cuanto llegué al borde del área, como un resorte, di media vuelta, me volví hacia la portería, corrí hacia el balón y chuté hacia donde había decidido, el lado izquierdo del portero, fuerte, ajustado al palo, un poco más alto que a media altura, pero sin arriesgarme a que pudiera dar en el larguero.
Gol.
Iba a celebrarlo, pero, mierda, me di cuenta en esa milésima de segundo de que el arquero no se había movido, como si se hubiera convertido en una estatua y me miraba imperturbable con un rastro de sonrisa como de diablo; y justo entonces comprendí mi torpeza: el árbitro no había tocado el silbato, así que mi disparo no había servido de nada, es como si no lo hubiera lanzado… No había existido’.
Cuando le devolvieron la bola, ya sabía que todo sería inútil. Ya sabía, incluso, que aquel error sería definitivo para su selección. Además, desde el momento en que la pelota traspasó a deshora la línea de meta, el portero no había dejado de mirarlo, y, definitivamente descubrió aterrorizado que no había hueco en los once metros de la portería. En efecto, Ricardo, el portero portugués parecía un armario de tres cuerpos y la portería una de esas de mini fútbol, de las que se usan en los entrenamientos para afinar la puntería. Hasta un niño le pararía el penalti sin esfuerzo, incluso sin moverse.
‘Mientras sentía su mirada impasible pensé por dónde tirárselo. Y sabía que eligiera lo que eligiera me iba a equivocar. Si chutaba a su izquierda, como la primera vez, lo adivinaría, si lo ajustaba a los palos se me iría o lo mandaría al poste, como ya habían hecho ellos en una ocasión. Si lo mandaba a su derecha él pensaría que yo estaba pensando mandarlo allí. Así que cuando el argentino silbó, no lo pensé y fue a su derecha. Desde que salió de mi bota supe que lo detendría. Se lanzó hacia ese lado impulsado por una catapulta que escondía milagrosamente en las plantas de los pies, extendió su brazo derecho que me pareció una gigantesca pala de hierro que trató el balón como si fuera una pequeña bolita de pimpón. Y el mundo se me vino abajo. Dejé de escuchar todo lo demás. Desde entonces casi no escucho nada, para ser sinceros’.
Pero el delantero, acaso demasiado abrumado por su torpeza, no contará que no fue el último penalti de su selección que todavía hubo otro, que también detuvo el portero, y que los lusos marcaron otros dos, así que no hubo opción a un quinto lanzamiento, cuatro fueron suficientes para certificar la eliminación, que no la derrota, lo cual, bien mirado, duele más, mucho más, porque tal cuestión tiene un tufo de injusticia, un hedor a fatalismo que desmaya las conciencias.
Tampoco contará que antes, durante la prórroga, los hinchas ingleses habían sido el verdadero jugador número doce, mejor dicho el número once, pues jugaban los ingleses con uno menos, entonando, como si aquel estadio alemán fuera una inmensa catedral, el himno inglés al menos tres o cuatro veces. ¿Cómo aguantaron los portugueses tal acometida de la masa? Tampoco dirá que antes de eso, nada más comenzar la segunda parte, su delantero centro, aquel pequeño toro al que le hervía la sangre en la cabeza demasiado pronto, había aplastado de un pisotón inexplicable los testículos del central portugués en una jugada absurda en el centro del campo y que el árbitro lo tuvo que expulsar, ¿qué otra cosa podría haber hecho el árbitro? Al principio, desde el banquillo, no lo habían visto y pensaron que el colegiado había enloquecido, al fin y al cabo era argentino, y ya es sabido que entre argentinos e ingleses existen varios contenciosos históricos, no sólo futbolísticos para decirlo todo; pero en cuanto vieron la repetición en aquellas pantallas gigantescas, que como ojos divinos lo descubrían y lo mostraban todo, tuvieron que callarse; nadie en su sano juicio podría reprender al extremo izquierdo portugués, aquel joven inauditamente descarado que era compañero de equipo del delantero centro inglés, porque se fuera como una bala hacia el árbitro pidiéndole a gritos que sacase la tarjeta roja. A pesar de la tormenta que organizaron los periodistas con tal asunto, tenía razón el rubio chaval portugués… Ni contará tampoco que tras esa expulsión, fueron más leones que nunca y que estuvieron a punto de darles un disgusto a los portugueses, que habían jugado mejor que ellos, sí, pero que tampoco habían sido tan superiores. Ni dirá que los portugueses, en esa segunda parte y en la prórroga, les encerraron en su área, pero, en realidad, no llegaron a temer por el resultado, era como si los lusos no pudieran marcar ningún gol aquel día, ni aunque todos los ingleses, en vez de moverse al unísono, como un ballet, de izquierda a derecha del área para evitar que apareciese un hueco en la defensa, se sentaran en el césped tal que estuvieran celebrando un picnic sobre el manto verde del estadio. Ni contará tampoco que, un poco antes de la expulsión, sintió que todo se iba por la borda, cuando el icono de la selección, su capitán hasta aquel día, David Beckham, hubo de ser sustituido por lesión en el tobillo derecho, aunque, paradójicamente, la selección a partir de ahí, jugó más vertical, más rápida, más profunda, gracias al joven extremo derecho que penetraba por aquel costado del campo como si tuviera un motor especial para correr y correr. Tampoco contará que, en apariencia, esa desventaja psicológica se equilibró cuando el sustituido fue la imagen de la selección portuguesa, cuando los lusos cambiaron a su capitán, a Figo. Ni dirá tampoco que en la primera parte jugaron mal, rematadamente mal. Como lo hicieron los portugueses, dicho sea de paso, como lo llevaban haciendo todo el Mundial, con más aspecto de arrastrarse por los campos que de jugar al fútbol, incapaces de nada, de casi nada.
No contará tampoco que, a pesar de todo, no olvidará aquella tarde del uno de julio de 2006, cuando, antes de comenzar el partido, abrazado a sus compañeros en el banquillo, cantaba el ‘God save the Queen’, aupándose hacia la gloria montado sobre las voces de los millares de ingleses que cantaban lo mismo y al unísono, con toda la ilusión prendida en las retinas que taladraban el cielo de Alemania.
‘Joder’, dirá, mientras deja el vaso de cerveza negra sobre la mesa, ‘Mierda, durante aquel par de minutos creí que los venceríamos, esos locos que se habían gastado tanta pasta, no se merecieron aquello. No, joder, no se lo merecieron. Y fui yo quien miró al portero, fui yo quien destrocé tantos sueños, mierda’.
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Este texto forma parte de mi libro, inédito, Azul de ocaso, basado en el Mundial de Alemania 2006 y que también integra mi diario de aquel año: La palabra de cada día 2006. El jardín de la memoria.
Ya que ha comenzado el Mundial de Sudáfrica 2010 he querido hacer una incursión en el ámbito futbolero. Espero que los no aficionados me lo perdonéis.
Gracias a uno de los comentarios de Gaspard en la entrada anterior, he recordado este instante.
El protagonista, real, del penalti fallado es Carragher.