
Como les tenía medio prometido, si es que ustedes me lo permiten, este escribidor quiere relatarles algunos de los aspectos de la despensa y del trajín en la cocina durante el proceso de escritura de La carta.
Como ya insinué en alguna respuesta a alguno de sus amables y enriquecedores comentarios que sostienen y alimentan este espacio, la mera arquitectura formal del texto nace tras la conclusión de la lectura El amor en los tiempos del cólera.
Repito, reitero, subrayo, enfatizo...: sólo su apariencia formal.
Me explicaré.
Me deslumbró la fluidez absolutamente líquida (y esta redundancia se hace imprescindible) del texto de García Márquez. Entraba en la historia hechizado por ese vaivén tranquilo del oleaje sereno del océano sobre las arenas de la playa en un día apacible de estío y sol. Cada párrafo (y esa es la estructura fundamental de la novela del colombiano, a mi modo de ver) es una ola que llegaba a mi entendimiento y dejaba su humedad sobre él, como si yo anduviera por el litoral. Y cada ola entraba, salía, volvía a entrar, cuando otra había salido... No había posible confusión en el texto del Nóbel entre el pasado y el presente, por más que la única separación entre uno y otro fuera un punto y aparte. Y menos posibilidad de error con los personajes, con los tres fundamentales de la historia.
Se le figuró a este escribidor toda la historia, como un solo mar, como una unidad indivisible que sólo al llegar a la orilla parecía individualizarse o fragmentarse en una ola y otra y otra y otra y...
Hechizado, repito, por semejante mecer, decidí escribir un relato que no iba a ser muy largo (hablo de la primera intención), en el que intentaría construir una historia sencilla procurando un vaivén que se asemejara, aunque fuera de lejos, procurando, digo, que ese vaivén de tiempos (pasado y presente) tuviera una única estructura separadora o aclaratoria para el lector: el párrafo, esa minúscula señal llamada punto.
Se me presentó en la imaginación (y ahí está la primera frase de la narración que lo atestigua) una carta, casi olvidada sobre una mesa de metacrilato en el salón de la casa de un hombre cuya vida personal era un profundo silencio originado por un pasado, por un instante de un pasado, para ser precisos, traumático, y que, sin embargo en su vida profesional había alcanzado cierto renombre, al menos en los ámbitos de la administración de Justicia.
Tenía que haber un momento brutal en la infancia de esa persona que le había convertido en ese ser anodino y plano en lo particular. Como todo escritor que se topa con una historia y con un personaje, a este escribidor no le quedaba más remedio que zambullirse en la memoria de Luis Prieto Enciso, y una vez en su interior se encontró con la pelota, con el atropello, con la muerte del padre, con el dolor irremediable y eterno de la madre...
Con estos mimbres en exclusiva, quiero decir, desconociendo todo lo demás, publiqué la primera parte que tuvo una acogida muy calurosa por su parte. Hice un primer cálculo (por suerte mudo): además de la carta, quizá me hicieran falta unos tres o cuatro capítulos más para completar la historia. En total, pues, cinco o seis capítulos incluyendo la misiva.
A la semana siguiente escribí y publiqué la segunda entrega, y me di cuenta de inmediato de dos cosas: había errado en los cálculos, pues era imposible con el ritmo impuesto a las letras del relato, narrar los hitos más importantes de la vida de nuestro ayudante del fiscal, en tan corto espacio, porque, y esto es lo segundo que descubrí, la carta tenía que ser la explicación de toda su vida: quiero decir, de las decisiones que habría ido tomando a lo largo de la vida de Luis, de los acontecimientos más o menos trascendentes que le hubieran sucedido.
Sólo al publicar el tercer capítulo dudé. Mejor dicho, me sentí perdido: si no conocía el contenido de la carta, era imposible que pudiera adentrarme en los pensamientos de Luis Prieto durante las pocas horas 'reales' que ocupan el tiempo narrativo.
El comentario de uno de ustedes (AVATAR, nuevamente gracias), fue como un empujón que me hacía falta. Este relato había que escribirlo seguido, y primero tenía que escribir su colofón, la carta.
Y eso es lo que hice.
Aproveché un fin de semana (que es la única posibilidad más o menos real -en verdad poco real- que tengo de escribir con algo más de tiempo a mi disposición) en que mi casa se convirtió en un lugar de retiro, pues mis hijas y Marián se fueron, y escribí. Escribí como hacía mucho tiempo no escribía.
Aproveché un descuido de Luis, la tomé de la mesa, la leí... y la copié. Y era terrible, como han comprobado ustedes el viernes pasado. No era de extrañar, por tanto, que Luis durante aquella tarde de viernes en que recibe la carta de Eladio y la lee, estuviera sumido en una especie de terremoto emocional, ni que su vida hubiera sido tan anodina.
Acababa de leer algo que convertía su vida en un guiñapo, en una historia de guiñol. Tanto sufrimiento. Tanto dolor, cuando era posible que su padre fuera infiel a su madre, sin que ésta lo sospechara. ¿Se merecía la muerte del padre el duelo de una vida? ¿Se merecía que él mismo hubiera transitado por aquel complejo de culpa que le había marcado durante toda su vida? ¿Y, a la postre, qué había sido de su vida, la real, la que importa..., no sólo la profesional, por muy brillante que haya sido?
Se dice, lo dice Javier Marías (a quien este escribidor se lo escuchó en persona), que hay dos tipos de escritores: los que escriben con mapa y los que escribimos con brújula. (Creo que ahora estamos descubriendo o inventando a otro tipo, los que vamos a la aventura y casi a ciegas, pero de eso hablaré mañana o pasado mañana).
Quien escribe con mapa no sólo sabe a dónde va, sino por dónde ha de ir, porque ha seleccionado previamente la ruta, el medio de transporte, los lugares donde se hospedará. En fin todo. Como debe ser. La mayoría de los escritores lo hacen de este modo y quizá convenga que así sea. Quienes lo hacemos con brújula, sólo sabemos hacia dónde vamos, a veces ni siquiera conocemos el punto exacto del destino, sino que sabemos, más o menos, la zona en la que concluirá el periplo.
Supongo que ninguno de los dos métodos es mejor que el otro. Probablemente tenga más que ver con el modo de ser y el grado de impaciencia de cada escritor. Yo diría que quienes escribimos sólo con la brújula como orientación nos divertimos más, pero quizá somos menos eficaces y necesitamos más tiempo, que ahora se reduce bastante con el invento de estas máquinas infernales que permiten avanzar y retroceder sobre el texto sin que éste acabe semejando un campo de batalla de indios con flechas en todas las direcciones, y pequeños asteriscos o números que señalan a un lugar remoto del fajo de folios sobre el que escribimos.
En el caso de La Carta, digo, he escrito con brújula, pero conocía muy bien el punto preciso del destino, con lo que todo se ha facilitado enormemente... Se podría decir que La Carta se ha escrito con brújula y con plano de situación. Sólo era dejarse llevar por la placidez del ritmo establecido, y contemplar con tal cadencia el recorrido vital de nuestro héroe, ese camino que le había llevado a ser como una especie de iceberg desconocido para todos, excepto para nosotros... Sólo se sabía de su vida que, después de un brillante expediente académico, había llegado muy arriba en su profesión. Sin embargo, todo el mundo que ha oído hablar de él en Euritmia, sabe que es una persona muy tímida, (hasta lo enfermizo), solitaria y aburrida. Un hombre que a pesar de sus años, no es que siga soltero, sino que se le desconoce cualquier aventura amorosa. En el mejor de los casos, quizá algún euritmitense de su barrio de la infancia, aún recuerde vagamente aquel accidente que llegó a merecer un suelto en el Diario de Euritmia.
Sólo albergué otra duda durante el proceso de escritura. Cuando terminé de redactar la carta que Eladio le dirige a Luis, pensé la posibilidad de intercalarla en el cuerpo de la narración, intercalando los párrafos sobre el desarrollo de los recuerdos del protagonista, quizá como notas a pie de página...
Pero no me convenció ninguna opción. Ya no era posible por una mera cuestión formal, de estructura narrativa, de ritmo o melodía, si lo prefieren. Pienso que se habría roto el ritmo, que para mí, en este caso, era tan importante, ese son interno que creo está en este relato y que fue escrito, a pesar de que su publicación no ha sido de ese modo, para leerse de seguido, sin interrupciones, pues en verdad sólo tiene dos capítulos: todo la historia y la carta, propiamente dicha.
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* Aunque sea casi dos años después, este artículo se lo quiero dedicar a Félix Arranz, de Segovia, condiscípulo y amigo de este escribidor, que falleció bien joven a causa de un tumor. Siempre que me veía, me decía que uno de los libros que más le habían gustado de toda su vida era El amor en los tiempos del cólera. Hasta que no lo he leído no he comprendido sus razones. Im memoriam.