
Primera parte, aquí
Porque lo primero que vieron sus ojos, una vez que se acostumbraron a la claridad del día de primavera, fue el color negro, no sólo de las ropas de su madre, sino de su mirada, lo que le impactó más que otra cosa, porque hasta ese día su madre había repartido luz de esmeraldas desde sus ojos. A pesar de los muchos gritos con que adornaba las órdenes que dictaba tanto a él, como a su hermano Gabriel, lo normal es que la sonrisa materna presidiera cada gesto, cada frase, cada mirada, cada silencio. Sin embargo, como si siempre hubiera sabido que algo horrible ocurriría alguna vez en ese momento de la jornada, a la hora de la comida del mediodía solía ponerse nerviosa. Siempre había alguna circunstancia imprevista que mordía su impaciencia con afilados incisivos y despertaba en ella esa ansiedad o nerviosismo al que se habían habituado, pues sabían que era algo pasajero, como una tormenta de verano que igual que surge se acaba, casi de improviso. Así ella, en cuanto que estaban todos a la mesa, los cuatro, se tranquilizaba y volvía a repartir luz de pradera a su alrededor.
Quizá la culpa de aquella tensión desmedida en el ánimo de Laura Enciso, pensó el ayudante del fiscal, la tenía el trabajo de su padre. Mientras recordaba, no se decidía a desdoblar la carta, que no parecía muy extensa, escrita por una caligrafía abigarrada y poco atractiva a primera vista. Si don Luis, como le llamaban todos en el pueblo, no hubiera tenido que volver cada tarde a su puesto de trabajo, casi con la boca disfrutando del último bocado, lo más probable es que su madre no hubiera sido tan rigurosa con que estuviera dispuesta la mesa antes de que él asomara por la puerta. Esa exigencia suya, que sólo desaparecía los domingos y fiestas de guardar, era la que provocaba la explosión tormentosa en el carácter materno.
Pero al descubrir a la séptima mañana después del accidente, aunque cuando Luisito despertó no podía precisar el tiempo transcurrido desde que su cabeza se golpeó contra los adoquines, que la mirada de luz verde transmitía la misma frialdad que la hiedra o el musgo, comprendió que algo muy serio había pasado. A sus ochos años era imposible que determinara con alguna precisión por qué tuvo aquella intuición. Acaso el miedo. Un miedo que se emparentaba con la desolación. A pesar de que aquel rostro que veía era inconfundible, ni más ni menos que el de su madre, le resultaba una cara desconocida, como una máscara de hielo… No lo supo decir en aquel momento, pero llegó a la conclusión de que se trataba de la efigie de su madre a la que le habían extirpado de cuajo la vida. Se movían sus labios, pero lo hacían como dirigidos desde un lejano control remoto. Procuró sonreírle cuando sus ojos, por fin, descerrajaron el portón pesadísimo en que se habían tornado sus párpados durante tantos días y tantas noches, pero aquella mueca le asustó más que le reconfortó. Y pensó vagamente en aquellos seres que había visto en alguna película de la televisión que emergían de las tumbas y caminaban por desérticas ciudades aterrorizadas. Y sin poderlo explicar tampoco, la mañana en que abrió los ojos comprendió que su vuelta al presente, no aliviaba el tremendo dolor que había tornado la luz de esmeralda en sombra de hiedra.
Dejó la carta sobre la mesa del salón. Se encontraba un poco aturdido. Demasiados recuerdos agolpados sobre sus pensamientos sobrecargados, demasiado pasado cayendo con todo su peso de odio y tristeza sobre su ánimo. Se desanudó la corbata de rayas diagonales rosas, malvas, plateadas y negras que combinaba con la camisa rosa, y fue a por un vaso al que introdujo un par de hielos. Abrió el mueble bar y sirvió una generosa dosis del güisqui que sólo reservaba para ciertos momentos. Necesitaba por todos los medios espantar, sino los recuerdos, al menos el halo de tristeza y dolor con el que estaban envueltos y que tenían cierta condición de sustancia líquida, al menos fluida o viscosa, pues acababan por cruzar el tiempo, aquellos treinta y tantos años, y habían aflorado en el presente y empapándole el ánimo de hoy con esa aroma fétido de la tristeza y la podredumbre.
El rostro de su madre se abalanzó sobre el suyo y más que besarlo lo empapó con el llanto de unas lágrimas desaforadas que no eran de alegría. No supo qué preguntar, tampoco hubiera podido pues con la cabeza de su madre aplastándole la suya difícilmente podría articular palabra, pero ya sabía que algo tremendo había pasado. Instintivamente movió las piernas. Por alguna razón, quizá cierta intuición, supuso que el accidente podría haberle dejado paralítico, pero al darse cuenta de que no era así, empezó a sentir en el estómago el horror a lo desconocido. Con tan pocos años era difícil matizar, pero se dio cuenta de que él estaba bien, o no estaba muy mal y de que su madre, aunque se alegraba de verle al fin despierto, sufría por algo, y ese algo era más fuerte que su recuperación. Por tanto, y esto Luisito lo adivinó con absoluta certeza, lo que había ocurrido era tan grave como su propia muerte. Y no supo qué pensar, pero tampoco supo qué preguntar. O sí lo supo, pero la pregunta le asustaba tanto como tirarse por un precipicio, así que decidió esperar.
Mientras movía el güisqui y escuchaba el tintineo del hielo sobre el vidrio del vaso, miraba la carta que le gritaba sobre la mesa de metacrilato del salón. Y sintió que aquella mirada era muy parecida a la que le lanzó a su madre cuando, por fin, despegó su rostro enlagrimado* de su cara.
— No, cariño, tú no tuviste nada que ver.
Luis recuerda que esa frase fue la que le abrió el portón de la culpa. Desde entonces supo que su madre lo acusaba (y probablemente lo acusaría durante toda la eternidad) de ser el causante de algo terrible. No hacía falta ser muy inteligente para saber que se refería al accidente que no recordaba. Con ocho años era difícil enfrentarse a un adulto que lloraba sin pausa y decía aquello. Mucho más si ese adulto era la propia madre. Así que permaneció en silencio, incapaz de preguntar qué había pasado, o por qué no se alegraba mucho de que despertara, o por qué decía aquellas cosas, y sobre todo, por qué lloraba de ese modo, por qué de sus ojos sólo brotaban lágrimas oscuras.
Aquella noche Luisito no durmió. Los médicos no dieron importancia al asunto, puesto que después de una semana de inconsciencia puede ser explicable la falta de sueño, o una alteración en su ritmo habitual, pero a ellos tampoco les dijo que, en realidad, estaba muy asustado con lo que le había dicho su madre y necesitaba desentrañar la madeja de sus recuerdos para ver si recordaba alguna circunstancia de aquel golpe que le había llevado al hospital. Se pasó toda la madrugada intentando reconstruir la escena, buscando con desesperación obsesiva aquello de lo que, según su madre, era inocente, y que, sin embargo, le producía semejante dolor a Laura Enciso.
Al cabo de unas horas, con una cefalea terrible, resumió sus conclusiones en una pregunta. En realidad fue una distracción de sus pensamientos que se acababan irremediablemente en el bote artero de la pelota de colores y en una especie de sombra blanca que ascendía por la calle. Las imágenes en su memoria eran incapaces de avanzar de ese instante, como si la cinta de la película se hubiera atorado en ese momento. Y en un descuido del cerebro se le coló la pregunta, como un vendaval de aire congelado que mata las flores, como una respuesta que en realidad es el filo de una espada.
— ¿Por qué no ha venido papá?
Sabía que no había nadie en la habitación, pero tuvo que escuchárselo decir a sí mismo en voz alta, para que la pregunta no fuera un cañonazo interior que le reventara los oídos y las ganas de vivir. Aunque su padre salía tarde del trabajo como secretario y contable en la fábrica de don Samuel Roquedal y Villafresno, nunca lo hacía después de la puesta del sol. Luisito no sabía a la hora en que se había despertado, y por tanto no sabía si su padre estaría en el trabajo. Pero cuando su madre se tuvo que marchar, ya era de noche, y su padre no había ido a verlo ni un sólo minuto.
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* Enlagrimar... Esta palabra no existe en el diccionario. Se me apareció durante la redacción de Gorrión de invierno, una de mis novelas inéditas, y me parece tan expresiva que por ello la uso. Digamos que sería un vocablo análogo otros como empedrar, enladrillar, encalar, enlucir, etcétera. Por tanto, ‘enlagrimar’ podría definirse, más o menos de este modo: Acción o efecto de cubrirse el rostro con abundancia de lágrimas.