viernes, 19 de mayo de 2023

Cien años de distancia, misma intensidad (En el Pinarillo un siglo más tarde)

Acabábamos el acto, objeto de esta entrada, cuando César (que merecería un relato por sí mismo, como podéis escuchar aquí) nos acercó a los que por allí quedábamos una reproducción de la primera página del número 421 de El Adelantado de Segovia publicado el 19 de mayo de 1923. 

Transcribo aquí las primeras líneas de la crónica sin firma:
Reproducción de El Adelantado de Segovia
 de 19 de mayo de 1923
(Obsequio de la librería El Torreón de Rueda)
LA FIESTA DE AYER EN EL PINARILLO
OFRENDA ADMIRATIVA AL POETA ANTONIO MACHADO
LOS POETAS JÓVENES A UN MAESTRO

Hacía tiempo que los más distinguidos poetas de la Corte querían testimoniar a su maestro, el insigne Antonio Machado que honra a Segovia residiendo en ella y sienten por sus brillantísimo trabajos literarios de fama mundial, viniendo a visitarle y honrándose, comiendo en su grata y amenísima compañía

Estos hermosos días de primavera que aquí disfrutamos eran los más a propósito para esa excursión y ayer fue el designado para efectuarla, trasladándose a nuestra ciudad en caravana artística desde Madrid algunos de los discípulos más incondicionales del ilustre y sublime homérida, y otros que siguen atentamente con verdadera devoción sus triunfos artísticos extraordinariamente grandiosos

Perspectiva de los asistentes al Homenaje de 2023, escuchando a Carlos Álvaro.
©
Miguel Ángel Fernández El Adelantado de Segovia 19 de mayo de 2023

Pues bien, ayer mismo, justo cumplido un siglo cabal de tal fecha, la Real Academia de San Quirce había organizado un homenaje a don Antonio aprovechando el centenario. Y para este acto Juan Antonio del Barrio me había pedido mi colaboración. A los pocos días nos envió una imagen del cartel y un texto en que se explicaba un poco más pormenorizadamente en qué consistiría el acto y añadía como colofón su sentido último que no me resisto a transcribir aquí:

Imagen del cartel
Conscientes del valor de la poesía, como lenguaje insobornable e instrumento de conocimiento, y por su capacidad de placer estético, la Academia de San Quirce propone este acto poético. La reunión de 1923 se produjo como reconocimiento al maestro y gratitud por su trayectoria poética. Pero es interesante recordar que fueron los poetas jóvenes quienes propusieron este homenaje al maestro. Independientemente de que algunos de ellos ya estuvieran caminando por tendencias estéticas próximas al vanguardismo, superadoras del Modernismo, desearon y necesitaron dialogar con el veterano Machado y expresarle su admiración. A Bacarisse se unieron, desde Madrid, Pedro Salinas, Fernández Ardavín, Juan Chabás y el filósofo y escritor Romero Flores. Ya en Segovia acudieron José Rodao, Gabriel J. de Cáceres, Santos Blanch, Fernando Arranz y algunos hombres más, profesores, tertulianos, intelectuales, amigos..., hasta ser aproximadamente unos 25 o 30. 
La poesía, y la cultura en general, crecen con diálogos serenos entre personas de distintas disciplinas, tendencias, pensamientos y generaciones. Reconocer el valor de cada poeta y de cada idea es una señal de humildad y de bonhomía. Don Antonio Machado, que entonces estaba en plena elaboración de su libro Nuevas Canciones y en ejercicio maduro de su actividad docente, escribió, en carta a Bacarisse el día siguiente al homenaje:
"Nunca me he sentido ni más feliz ni más acompañado ni más hondamente satisfecho que entre ustedes". 
Queremos evocar la profunda cordialidad de los versos de Machado a la luz del atardecer segoviano, para celebrar que la poesía sigue siendo palabra verdadera, belleza y pensamiento auténticos.

A pesar del frío (una de las diferencias más evidentes respecto de lo que sucedió hace cien años, según corroboran varias fuentes), allí nos congregamos un grupo de personas amantes de la obra y la vida del poeta hispalense. Tras la presentación general del acto que corrió a cargo de Juan Antonio (conocido por Juancho en toda Segovia) que dio el tono general a todo lo que sucedió: distensión, sencillez, emoción, y antes de que los escritores invitados a participar con sus textos y/o testimonios personales, tomásemos la palabra, el periodista de El Norte de Castilla y académico de San Quirce, Carlos Álvaro, nos deleitó con una crónica de las suyas, donde relató con la precisión habitual cómo se gestó el almuerzo homenaje, qué repercusión tuvo, quiénes acudieron y quiénes no. Es decir, puso en contexto al público asistente acerca de lo que allí íbamos a conmemorar. Nos contó todo aquello en unos pocos minutillos y citó, que yo recuerde ahora mismo, tres o cuatro periódicos de aquellos días de hace 100 años. Hasta supimos que el almuerzo de hace un siglo consistió en cordero asado al estilo de Sepúlveda y arroz con leche. Estoy seguro de que sin esa intervención suya, nada de lo que después se escuchó habría sonado del mismo modo ni habría tenido el mismo sentido. 


El periodista y académico Carlos Álvaro, con un folio en la mano, lee su crónica.
©
Antonio Tanarro El Norte de Castilla 19 de mayo de 2023

A continuación, fuimos tomando la palabra cada uno de los escritores invitados. Unos y otras, en todos los casos, y antes de cualquier cosa (en mi caso fue lo único), contamos por qué don Antonio es tan importante para nuestra obra (supongo que también de alguna forma para nuestra vida). Y es que en esta ciudad, como ya sé desde hace tiempo y pude volver a confirmar ayer, el influjo de Machado tiene mucho que ver con la huella que dejó en tantos su bonhomía. Abundan los segovianos que pueden referirse a él con anécdotas o comentarios procedente de algún antepasado que tuvo algún contacto con él, en el aula, en la calle, en el café. Por eso (esto es teoría personal sin base alguna), la prohibición que el Franquismo hizo de citar su obra fue bastante menos eficaz en nuestra tierra. Doce años, si uno no se encierra, dan para mucho, desde luego. 

No dispongo de los textos ni de la autorización de sus autores para poder recogerlos aquí, así que me limito a dejar testimonio de su intervención.

Carmen Truchado, maestra y poeta, abrió la ronda de intervenciones. Después de testimoniarnos el constante estudio y lectura de la obra de Machado, recitó un poema de su nuevo libro que está a punto, según nos anunció, de llegar a las librerías. Se trata de una obra que recoge sus glosas sobre la obra de don Antonio.

David Hernández Sevillano, poeta de hondo verso que ha recibido premios notables, como podéis comprobar, nos reveló algunas de sus reflexiones inducidas por la poesía de don Antonio de quien dijo fue el primer poeta a quien quiso plagiar y después nos leyó un poema de su libro El reloj de Mallory donde reflexiona sobre la distancia entre los cuerpos, sobre el amor, sobre el poeta y el poema.

Ignacio Sanz escritor sobradamente contrastado y conocido, a quien he tenido el gusto y el honor de editar un par de veces (María, ojos de lechuza y La sombra del pantano), nos regaló un relato breve en que resaltaba la importancia del contacto con los poetas a partir de una anécdota protagonizada por el narrador.

Cristina Guerra, escritora y profesora de Lengua y Literatura (entre otros miles, fui alumno suyo), tras emocionarnos con su experiencia personal sobre Machado, nos leyó una página de su novela Que pasa como una sombra sobre el influjo del poeta en un exiliado español, profesor de castellano en Francia. Una de sus anteriores novelas, La solitaria luz de las estrellas fue reseñada en este mismo blog, como podéis comprobar aquí.

Luis Llorente, poeta, licenciado en Filología Hispánica por la universidad de Salamanca, antes de leernos uno de sus magníficos poemas, explicó, no sólo la influencia del poeta cantor de Castilla y su hondura en su obra, sino cómo su poesía ha ido calando y nutriendo la poesía de nuestro país, muy especialmente en la generación del 50 (Ángel González, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma...).

Maribel Gilsanz, escritora, poeta, artista visual, a quien también he tenido el placer y honor de editarle su novela Autorretrato postalnos contó cómo su pasión por Antonio Machado le viene desde la misma infancia a fuerza de escuchar recitar sus poemas a su hermano mayor, antes de leernos unos poemas breves (tanto en extensión como en métrica) camino de la reflexión.

Después leí mi texto, que más abajo publico.

Para acabar el emotivo homenaje, Jesús Hedo (no sin antes habernos señalado una planta de verbasco pegada al suelo, junto a nosotros, aún sin flor) leyó el mismo poema que hace un siglo leyó por primera vez don Antonio En tren. Flor de verbasco y que publicó en Nuevas Canciones al año siguiente bajo la siguiente dedicatoria: "A los jóvenes poetas que me honraron con su visita en Segovia".

Así nos lo cuenta la Academia de San Quirce: Seguid el enlace


Al finalizar el acto de izquierda a derecha: Carmen Truchado, yo mismo,
Juan Antonio del Barrio, Cristina Guerra, Maribel Gilsanz, Ignacio Sanz,
David Hernández, Carlos Álvaro y Luis Llorente. ©
Diego Conte Bragado

Este es mi texto:

Pinceladas de autorretrato

Ahora que el azul Guadarrama suele ser mi horizonte vespertino, contaré por qué he querido siempre que sus versos, aves de altos vuelos, nutrieran los míos, pájaros de asfalto. Ahora que tantas tardes camino junto al Eresma, donde el apócrifo Andrés Santayana iba a leer su Biblia, sueño que mis gafas son las que volaron de su estuche y ocupan el balcón de mi mirada, para con ellas poder leer la mía y otear más lejos y contemplar más hondo a quien conmigo va. Bajo esta luz de ocaso explicaré, por qué he anhelado siempre que la poesía ética y cívica, honda y emocionada, cristalina y solidaria de don Antonio, fuera parte principal de mis cimientos. Reconozco que, incluso alejado de su estética, abracé siempre su ética y creí que solo tiene sentido el poema si lo humano late en su entraña, porque 

«El ojo que ves no es
 ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve».

He intentado, no he podido o no he sabido, escribir un poema para esta tarde de mayo, 

torres de Segovia, cigüeñas al sol

Así que, mientras sigo soñando caminos de la tarde, he escrito cinco pinceladas para un autorretrato…

La primera se cubre de color de amanecer. Cuatro meses antes de mi décimo sexto cumpleaños: el seis de febrero de 1978, está fechada la dedicatoria del ejemplar de sus Poesías completas que me regaló y dedicó Cándido, dueño del restaurante donde trabajó siempre mi padre, quien me contaba anécdotas atribuidas al poeta, de esas que vagabundean por la ciudad ¿apócrifas o reales? El Mesonero había visto mi primera poesía publicada en el Adelantado de Segovia, cuyo único valor refulge aún bajo mi nombre: 15 años. Cándido, al leerla, encargó las Poesías completas de Machado en la librería Herranz entonces en la calle San Francisco. Sin revelar nada a mi padre, le pidió que me llamase. Recorrí el puñado de metros que unía nuestra casa y el Mesón, donde nos esperaba su oronda mirada, su sagaz sonrisa. Me dio, y no hubo más, el libro que desde entonces me acompaña. Aún hoy, con más o menos asiduidad, recorro su territorio, 

verso a verso, golpe a golpe.

La segunda pincelada lleva pigmento de sombra. 

«Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una»

Me gustaría afirmar esto mismo de mis poemas, pero no estoy seguro de haberlo conseguido. A veces soy indulgente conmigo mismo y achaco a la curiosidad mis incursiones en terrenos pantanosos, herméticos y oscuros: mera bisutería, fuegos artificiales, oropeles huecos. Pero quizá no sea inocente, pues el relumbre del relámpago ciega los ojos y apaga la luz de las estrellas y concita la atención.

¿De qué color vestiría la tercera pincelada que debe descubrir la emoción de los días de junio de 2004, otra vez su nombre bordoneando en mi pecho? Fue ese un año de zozobra. Todo parecía hundirse y hallé el puerto seguro de las letras como refugio para evitar mi naufragio. Concluí el libro de relatos, Cuentos de Euritmia, y decidí publicarlo. Por razones que ahora no vienen al caso, acabé conversando con Clara Luquero, concejala de Cultura entonces. Charlábamos del libro y dónde presentarlo. De pronto, mientras yo hablaba, se iluminó su rostro. A ella se le ocurrió la idea que me conmovió hasta el temblor y el escalofrío (describo literalmente la reacción de mi cuerpo, convulso de felicidad). “¿Qué te parece el jardín de la casa de Antonio Machado?”, preguntó. No hicieron falta palabras para mi respuesta, no necesité explicar que, para ese libro, quizá para cualquiera mío, era el lugar, y no sólo porque un relato fuera protagonizado por don Antonio, o uno de sus heterónimos. Acudí al acto convencido de que el espíritu de aquel hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, me bendeciría. Los vencejos festoneaban con cantos de cristal la tarde. Quizá una treintena de personas escuchó las palabras de Gómez Municio sobre el libro, acaso excesivas. Fue un oasis en medio del sufrimiento. Por eso, desde esos días, y para siempre, en mi corazón mi obra se une al influjo de su nombre.

La cuarta pincelada es sol y sombra. Pasaron los años y continué con mi afán (varios blogs, alguno prácticamente actualizado a diario, tres poemarios, una novela colectiva…). Nunca abandoné ya mis andariveles y no necesitaba revelarlos para que cualquiera que quisiera contemplara en lugar principalísimo su huella. Sin embargo, y esto no me gustaría que hubiera pasado, llegó el silencio. Me acalló una fiera invencible que me robó el tiempo y la ilusión y, a cambió, me llenó de impotencia y dolor, de confusión y cansancio… Cuando, por desgracia, nueve años después, ellos —mi madre, primero, mi padre, después— no requirieron ya de mí, creí que había caducado mi tiempo de versos y relatos. Me convencí de que cuanto tenía que decir —si algo era ello—, estaba dicho.

Quizá me equivoqué y, en realidad, la quinta pincelada debo impregnarla con matices de futuro. Por suerte y por sorpresa, en febrero —otra vez febrero—, me escribió Juancho para pedirme participación en el homenaje que cada año organiza la Academia de San Quirce, a don Antonio, en recuerdo del día de su muerte, exiliado en Colliure, 

estos días azules, este sol de la infancia.
Casi al tiempo, otras tres invitaciones relacionadas con la poesía (Esmeralda, Norberto, David…) repicaron en mi puerta. ¿Debo adivinar en estas llamadas un sendero por recorrer? ¿Debo pensar que aún no he acabado porque hoy es siempre todavía, y porque se hace camino al andar? Sí, desde febrero de 1978, su influjo, su sombra o su presencia han acompañado mi quehacer, sus versos han sido una de las constantes, de mis letras, aún a sabiendas de que son sus versos aves de altos vuelos y los míos, pájaros de asfalto, aún a sabiendas de mi torpe aliño literario.

Leído en el Pinarillo, Segovia. 18 de mayo de 2023
Homenaje a Antonio Machado.
(Centenario del homenaje de los poetas madrileños y segovianos, 1923)


Aquí, con frío, leo mi texto. Detrás, la nuca y espalda de Carlos.
A continuación Maribel, Carmen y David.
Hermosísima foto © Diego Conte Bragado. Gracias

sábado, 1 de abril de 2023

Sus huellas vibran en mi encarnadura

Nuestro padre, Amando Carabias Pascual, murió el pasado 7 de agosto de 2022. Me parece imposible regresar al blog (si es que lo hago de modo más asiduo que en los últimos años), sin dejar testimonio de homenaje y amor a quien dio todo por los suyos. Sirva para ello este poema escrito pensando en él y para él escrito. Fue inspirado por un retrato que de él pintó con su habitual pericia y sensibilidad mi hermano Mariano y que formó parte de la exposición Tocar el humo. 
Su primera versión se incluye en Los andamios de los pájaros editado en 2014 por la sevillana Isla del Siltolá. 
Sea esta entrada mi recuerdo público, porque el privado, sin falta, allega a mí cada día.


Amando Carabias Pascual
 Inauguración de su última exposición de fotografía
(Chañe, Segovia, 2017. Detalle)
 (Foto Mariano Carabias)

Para mi padre, in Memoriam 

Debería escarbar
con crujidos de sangre el peso de los días,
esta pulpa de tiempo polvoriento
con virutas de víbora, 
que invade la extensión inhabitada,
cubriéndola de olvido y llanto,
como la niebla engulle el horizonte,
para así recordar su luz de entonces.

Cuando invierno atavía
su manto con mil hielos y cenizas
y el rostro de la tierra se cuartea
por el frío que lo devora,
cuando sólo se escuchan
truenos de un viento sin sus labios,
alacrán impaciente,
parece que la muerte enseñorea la tierra,
como su emperatriz despótica.
 
Entonces convendría
detener nuestros pasos inciertos,
enramada de puntos suspensivos.
Entonces convendría
aquietar nuestros pensamientos,
globos vacíos, yermos territorios,
y acariciar el fuego de una hoguera,
y que la voz condense las palabras
que se ahondan en el paisaje
para que la torpeza o nuestra inexperiencia
no permitan que la última serpiente
escancie su veneno en el traquido del alma.
 
Sólo su mirar sabio
descubre los latidos invisibles,
sólo su voz gastada por el tiempo
y el silencio desvelan los oráculos,
sólo su gesto de alba
transmite la importancia de un instante:
respiro de una estrella, hontanar de la vida.
 
Cuando convierta en carne mi eslabón,
y mi voz sea gota de océano
que sólo en el océano se escucha,
cuando entienda que existe una sustancia
mucho más poderosa que la mía,
que soy leve porción de una cadena sin fin,
entonces, sólo entonces,
sabré que hay mil palabras
—invierno, oscuridad y hielo,
dolor, niebla y astilla,
ausencia y llanto…—,
que son andariveles de esperanza,
faros para evitar la dentellada
del arrecife en la galerna;
y sabré que esperar la llegada del sol
para hacer de la escarcha agua nutricia,
sólo es el territorio
de la sabiduría y el sudor,
de lágrimas, paciencia y mil caricias,
no de una enciclopedia fría, deshalitada.
 
Retraso la mirada,
me contemplo en su gesto edificante
y allí descubro cómo
sus huellas vibran en mi encarnadura;
huellas hondas que asoman
cuando la juventud se abraza y besa al tiempo en fuga.
Mi senda goza de una sombra amena;
se adivina la luz de su pasado
en igual sembradura de sonrisa
que reaparecerá un día en otro rostro,
viajera en los andamios de los pájaros.
 
La Isla de Siltolá,
Sevilla 2014)

jueves, 9 de marzo de 2023


 Ahora mismo me pongo a escribir casi por accidente, porque mi propio antivirus me dice (me grita en rojo) que Pavesas y cenizas es una página peligrosa... En concreto dice así: "Esta es una página web peligrosa conocida. Es sumamente recomendable que NO visite esta página".

Ha sido por pura casualidad por lo que he retornado a ella, como cuando uno se pone a cazcalear por los cajones del mueble y empieza a encontrar viejos recuerdos: fotos que bostezan de puro aburrimiento, recortes de papel a punto de desintegrarse medio carcomidos por el olvido, una moneda de las rubias pesetas, un dibujo de una de las niñas (entonces)...

Entonces, si hago caso al antivirus y resulta que esta página es peligrosa, nadie vendrá ya por aquí, y podrá ser este otra vez un baúl de recuerdos al que sólo accederé yo...

No sé...

¿Volveré...?

Han pasado casi cuatro años de la anterior entrada. 

Pero no han pasado cuatro años. Han pasado tantas cosas... A lo mejor las que en verdad importan.

¿Volveré...? ¿Os contaré?

Ni yo mismo lo sé.

Botella de náufrago en un mar borrascoso y casi seguro que solitario.

martes, 14 de mayo de 2019

José Antonio Abella. "La llanura celeste"

Después de leer La llanura celeste (editado por el sello vallisoletano Páramo) siento que debo venir de inmediato al blog. Es como el aldabonazo inaplazable que necesitaba para buscar las llaves de este desván tanto tiempo ya cerrado.

Para centrar el asunto transcribo de la contra del libro:

(...) José Antonio Abella nos presenta en La Llanura Celeste la tierra que le vio nacer, y lo hace a través de los ojos de un niño inocente y despierto, lanzado a caminos ignorados y llenos de aventuras, donde irá creciendo en conocimiento y en amor hacia las tierras de Castilla y de León, convertidas en protagonistas de esta novela apasionante.
Gonzalillo, pastor huérfano acogido en el monasterio de San Pedro de Arlanza, y Luna, su fiel mastín, pertenecen a otra época —años finales del siglo XII— mas por azares y encantamientos se verán de pronto en nuestros días, obligados a seguir un rumbo que les marcan las estrellas y que les llevará a recorrer las nueve provincias castellanas y leonesas con una sola meta: salvar la vida de su rey, Alfonso VIII. (...)

El autor posa con un ejemplar de su obra.
(Foto de EM diariodevalladolid.es)
Acompañados de un café, antes de haberme leído el libro, tuve la suerte -privilegios de la amistad- de que José Antonio nos dedicase el volumen a Marián y a mí y, obviamente, charlar algo sobre esta novela.
Me comentó aquella tarde -ya lo había dicho en alguna entrevista- que este libro, en realidad, aparece después de estar unos veinte años guardado en el cajón. Hubiera sido su segunda novela, la que hubiese continuado a su memorable Yuda, pero otros proyectos, otras urgencias fueron demorando su publicación.
¿Por qué, entonces, tras cuatro largos lustros se decide a su publicación ahora?
Más de una razón personal y laboral responden la cuestión, pero tras la lectura de sus páginas, uno se da cuenta de que algunos libros no deben aparecer en su primera versión, por mucho que el autor los considere terminados. A veces los libros precisan del reposo, incluso del alejamiento de su autor. No me refiero al estilo o la estructura o amplitud de la novela, pues desconozco en qué ha variado la primera redacción de la que ahora nos presenta, aunque sé que cada párrafo ha sido pulido y repulido. Se trata, más bien, de una cuestión de sabiduría. Probablemente el conocimiento no le faltaba entonces, como ahora no le falta, pero acaso esa sabiduría que sólo se adquiere con la experiencia ha sido sustancia esencial de la tinta con que ha reescrito La llanura celeste.
El lector tiene en sus manos un libro inclasificable, porque pertenece a muchos géneros y, por tanto, a ninguno pertenece. Es un libro de viaje, una road movie en toda regla, con proceso de aprendizaje y maduración inherente a este tipo de literatura tan querida por el autor. Pero este periplo tiene muchos elementos de fantasía, suspense, novela negra, de aventuras, incluso con una guía turística entre literaria y buscadora de rincones menos conocidos y sin embargo trascendentes para entender nuestra sustancia, sobre todo espiritual.
Dice Abella en una entrevista publicada en el diariodevalladolid.es que «el origen [de la novela] está en un libro de Selma Lagerlöf que marcó mi infancia: Viaje de Nils Holgersson a través de Suecia. Llevaba muchos años queriendo hacer un recorrido por Castilla y León que lo recordara. Ya sé que los libros no se parecen, pero la idea nace ahí» 
Así pues, la razón inicial de la novela es mostrar parte de esta tierra castellanoleonesa, no sólo como homenaje, sino también como incentivo para que el lector busque y guste los lugares donde las andanzas de Gonzalillo nos van llevando. Que la mirada de un niño del siglo XII sea el punto de vista que el lector necesariamente adopta no es baladí, pues supone un vislumbre limpio e inocente de las cosas, carente de la polución que el tiempo y la edad depositan en las pupilas adultas.
Pero no se trata de un viaje al albur. A diferencia de don Quijote cuando deposita en al voluntad de Rocinante el itinerario de sus caballerescas andanzas, en La llanura celeste este tránsito viene marcado previamente por un mapa del cielo -muy esquemático en su inicio- cuyo reflejo especular está en la llanura de Castilla. No estoy descubriendo nada, el segundo párrafo de la contra, ya transcrito más arriba, nos lo dice.
¿Es sólo esto el libro?
Acaso fuera bastante, pero no es así. A mi modo de ver, este es el andamiaje sobre el que se sustenta la obra. José Antonio, ambicioso como es cuando de escribir novelas se trata, va mucho más allá.
Lo primero que resalta -y él mismo lo hace en un prologuillo- es el amor al idioma, a nuestro idioma, a este castellano que nos construye, nos da forma en cuanto a seres pensantes, pues, como él mismo afirma en tal prólogo, si es posible sentir sin palabras, es imposible pensar sin ellas. Nuestra verdadera patria, ésa que une corazones y mentes, acaso sea el idioma y, por ello, el trasunto del viaje físico por la geografía castellanoleonesa, es el viaje a través del idioma y con el idioma. Con unas leves licencias explicadas ahí, el lector se encontrará con jugosísimos diálogos compuestos por la vieja y hermosa sonoridad del castellano medieval y el nuestro de siglo XXI, acaso para demostrarnos que surcamos el mismo río, por más que pueda variar su grafía y haya cambiado parte de su sintaxis.
¿Es sólo esto el libro? De nuevo, no. 
Quizá Abella haya sentido un repelús en la hora definitiva de enviar al editor su novela, pues su obra nunca había caminado por el género de la fantasía y ésta se adentra en él. Ni siquiera en uno de sus últimos libros, El hombre pez, por más que resulte tan fantástico en apariencia el asunto, abandona el realismo, pues, a la postre, hecho histórico fue. Quizá alguno de los relatos que componen Trampas de niebla, donde crea un territorio mítico, asome cierto realismo mágico, pero nada más. Sin embargo en La llanura celeste la fantasía aparece desde su inicio con una máquina del tiempo: la laguna custodiada por ninfas donde se contempla Gonzalillo y cae para aparecer en nuestros días. Pero es precisamente en esta 'fantasía' donde radica una de las potencias de la novela, pues el escritor usa con destreza la mirada infantil de hace más de ochocientos años como bisturí crítico a nuestra sociedad, a ciertos modos de ser y actuar. Bien es cierto que no entra a degüello, y acaso podría haberlo hecho, pero deja suficientes rastros aquí y allá para que el lector también haga parte de su trabajo. Fantasía no sólo en esa cuestión -por lo demás esencial en la obra-, sino en unas cuantas más como ese hada segoviana que ahora encarna en la esposa del quijotesco escritor o esa escena en el cementerio de Salamanca o el final burgalés o...
¿Es sólo esto el libro? Otra vez, respuesta negativa.
He afirmado que es un libro de aventuras, de misterio, con trazos de novela negra. Por tanto, y ateniéndonos a los 'preceptos' de cada uno de los subgéneros, el lector se enfrentará a un tesoro que buscar, un enemigo a quien derrotar, y un investigador que ayude a resolver el misterio. En realidad, dos. Un comisario de policía abulense, y un segoviano escritor, alfarero, viajero incansable de las tierras de Castilla... ¿Ignacio Sanz, me preguntarán los segovianos lectores del blog? Ignacio Sanz afirmo, quien cruza -como él mismo avisa en nota preliminar- el umbral de la realidad a la ficción, para hacerse ficción y quién sabe si quizá así pasar más a la posteridad que por su propia obra literaria y ceramista, por más que ambas merezcan recuerdo y admiración de las posteriores generaciones.
¿Es sólo esto el libro? Sigo meneando la cabeza en sentido horizontal.
También es un libro metaliterario. Las alusiones a nuestra literatura tradicional y a nuestros escritores son constantes. Pero eso sería lo de menor importancia, pues en estas páginas encontramos verdaderos cantos de alabanza a quienes han construido parte de nuestro patrimonio espiritual a través de la literatura. Cómo no recordar los viejos cantares de gesta o los romances populares que llenan la fuente siempre viva del Cancionero; cómo olvidarse de San Juan, de Santa Teresa, del viejo Arcipestre... En este sentido, memorable es la escena en el cementerio de Salamanca, donde a la sombra de la austera lápida de Unamuno, Abella cuenta una historia más propia de aquella nivola de don Miguel donde los personajes pedían cuentas a su creador. Pero fundamentalmente el gran homenaje literario que recorre sus páginas es al Quijote, transformado por arte de algún encantador de estos tiempos en Ignacio Sanz, quien es capaz de embarcarse en tamaña aventura de recorrer Castilla sin temor a los contratiempos y a punto de perder la vida en el empeño con el fin de encontrar las flores que sirvan para elaborar el remedio que salve a Alfonso VIII.
¿Es sólo esto el libro? Ahora es la última vez que niego, aunque aún lo haga.
Este libro -como cuanto escribe su autor- está transido por una honda emoción, por la entrega apasionada, porque, en definitiva, quiere erigirse en un canto de amor. Un amor poco dado a manifestaciones melifluas y almibaradas a las que somos tan dados en estos tiempos de invasiones hollywoodienses que confunden ternura con el más empalagoso dulce. Un amor que se manifiesta en la amistad entre pastorcillo y escritor-ceramista-viajero-detective, entre escritor y esposa-hada, entre pastorcillo y mastín (acaso metáfora de un pueblo noble, paciente y resistente, quizá demasiado dócil a veces, aunque ha de tornarse fiero, lo hace sin esfuerzo). Un amor al Padre Duero que vertebra y se nutre y nutre estas tierras. Un amor a nuestro paisaje casi siempre enjuto de una belleza austera que la inmensidad de su luz resalta y en sus palabras tiembla. Un amor a la obra perdurable -en algún caso apenas huella desmoronada- de los hombres que habitamos antaño y hogaño estas tierras. Un amor a la espiritualidad -más allá de lo litúrgico- que emana de cada centímetro de tierra y en cada centímetro de cielo contemplado en las altas noches, cimbreante de estrellas el cielo. Un amor, en fin y sobre todo, a este idioma que nació apenas riachuelo y es ancho mar.
Y ahora no lo niego, quizá sea aún más cosas La llanura celeste, pero mejor que cada lector lo averigüe por sí mismo

sábado, 16 de diciembre de 2017

Cristina Guerra. "La solitaria luz de las estrellas".


La solitaria luz de las estrellas. Cristina Guerra
1ª edición Círculo Rojo, 2017
426 páginas

A veces, uno cree que las cosas dignas de ser contadas les suceden a otros, que lo cotidiano de la existencia no merece mayor atención de nadie, ni de uno mismo. Lo malo es que esta percepción se extiende, no se limita a la propia vida e influye sobre lo que se piensa acerca de quienes nos rodean, cuyo transitar a nuestro lado no difiere en exceso del nuestro. Imaginemos, por ejemplo, una tarde veraniega cerca del ocaso en cualquier calle de cualquier ciudad. Paseamos y nos llega, al pasar al lado de una terraza, el rumor de una conversación de un grupo de mujeres y hombres jóvenes tomándose cualquier consumición. Quizá hablen de cine, o de la guardia de un hospital, o planeen un viaje a una casa rural de otro amigo… Nada trascendente. Nada fuera de la tranquilidad aburrida de un día cualquiera…
Evitemos tan ingenuo pensamiento. Como se encarga de demostrar desde las primeras páginas Cristina Guerra en La solitaria luz de las estrellas, la aparente y anodina cotidianidad atesora novelas dignas de contarse, por tanto dignas de ser leídas.
Pero las historias que se narran en el libro —hay más de una—, no llegarían al corazón del lector del modo en que lo han hecho, si la autora las hubiera escrito de otro modo, pues la novela de cualquier vida, no puede ser contada de cualquier manera. Para que el lector se vea atrapado e intrigado, conmovido e interesado por cuanto se le narra, no vale hacerlo de cualquier manera. Como tantas veces digo, apropiándome de la idea de otros, la literatura no es sólo lo que se cuenta, sino cómo se cuenta, de ahí la razón de ser de los escritores. No todos estamos capacitados para tal misión, como bien sabe la humanidad desde sus balbuceos. Cristina, como podían sospechar muchos desde hace años, pertenece a la raza de los escritores que tienen muchas vidas que contar y tiene la capacidad de hacerlo. Sabe trasladar al papel escrito los diferentes modos de hablar; sabe mirar y descubrir lo esencial de lo que le rodea; sabe que, tras la mayoría de biografías, como poco, hay magníficos retales para confeccionar buenas historias; le ayuda —y lo demuestra ajena a la pedantería— su formación y cultura cinematográfica, musical, pictórica, teatral, viajera, etcétera; su mirada sobre el género humano distingue los infinitos matices de las personas, ajenas casi siempre el negro y al blanco; su amor a la literatura es desbordante y contagioso como hemos experimentado la mayoría de sus miles de exalumnos quienes hemos escuchado fascinados sus clases. Semejante bagaje hasta ahora no se había fundido en el crisol de una novela editada, pero es tan amplio, hondo y poderoso, que el primer fruto público está en pura sazón. Para quienes ya habíamos leído algunas otras de sus novelas cortas, no hay sorpresa. Hemos confirmado de nuevo que sólo la enseñanza de la lengua y literatura le ha apasionado más que escribir… Lo que nos ha hurtado el placer de su lectura.
La solitaria luz de las estrellas, en cierto sentido, es una novela coral, pues, aunque la protagonista indiscutible sea Camino —joven periodista nacida en una capital de provincias que ejerce su profesión en Madrid—, no está sola y cuantos comparten con ella la vida (familiares, amigos, novio…) tienen mayor trascendencia que la de meros comparsas. Camino no es un altísimo monte en medio de un valle sin límite; forma parte de una cordillera donde descuellan junto a ella Alfredo, Gonzalo, Pepe, Maripi, tía Enriqueta, Almudena, Francisco, Santiago, Teresa… Es decir, Camino crece a la vista del lector en la medida en que cuantos aparecen junto a ella son más de carne y hueso y esto sólo se puede conseguir si tienen importancia y espacio en el texto. Además, la vida de Camino es un relato de amistad, de cómo la verdadera amistad se convierte en el arma más eficaz y poderosa para salvar del abismo al ser humano…, casi siempre al menos.
La novela se estructura a través de tres voces narrativas, que aportan al lector tres perspectivas distintas, y tres modos diversos de avanzar en el relato. La voz que narra en tercera persona, con la neutralidad y capacidad infinita propias del narrador omnisciente, desvela el pasado de Camino, su vida en su pequeña ciudad de nacimiento, los primeros tiempos de estudiante universitaria, el amor con Alfredo, sus primeros empleos tan inestables y mal pagados como es bien sabido, sus miedos, sus deseos, sus pensamientos más escondidos… La voz que habla en primera persona, es el relato de Gonzalo sobre Camino y el grupo de amigos, sobre el tiempo más inmediato, el tiempo, por así decir, en que transcurren los hechos que desencadenan la necesidad de convertir en novela aquello que sucedió. Y la tercera voz, aún más íntima —también en primera persona— que se corresponde a un monólogo interior y a una especie de memorias angustiosas que Cristina Guerra dosifica al lector. Los capítulos se suceden alternando los recuerdos de Gonzalo —el último en llegar al grupo de amigos de la mano de Camino y de forma casual—, con el relato en tercera persona y de vez en cuando —la novela arranca con uno de estos fragmentos— con la aparición del texto cada vez más desgarrado de las memorias que se inician en la infancia y a medida que pasan las páginas muestran al lector un espíritu atormentado.
Cristina Guerra. Foto Antonio de la Torre. Norte de Castilla
El estilo de Cristina es de fraseo corto y fluido. Quiero decir que no se trata de superposición de frases que producen el efecto de hachazos sobre las ideas, sino que prefiere la sintaxis sencilla, que facilita al lector la comprensión de la idea. (¿Azorín, Baroja, Delibes… al fondo?). La desenvoltura y equilibrio entre narración, descripción y diálogo es admirable y también aporta amenidad a la lectura, un cambio de paisaje que hace menos monótono el viaje. Acaso —y esto es sólo una suspicacia de quien esto escribe—, este estilo delate a la lectora defraudada por tanto libro escrito sin pensar en el pobre lector, tantas veces sometido a tortura en vez de a placer. Si la literatura es el cómo más que el qué, tampoco conviene olvidar que el cómo sin un qué de entidad se quedaría en fuegos artificiales, esteticismo vacuo, el famoso coro de grillos que cantan a la luna, denostado por el poeta.
La solitaria luz de las estrellas —título que apunta a la melancolía—, se inspira en unos versos de Vicente Aleixandre. Este título en sí mismo es la clave y la llave que explica a la perfección el sentido de la novela. Son tan importantes que hasta en dos ocasiones, al menos, se trascriben: «No quiero que vivas en mí como vive la luz, / con ese aislamiento de estrella que se une con su luz, / a quien el amor niega a través del espacio / duro y azul que separa y no une / donde cada lucero inaccesible / es una soledad que, generalmente, envía su tristeza». La solitaria luz de las estrellas es una novela en cierto modo paradójica pues es una himno a la verdadera y profunda amistad, pero, al mismo tiempo, no deja de ser un himno un poco elegíaco, pues viene a decir que, en el fondo, la soledad es implacable o invencible.
Y no sólo la soledad.
En esta novela —tan pegada a la esencia de lo cotidiano para demostrar que en lo cotidiano anida la literatura— aparecen con crudeza —pero sin regodeos ni desmesuras— el dolor, la enfermedad, el sufrimiento en todas sus variables, la muerte; incluso el horror más ajeno a lo habitual, ese horror que ocupa tantos minutos de los telediarios, salpica el relato. La novela de Cristina Guerra ni huye ni goza con ellos, simplemente los registra, porque suceden, porque nos llegan, porque hay épocas en que nos atoran el alma hasta hacerla respirar en fango.
Pero por suerte, y de esto también se saca cumplida conclusión tras la lectura de La solitaria luz de las estrellas, los seres que nos rodean de modo cotidiano no son viles. Quiero decir que en esta novela no hay buenos ni malos, en el sentido más peyorativo del término. En esta novela hay seres humanos, con sus matices, con sus luces y sombras, con más luces que sombras casi siempre.
Lo malo es que la luz de las estrellas es solitaria. Eso parece que no tiene solución. Y, sin embargo, como la misma vida, la de cada uno, la que no es tan anodina como en apariencia se intuye, la novela no deja un regusto amargo o triste o melancólico. Es la vida. Tiene sentido.

Merecen la pena (la vida y la novela).