Ahora mismo, las nueve de la mañana de este domingo de
enero, nieva copiosamente sobre Segovia. Ahora mismo, después de repasar
algunas notas de estos días de atrás, abro Internet y veo que con toda
prontitud, nuestro periódico Local, El Adelantado de Segovia, publica un texto
de mi autoría que lleva el título de esta misma entrada, que deseo compartir
también con los lectores de Pavesas y cenizas..
Pero quizá esta publicación necesite una
aclaración, puesto que la mayoría no vivís en Segovia y, por tanto, desconocéis
el asunto.
Jesús Sastre fue amigo mío. A Jesús
Sastre lo conocí hace treinta años, más o menos, cuando llegó como párroco a
San Millán, mi parroquia. Desde entonces y durante una década, más o menos, y
con otros muchos amigos, trabajé a su lado.
El viernes a mediodía murió.
A pesar de que los años me llevaron por
caminos diferentes (un trabajo, otros quehaceres, otras rutinas...), mantuvimos la amistad y el afecto, y por eso y por tantas
otras cosas es por lo que decidí el pasado viernes por la noche escribir esta
carta que hoy, tan amablemente, El Adelantado publica.
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Jesús Sastre. Foto tomada de El Adelantado de Segovia |
COLABORACION
Carta abierta a Jesús Sastre Sastre, que vive ya junto al Padre
Tribuna
Amando Carabias María
Amando Carabias María
Querido Jesús, acabas de dejarnos para gozar definitivamente de la luz y del amor del Padre de la misericordia, el Dios de la vida que predicabas en público y privado sin fatiga, con el fuego de la pasión y la alegría del amor prendidos de tus ojos chispeantes, ese Dios que rompía y rompe -cuando es preciso- muros, normas y fronteras. Mientras escribo, me adentro en la melodía del canto gregoriano, tu música, para que su cadencia me envuelva y me conduzca.
No estoy triste por tu partida, pues habrás alcanzado la meta por la que suspirabas, ya que para ti la muerte nunca fue final: "¿Dónde está muerte tu victoria?" cantabas muy a menudo con la misma sencillez y alegría con que respirabas o con que compartías un pedazo de chorizo la Nochebuena o la noche de Pascua, tras las vigilias que celebran los pivotes sobre los que gira la fe. Ahora estás más alto que las cumbres más altas de las montañas a las que te retirabas cada martes con el afán de apaciguar la tensión y la fatiga que los asuntos inmediatos y urgentes te exigían. Ya disfrutas del otro lado de la vida, por eso no puedo estar triste esta noche fría de enero.
Sabía desde hacía unos días de tu empeoramiento, de tu inminente parto camino del Padre, y cuando esta tarde de viernes me han dado la noticia, los recuerdos se han abalanzado en mi memoria como imparable avalancha de luz.
Podría recordar tantas cosas de aquellos años en los que, codo con codo y junto con tantos otros buenos amigos, dimos los primeros pasos para intentar que la parroquia de San Millán fuera mejor espejo de la misericordia divina, es decir, diera cabida dentro de sus muros casi milenarios a todos, empezando por los más necesitados (enfermos, pobres, ancianos, cuantos sufrieran), para que cualquiera pudiera sentir la mirada y el abrazo del Señor, esa misma mirada y ese mismo abrazo que sintió el hijo pródigo cuando su padre salió al camino para acogerlo, perdonando y olvidando toda afrenta. Y es que, desde el principio, no cesabas de recordarnos que el único sendero posible para encontrar las huellas del nazareno era poner el corazón en la miseria humana, pero no de modo abstracto o teórico, sino a través de gestos concretos, cotidianos, cercanos.
Podría seguir llenando páginas y páginas, pero no hay espacio; por ello, si entre tantas tuviera que destacar una sola virtud, hablaría de tu capacidad para escuchar. En estos tiempos tan difíciles y adustos, me parece una facultad imprescindible. Tantas veces contemplé la eficacia de este acto, tan infrecuente, que llegué a la conclusión de que si aplicáramos tan sólo la tercera parte de la intensidad con que tú escuchabas, se acabaría cualquier atisbo de violencia, de envidia, de odio… Como ya publiqué en este mismo medio tras tu jubilación, no solo ponías en juego el sentido del oído, sino que tus ojos bebían las palabras, tu piel absorbía los sonidos, tu espíritu se afanaba en penetrar hasta en el significado más hondo de los silencios. Pocos te habrán visto, como yo te veía, agotado después de haber hablado en la Sacristía, o en la Casa de Piedra con unos cuantos de tus feligreses. Gracias a tu ejemplo descubrí que escuchando de corazón, y con el corazón, nace la caridad, es decir, ese modo de arrojarse a la existencia del otro para desvivirnos con él o por él. Desde entonces -¿treinta años?-, supe que la verdadera escucha no es acto pasivo, sino frenética diligencia interior que excava estancias en nuestra entraña donde se acomode el otro, ese alguien que habla, y que tantas veces te hablaba con el afán de arrojar fuera de sí el lastre que había dejado en su existencia el dolor o la enfermedad o el sufrimiento o el miedo o la soledad o la duda o….
Descansa en paz, junto al Padre Bueno, a la luz del Señor, mientras respiras la brisa del Espíritu de Amor, sí, Jesús, estoy seguro de que al fin no contemplas el hermosísimo icono que representa a la Trinidad, ante el que solías meditar cada albada apenas recién nacida, sino que ya lo gozas en plenitud. Gracias por tanto como diste durante tantos años, gracias por cuanto aprendí junto a ti, gracias porque demostraste con tu vida cotidiana, que las palabras del Maestro no son simples buenos propósitos, sino que, por el contrario -más allá de muros, normas y fronteras-, pueden hacerse carne viva en cualquier tiempo y lugar.