martes, 14 de mayo de 2019

José Antonio Abella. "La llanura celeste"

Después de leer La llanura celeste (editado por el sello vallisoletano Páramo) siento que debo venir de inmediato al blog. Es como el aldabonazo inaplazable que necesitaba para buscar las llaves de este desván tanto tiempo ya cerrado.

Para centrar el asunto transcribo de la contra del libro:

(...) José Antonio Abella nos presenta en La Llanura Celeste la tierra que le vio nacer, y lo hace a través de los ojos de un niño inocente y despierto, lanzado a caminos ignorados y llenos de aventuras, donde irá creciendo en conocimiento y en amor hacia las tierras de Castilla y de León, convertidas en protagonistas de esta novela apasionante.
Gonzalillo, pastor huérfano acogido en el monasterio de San Pedro de Arlanza, y Luna, su fiel mastín, pertenecen a otra época —años finales del siglo XII— mas por azares y encantamientos se verán de pronto en nuestros días, obligados a seguir un rumbo que les marcan las estrellas y que les llevará a recorrer las nueve provincias castellanas y leonesas con una sola meta: salvar la vida de su rey, Alfonso VIII. (...)

El autor posa con un ejemplar de su obra.
(Foto de EM diariodevalladolid.es)
Acompañados de un café, antes de haberme leído el libro, tuve la suerte -privilegios de la amistad- de que José Antonio nos dedicase el volumen a Marián y a mí y, obviamente, charlar algo sobre esta novela.
Me comentó aquella tarde -ya lo había dicho en alguna entrevista- que este libro, en realidad, aparece después de estar unos veinte años guardado en el cajón. Hubiera sido su segunda novela, la que hubiese continuado a su memorable Yuda, pero otros proyectos, otras urgencias fueron demorando su publicación.
¿Por qué, entonces, tras cuatro largos lustros se decide a su publicación ahora?
Más de una razón personal y laboral responden la cuestión, pero tras la lectura de sus páginas, uno se da cuenta de que algunos libros no deben aparecer en su primera versión, por mucho que el autor los considere terminados. A veces los libros precisan del reposo, incluso del alejamiento de su autor. No me refiero al estilo o la estructura o amplitud de la novela, pues desconozco en qué ha variado la primera redacción de la que ahora nos presenta, aunque sé que cada párrafo ha sido pulido y repulido. Se trata, más bien, de una cuestión de sabiduría. Probablemente el conocimiento no le faltaba entonces, como ahora no le falta, pero acaso esa sabiduría que sólo se adquiere con la experiencia ha sido sustancia esencial de la tinta con que ha reescrito La llanura celeste.
El lector tiene en sus manos un libro inclasificable, porque pertenece a muchos géneros y, por tanto, a ninguno pertenece. Es un libro de viaje, una road movie en toda regla, con proceso de aprendizaje y maduración inherente a este tipo de literatura tan querida por el autor. Pero este periplo tiene muchos elementos de fantasía, suspense, novela negra, de aventuras, incluso con una guía turística entre literaria y buscadora de rincones menos conocidos y sin embargo trascendentes para entender nuestra sustancia, sobre todo espiritual.
Dice Abella en una entrevista publicada en el diariodevalladolid.es que «el origen [de la novela] está en un libro de Selma Lagerlöf que marcó mi infancia: Viaje de Nils Holgersson a través de Suecia. Llevaba muchos años queriendo hacer un recorrido por Castilla y León que lo recordara. Ya sé que los libros no se parecen, pero la idea nace ahí» 
Así pues, la razón inicial de la novela es mostrar parte de esta tierra castellanoleonesa, no sólo como homenaje, sino también como incentivo para que el lector busque y guste los lugares donde las andanzas de Gonzalillo nos van llevando. Que la mirada de un niño del siglo XII sea el punto de vista que el lector necesariamente adopta no es baladí, pues supone un vislumbre limpio e inocente de las cosas, carente de la polución que el tiempo y la edad depositan en las pupilas adultas.
Pero no se trata de un viaje al albur. A diferencia de don Quijote cuando deposita en al voluntad de Rocinante el itinerario de sus caballerescas andanzas, en La llanura celeste este tránsito viene marcado previamente por un mapa del cielo -muy esquemático en su inicio- cuyo reflejo especular está en la llanura de Castilla. No estoy descubriendo nada, el segundo párrafo de la contra, ya transcrito más arriba, nos lo dice.
¿Es sólo esto el libro?
Acaso fuera bastante, pero no es así. A mi modo de ver, este es el andamiaje sobre el que se sustenta la obra. José Antonio, ambicioso como es cuando de escribir novelas se trata, va mucho más allá.
Lo primero que resalta -y él mismo lo hace en un prologuillo- es el amor al idioma, a nuestro idioma, a este castellano que nos construye, nos da forma en cuanto a seres pensantes, pues, como él mismo afirma en tal prólogo, si es posible sentir sin palabras, es imposible pensar sin ellas. Nuestra verdadera patria, ésa que une corazones y mentes, acaso sea el idioma y, por ello, el trasunto del viaje físico por la geografía castellanoleonesa, es el viaje a través del idioma y con el idioma. Con unas leves licencias explicadas ahí, el lector se encontrará con jugosísimos diálogos compuestos por la vieja y hermosa sonoridad del castellano medieval y el nuestro de siglo XXI, acaso para demostrarnos que surcamos el mismo río, por más que pueda variar su grafía y haya cambiado parte de su sintaxis.
¿Es sólo esto el libro? De nuevo, no. 
Quizá Abella haya sentido un repelús en la hora definitiva de enviar al editor su novela, pues su obra nunca había caminado por el género de la fantasía y ésta se adentra en él. Ni siquiera en uno de sus últimos libros, El hombre pez, por más que resulte tan fantástico en apariencia el asunto, abandona el realismo, pues, a la postre, hecho histórico fue. Quizá alguno de los relatos que componen Trampas de niebla, donde crea un territorio mítico, asome cierto realismo mágico, pero nada más. Sin embargo en La llanura celeste la fantasía aparece desde su inicio con una máquina del tiempo: la laguna custodiada por ninfas donde se contempla Gonzalillo y cae para aparecer en nuestros días. Pero es precisamente en esta 'fantasía' donde radica una de las potencias de la novela, pues el escritor usa con destreza la mirada infantil de hace más de ochocientos años como bisturí crítico a nuestra sociedad, a ciertos modos de ser y actuar. Bien es cierto que no entra a degüello, y acaso podría haberlo hecho, pero deja suficientes rastros aquí y allá para que el lector también haga parte de su trabajo. Fantasía no sólo en esa cuestión -por lo demás esencial en la obra-, sino en unas cuantas más como ese hada segoviana que ahora encarna en la esposa del quijotesco escritor o esa escena en el cementerio de Salamanca o el final burgalés o...
¿Es sólo esto el libro? Otra vez, respuesta negativa.
He afirmado que es un libro de aventuras, de misterio, con trazos de novela negra. Por tanto, y ateniéndonos a los 'preceptos' de cada uno de los subgéneros, el lector se enfrentará a un tesoro que buscar, un enemigo a quien derrotar, y un investigador que ayude a resolver el misterio. En realidad, dos. Un comisario de policía abulense, y un segoviano escritor, alfarero, viajero incansable de las tierras de Castilla... ¿Ignacio Sanz, me preguntarán los segovianos lectores del blog? Ignacio Sanz afirmo, quien cruza -como él mismo avisa en nota preliminar- el umbral de la realidad a la ficción, para hacerse ficción y quién sabe si quizá así pasar más a la posteridad que por su propia obra literaria y ceramista, por más que ambas merezcan recuerdo y admiración de las posteriores generaciones.
¿Es sólo esto el libro? Sigo meneando la cabeza en sentido horizontal.
También es un libro metaliterario. Las alusiones a nuestra literatura tradicional y a nuestros escritores son constantes. Pero eso sería lo de menor importancia, pues en estas páginas encontramos verdaderos cantos de alabanza a quienes han construido parte de nuestro patrimonio espiritual a través de la literatura. Cómo no recordar los viejos cantares de gesta o los romances populares que llenan la fuente siempre viva del Cancionero; cómo olvidarse de San Juan, de Santa Teresa, del viejo Arcipestre... En este sentido, memorable es la escena en el cementerio de Salamanca, donde a la sombra de la austera lápida de Unamuno, Abella cuenta una historia más propia de aquella nivola de don Miguel donde los personajes pedían cuentas a su creador. Pero fundamentalmente el gran homenaje literario que recorre sus páginas es al Quijote, transformado por arte de algún encantador de estos tiempos en Ignacio Sanz, quien es capaz de embarcarse en tamaña aventura de recorrer Castilla sin temor a los contratiempos y a punto de perder la vida en el empeño con el fin de encontrar las flores que sirvan para elaborar el remedio que salve a Alfonso VIII.
¿Es sólo esto el libro? Ahora es la última vez que niego, aunque aún lo haga.
Este libro -como cuanto escribe su autor- está transido por una honda emoción, por la entrega apasionada, porque, en definitiva, quiere erigirse en un canto de amor. Un amor poco dado a manifestaciones melifluas y almibaradas a las que somos tan dados en estos tiempos de invasiones hollywoodienses que confunden ternura con el más empalagoso dulce. Un amor que se manifiesta en la amistad entre pastorcillo y escritor-ceramista-viajero-detective, entre escritor y esposa-hada, entre pastorcillo y mastín (acaso metáfora de un pueblo noble, paciente y resistente, quizá demasiado dócil a veces, aunque ha de tornarse fiero, lo hace sin esfuerzo). Un amor al Padre Duero que vertebra y se nutre y nutre estas tierras. Un amor a nuestro paisaje casi siempre enjuto de una belleza austera que la inmensidad de su luz resalta y en sus palabras tiembla. Un amor a la obra perdurable -en algún caso apenas huella desmoronada- de los hombres que habitamos antaño y hogaño estas tierras. Un amor a la espiritualidad -más allá de lo litúrgico- que emana de cada centímetro de tierra y en cada centímetro de cielo contemplado en las altas noches, cimbreante de estrellas el cielo. Un amor, en fin y sobre todo, a este idioma que nació apenas riachuelo y es ancho mar.
Y ahora no lo niego, quizá sea aún más cosas La llanura celeste, pero mejor que cada lector lo averigüe por sí mismo