miércoles, 29 de octubre de 2014

I Premio internacional de novela corta "La Esfera Cultural"

Ha habido muchas razones para que este blog enmudeciera durante tantos meses, todo el verano, y el primer mes de otoño, nada menos. Quizá las que más han pesado tienen que ver con cierta dispersión interior y cierta sensación de que la creatividad se aleja de mí por momentos. Después de reseñar el libro de Alena Collar, ese maravilloso Chico de la chaqueta roja, sentí que las reseñas en público no eran mi tarea ni mi camino (quizá algunas presiones me influyeron en la decisión), y no tenía ánimos ni para un microrrelato. En estos meses, como algunos sabéis, he seguido fiel al diario, a EL surco de los días y poco más.
De hecho he llegado a pensar en dejar que este Pavesas y cenizas girase por la red como uno de esos satélites artificiales que una vez acabada su misión orbitan alrededor de la tierra sin objeto, dan y dan más vueltas para nada: basura interestelar.
Pero como no he decidido nada, simplemente he dejado que el tiempo fuera pasando, no tengo la sensación absurda de la contradicción.
En fin, que intentaré volver a publicar con algo más de frecuencia en este blog, pero tampoco lo prometo…
Portada de la obra galardonada
En realidad el motivo de este post, no es para lo anterior. Lo de más arriba es una mera introducción, lo que quería dejar aquí es constancia de que ha sido fallado el primer premio internacional de novela corta “La Esfera Cultural”, como podéis ver aquí, que la novela, La felicidad de la polilla de Francisco Corrales ya está a vuestra disposición y aquí podéis adquirirla, y que desde el mes de abril tuve el honor de formar parte del jurado junto con otras nueve personas. Gracias a Francisco Concepción, por haber contado con mi aportación en esta apasionante tarea.
En este texto, a modo de relato (publicado inicialmente, como no podía ser de otro modo en "La Esfera Cultural", mi segunda casa), describo parte de mis impresiones y parte de mis experiencias:

CORRÍA EL MES de abril —aún la primavera era retoño en el piedemonte castellano—, a vuelta de correo electrónico, sin dudarlo, el escribidor dijo sí a la propuesta del amigo: sería jurado del I CONCURSO INTERNACIONAL DE NOVELA CORTA DE LA ESFERA CULTURAL. Apenas aceptó, percibió el abrazo de la sombra o del eco de cuanto se venía encima. Unas semanas después sintió con nitidez de bronce el alcance de su decisión. Hubo días en que se recriminó en silencio no haber pensado, haber actuado sin reflexionar; pero algo en su interior le decía que el primer impulso era bueno, debía seguir la corazonada. Decidió esperar a llegar a la meta, al horizonte ubicado seis meses después, tan lejos que ni se columbraba, cegado por una montaña de altas dimensiones.
Tenía la sospecha extraña de que, a pesar de su animadversión a los concursos, cada vez era llamado con más frecuencia para estos menesteres. ¿Cómo negarse a la amistad? ¿Cómo no asumir las consecuencias de formar parte de la sala máquinas del blog que cada día consideraba más su casa, más incluso que los suyos propios? ¿Cómo oponerse a la tentación de conocer buena parte del mundo, de visitar lugares y situaciones a los que nunca tendría acceso, aunque su vida entera se dedicara a viajar?
Pronto empezó el escribidor, que sobre todo era lector, a recordar sensaciones tan viejas como sus latidos. Alguna vez fue joven y sintió el impulso irrefrenable de vomitar un relato (apenas un disfraz de sus vivencias, una trama que escondía amores frustrados) y pensar que la narración era la mejor que se había escrito en español, acaso sólo superada por tres o cuatro novelas de las que le mandaban leer los profesores. Y mientras leía un buen número de historias que eran la primera incursión en esto de novelar, sonreía y pugnaba por arribar al final, aunque supiera que aquel texto no alcanzaría la meta. Pero el esfuerzo, la ilusión y la pasión puestos por la escritora o el escritor en su tarea, merecían todo su respeto, y la única manera de demostrarlo era llegar hasta el último punto a pesar de precipitaciones, errores de sintaxis, erratas, lo endeble o manido de la historia… Y pensaba, que muchos alcanzarían lo que soñaban, pero que deberían leer y leer, no parar de leer, porque la lectura reflexiva es el mejor taller de escritura, es al escritor lo que el aceite de oliva a la dieta mediterránea.
La vida del jurado, desde hacía tiempo, era itinerario de sobresaltos que quizá algún día merecieran convertirse en algo más que veladuras de recuerdos, y por suerte la lectura casi compulsiva de novelas de acá y de allá, era un bálsamo, una bombona de oxígeno para su ánimo. Otro premio ganado por el jurado, salud sin gasto de botica.
Apenas tras un puñado de novelas, percibió una de las virtudes del certamen y uno de los premios mayores que ganaría como jurado: asistir a una interpretación de la sinfonía del idioma. Su experiencia como jurado no había pasado de relatos cortos, y en tal extensión es difícil percibir tales detalles. Ante él se desplegaban, con la naturalidad con que respira el sol o luce la brisa, los matices del español, la pluralidad que expresa realidad, sentimientos, reflexiones, dolor, miedo, soledad, violencia, abandono, guerra; la flexibilidad para que ninguna arista de una idea quede en la sombra; la capacidad para sugerir con una imagen un concepto que apenas se revela, pero explota en la mente del lector, acaso como un guiño. Variaciones incontables del idioma común. Tonos que, sin embargo, en cada caso, se asumían por la conciencia lectora, pues lo múltiple es sinónimo de riqueza, no de división.
Pasaban las semanas, aumentaban las entregas, y buena parte del ocio del escribidor se tornaba buceo en historias tan distintas como diversos son los rostros: aventuras futuras, soledad, regresos a la infancia de recuerdo feliz o dolorosa memoria, viaje al pasado de la historia, amores, sexo glorioso, amistad, sexo infernal, odio, traiciones, crímenes, miserias y grandezas de los humanos, tantos horizontes, como horizontes tienen las pupilas de quienes escriben. Pasaban las semanas, y aumentaba la responsabilidad. El escribidor supo que lo peor no era errar en las elegidas, sino desterrar alguna que debiera haber llegado la fase definitiva. Por suerte la tarea no era labor solitaria, junto a él, codo con codo, sentía la presencia de los colegas. Era afortunado pues la visión de otros fue luz cuando él no acertaba a desvelar.
Pasó la primavera, concluyó el verano, casi cuatrocientas novelas acudieron a la llamada. Al inicio del otoño, afrontaban el tramo postrero. Se rozaba con los dedos la línea del horizonte. El camino parecía expedito, llano y ancho, lo peor había pasado… El escribidor se dio cuenta del espejismo, llegaba lo peor. ¿Cómo desterrar esta historia o esta otra o aquella o la de más allá? La responsabilidad se hizo pesada roca que algunas noches se adentraba en los túneles del sueño. Fueron semanas en que el escribidor no eligió, descartó, a veces dolorosamente.
El día en que emitió su voto, vio por la tele las imágenes glamorosas de la entrada de los miembros del jurado del premio mejor dotado económicamente en español. Lo más probable es que juzgase mal, pero en la particular alfombra roja de un hotel de lujo barcelonés, no descubrió ningún rostro con la tensión de tener que decidir el futuro de un autor o una obra, no supo ver la melancolía de haber eliminado la tarea e ilusiones de la inmensa mayoría de los concursantes. Meneó la cabeza y siguió pegado al ordenador. Sentía la necesidad de saber si su voto era errático, acaso equivocado, si su sensibilidad como lector era similar a la de los tarugos de madera, o, por el contrario, había conectado con el sentir general de los otros diez compañeros…
Pero no fue aquel día, aún pasaron un par de jornadas hasta que todos los jurados conocieron el desenlace. Respiró aliviado. Más allá de algún detalle, caminaba cómodamente dentro de aquel calzado, salvo que todos hubieran sufrido una alucinación colectiva…