martes, 26 de marzo de 2013

Crónica personal del IV Día Internacional de la Poesía celebrado en Segovia


Concluye así Felipe Benítez Reyes sus palabras en el librito conmemorativo del IV Día Internacional dela Poesía de Segovia:
«Y, a la vuelta de los años, a la vuelta de los libros, relee uno lo escrito y —al margen de su grado de valor— encuentra un sentido inesperado a todo ese afán, a todas esas palabras ordenadas: la poesía como la nostalgia inconcreta de uno mismo. la poesía como el mensaje embotellado de un náufrago que el capricho de la marea devuelve a la misma orilla. La poesía como una relectura de la propia vida, transformada ya en una leve ficción y ajena al tiempo, acogida a un melancólico simulacro de eternidad, mientras la vida pasa.»
Por su parte, Carlos Marzal se pregunta, entre otras cosas:
«¿Es el poeta, y mucho más el poeta inspirado, un artista que procede por visiones: un artista que las padece, que la recrea, que las interpreta y las produce en los demás, que las contagia? ¿Podemos referirnos al artista, al poeta, como tantas veces se ha hecho y denominarlo visionario?»
Efectivamente, el sábado pasado tuve la enorme dicha de gozar de otro memorable día de celebración de la poesía. En esta ocasión he participado como mero acompañante, casi como una adherencia a la jornada, a toda la jornada.
Por la mañana, y durante un par de horas, el paseo por la ciudad en el que Jesús Pastor nos fue llevando por rincones donde abrevamos traguitos de literatura, allá donde hay una huella de un escritor o de su obra en esta ciudad de luz precisa: Cervantes, el Arcipreste, María Zambrano, Azorín, Ramón Ayerra, Andrés Laguna, Jerónimo Alcalá Yáñez, el Marqués de Lozoya, José Rodao, Alfredo Marqueríe, Quevedo, Rubén Darío, Ramón Gómez de la Serna, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Antonio Machado…
Más tarde, y tras la foto de grupo, la comida que compartí en la misma mesa con Esperanza —cuyo poema resultó elegido como ganador tras votación de los propios seleccionados—, Pepe, Milagros, Eva, Idoia, Luis, Jorge, Mónica. Comida en que comprobé una vez más que la emoción es el surco predilecto de la poesía, pues emocionante es el poema de Esperanza. Y emocionante fue su reacción de sorpresa cuando supo que su poema, La cal, había llamado la atención de sus compañeros, lo que por otra parte no me extrañó cuando lo pude leer. Así arranca:
«Hoy no escalé los árboles, padre mío,
las hormigas movían largos senderos verdes
y los musgos dolían con voz de vegetal,
ya sé que hoy hace sol y se seca la grama;
pero no pude hacerlo y me vestí de blanco (…)
»
(La cal
—fragmento— de María Esperanza Párraga Granados)
Y a continuación, la preparación de la sala para el acto aunque lo mejor fue la charla con María Jesús —tan entrañable y sincera—. Y cómo no, el propio recital.
No conozco cómo funcionan otros actos que se dispersan por las distintas geografías del mundo para conmemorar esta jornada que nació auspiciada por la UNESCO. Lo que sé es que en Segovia se celebra, es decir, se festeja. Al menos para mí, pues, es un día de fiesta —como acabo de relatar— que gracias a Norberto García Herranz (alma del evento más que organizador, aunque esto último lo haga con total acierto y dedicación altruista) ya forma parte de mi calendario particular.
Ni siquiera me importa no ser seleccionado, como sucedió el año pasado, o no presentarme como éste, en que la sequedad de la inspiración, por diversos motivos que no vienen al caso, me impidió trazar un solo verso. Es igual. Siempre y cuando Norberto quiera, participaré, porque este día me sirve para conocer o reencontrarme con otros poetas que sufren de un mal parecido al que a mí me aqueja, aunque uno sea mero aprendiz, constante aprendiz, incansable aprendiz.
¿Hay mejor modo de celebrar la poesía que reuniendo a un grupo de poetas para que a modo de muestrario ofrezcan a quien quiera participar una amplia gama de poemas?
Una de las cosas que más me ha llamado la atención los cuatro años, es que el recital en que cada poeta lee su poema no es un acto en que los espectadores escaseen. Por el contrario, me sorprende que, a pesar de lo que se pueda sospechar a priori, la poesía atrae a un público muy variado.
Antes de ser atrapado por los versos de los participantes, me preguntaba ¿qué busca un lector de poesía? Sé que es una pregunta de imposible respuesta. Si se hace casi utópico encontrar la razón por la que uno escribe un verso, se me antoja más quimérico aún desentrañar la razón por la cual alguien prefiere sumergirse en un libro de poemas.
Sin embargo ahí están los lectores u oyentes. Pocos —muy pocos— comparados con los espectadores de un partido de fútbol, o de un concierto de una estrella del pop, pero ahí están (o estamos) incansables, silenciosos, acaso un poco solitarios.
Y al fondo, siempre al fondo, además del recuerdo de una jornada muy agradable, la emoción que late en los versos, incluso en aquellos de apariencia más satírica o ácida.
Acabando el recital, uno de los mayores forofos de la poesía en Segovia me decía que hoy en día hay muchas personas que escriben bien y están muy bien preparados, y no sólo en literatura, sino en cualquier disciplina artística. Probablemente sea cierto. Siempre he sostenido que la mejor garantía de que aparezca un grupo de poetas verdaderamente descollantes es que la base sea muy amplia. Y con esa idea optimista, como un faro en mitad de la oscuridad, salí del acto.
Había concluido el recital, o lo que es lo mismo, había concluido la jornada. La lluvia abrochaba la tarde con su canto como un collar líquido y de vocación fluvial. En mí resonaban tantos versos, tantos acentos, tantas formas de decir… Y, sin embargo, en todas ellas había algo común, había una suerte de identidad que las hermanaba. Y no, no es el idioma, que no es más —ni menos— que el cauce por donde transitan, sino el ansia de buscar la esencia de lo humano. Es el ser humano en sus múltiples facetas quien arde en cada uno de los poemas que dan forma al libro, y seguro que es el mismo fuego que crepitaba en el resto de poemas presentados para el acontecimiento y que al final no fueron seleccionados.
Me preguntaba, mientras bajaba las escaleras del Palacio de Quintanar, a la búsqueda de David Benedicte para compartir charla y cigarrillo, ¿qué importancia tiene un estilo u otro? A veces se pontifica en exceso sobre el valor de un tipo de poesía sobre otro: los versos libres, los versos blancos, los versos rimados, los versículos, el poema en prosa, lo surreal, lo lírico, lo narrativo, lo satírico, lo contemplativo, lo descriptivo, lo popular, lo visual, lo hermético… ¿Y qué importa cuando la autenticidad y la calidad suficiente están presentes?
Es evidente que nunca me ganaré la vida como crítico, porque mi afán no es señalar el defecto, sino resaltar el acierto y cantar la emoción que me provocan las palabras, los poemas, los versos.
La poesía es más grande y más generosa que todos nosotros. La poesía, como una madre pacientísima, nos acoge. No me canso de repetir que somos los poetas, incluso los muy menores, una gota dentro de un océano. Sin duda al final de esta época quedará la huella de la verdadera poesía, de esa emoción que tiembla con lo más auténticamente humano, de esa búsqueda apasionada e incansable de la verdad.
Como escribí hace unos días, la celebración de los días internacionales de lo que sea, suena a una especie prótesis ortopédica que intenta remediar una carencia. Pero a veces, como sucede en Segovia gracias al enorme e ilusionado trabajo y cariño de Norberto, se convierte en una hermoso árbol que arraiga con determinación y es capaz de dar sombra y producir frutos.

Foto del grupo de poetas seleccionados en esta
IV Día Internacional de la Poesía, junto a la estatua de Machado

viernes, 15 de marzo de 2013

Desde Buenos Aires

Francisco, instantes después de haber
sido elegido papa.
Foto El País


Hoy [por ayer] está siendo un día para charlar con amigos en persona y a través de los correos electrónicos sobre la elección de Francisco como nuevo papa de la Iglesia católica y romana. Supongo que uno no puede desprenderse de sí mismo. Como cualquiera, mi presente también se nutre y se apoya en el pasado. Vengo de donde vengo y el poso que ese discurrir de tiempo no puede olvidarse.
Pero, al mismo tiempo, sólo dispongo de este tiempo, sólo es real este presente por el que discurre mi existencia. Este ahora en que respiro, sueño, lucho, amo y busco, no lo vivo dentro de los muros de la Iglesia, aunque en mi corazón se decanten cada día tantas cosas. Vivo —y no es la primera vez que así lo digo— próximo a los márgenes, en ese lugar de intemperie donde el propio latido no cuenta con la aparente protección de un grupo, sino que, cuerpo a cuerpo, mis ideas se confrontan con otras ideas, con otras creencias, con otras visiones.
Y aunque hace unos años, cuando inicié este proceso que ahora empiezo a intuir como imprescindible, sentí el incipiente mordisco del miedo a la soledad, hoy sé que me he enriquecido, que cada día me enriquezco al poder confrontar cada día unas y otras.
Ayer [el miércoles] por la tarde —en realidad ya noche cerrada en Roma de lluvia y frío— Jorge Bergoglio, arzobispo y cardenal de Buenos Aires, pasó a ser obispo de Roma y, por tanto, sumo pontífice de la Iglesia Católica, que ejercerá su servicio con el nombre de Francisco.
Cuando el cardenal Jean-Louis Tauran anunció al mundo que el nuevo papa sería Bergoglio, y que se llamaría Francisco, las décimas de segundo de algo parecido al temor, fueron reemplazadas por el sentimiento de emoción que aún hoy me ocupa.
No sé, quizá me equivoque, o, simplemente no se cumplan tantas expectativas, pero al saber ese nombre, sentí que el mensaje estaba ya en marcha, y que era mucho menos importante la persona que lo encarnaría. La fuerza de las palabras es mucho mayor de lo que a primera vista parece.
Quizá debiera retrotraerme a lo que sucedió en mi interior hace ocho años…
No sé si será o no casual, pero, precisamente la elección de Benedicto XVI coincide en el tiempo con esta etapa mía de alejamiento de la Iglesia, del replanteamiento de muchas cuestiones e incluso del derribo definitivo de alguna de ellas.
Sin embargo, algunas de las convicciones más profundas respecto de cómo concibo el cristianismo son inamovibles en mí desde hace más de treinta y cinco años. Precisamente porque son inamovibles son sobre las que me apoyo, porque son las más firmes, porque son las que me sostienen en este camino que es la vida.
Aunque percibo que en el pontificado del papa emérito ha habido una evolución, y que este hombre de sonrisa extraña y mirada fría, se ha ido humanizando hasta llegar a reconocer su impotencia para llevar sobre sus hombros el peso de la Iglesia, algunos de sus postulados más firmes y reiterados sobre los que ha fundado el ejercicio de su cargo, eran ajenos a mí, cuando no repugnaban mi inteligencia. Recuerdo que en el mismo inicio de su papado proclamó solemnemente que la verdad es inamovible, es una e indiscutible. Y justo en este instante supe que no podía formar parte de esa propuesta, no porque tuviese o no razón (que pienso que no la tiene, dicho sea de paso), sino porque desde la propia formulación es excluyente, ya que en su entraña ha decidido que quien piense de modo diferente no tiene cabida a la hora de entablar un diálogo entre iguales. En el fondo, simplemente, recogía el hondo convencimiento de un pensar muy extendido en el seno de la Iglesia, según el cual se lleva al extremo las palabras del Maestro: “Quien no está conmigo, está contra mí”. Es poner en circulación un tipo de actuación que, en teoría, había quedado anulado con los documentos emanados del Concilio Vaticano II, sobre todo el Lumen Gentius y el Gaudium et Spes en donde, por el contrario, se viene a decir que la Iglesia no es la única depositaria de la verdad y que la Iglesia es la alegría y la esperanza para el resto del orbe.
Con la renuncia de Benedicto XVI, pensé que quizá era la última oportunidad que tenía la Iglesia católica y romana de hallar a quien la pusiera de nuevo en el sendero de su esencia. Y pensé que sería buena señal, casi la mejor de sus encíclicas, que se llamase Francisco.
Anoche, un hombre nacido en Buenos Aires hace setenta y seis años —en quien no había pensado casi nadie en estos días—, dijo que sería Francisco, acaso fue su primera encíclica: el poverello de Asís. (Hoy han confirmado que mi pensamiento fue atinado). Y siguieron otros gestos que apuntan en una determinada dirección, en un camino que lleva directo hacia el encuentro y el diálogo.
Hay sombras y hay miedos; pero el enemigo está dentro, por más que su antecesor lo viera —al menos al principio de su papado— fuera de los muros de la iglesia.
Aunque uno siga fuera, casi en la frontera, he descubierto que siempre es posible hacer las cosas de más de una manera, y puedo, por ello, sentirme acogido en esos gestos y palabras, igual que hace ocho años me sentí rechazado, aunque algunos sostengan cosas diferentes.