Mañana de
septiembre sentado ante la lluvia. La melancolía se pasea desnuda y me
contempla con lujuria. Quiero apartar mis ojos de ella, pero es tan atractiva,
tan hermosa. Intento escribir versos, aunque sean oscuros, cualquier idea
absurda como una cebra azul que me distraiga, pues sé el peligro que me acecha.
Pero no puedo, nada se
me ocurre. Ella ante mí, sinuosa, cantándome con voz de mil campanas que
alumbran esqueletos, mostrándome su cuerpo sin pudor y sin obscenidad: la
serena pureza del tiempo y la costumbre.
Le falta sonreírme,
guiñarme un ojo, hacerme ese gesto inequívoco; pero ella no sonríe, excepto
cuando llora, excepto cuando sabe que tendrá más fuerza el brillo de sus ojos
que la curva delgada de sus labios.
Llueve en el quicio de
septiembre. La mañana es hermosa casi como una perla, y ella danza ante mí. Cómo
cimbrea el cuerpo apetecible: sin rubor y sin prisa. Me conoce y está segura de
que me entregaré a sus brazos, incrustándome a sus poros, recorriendo
centímetro a centímetro su piel con mis labios como dedos. Intuye que mis dedos
como labios libarán cada pliegue de su anatomía. Y desembocaré, labio, surtidor
o dedo, en su entraña, mandorla de vacío.
Se acerca tal que niebla,
extendiendo su brazo de alga y mirlo. Se acerca como arroyo y sombra de una
estrella. Continúo sentado en la mañana, y sus ojos me imantan como un lago infinito,
y mis ojos ahora son incapaces de mirar a otra parte, ya casi son un surtidor,
un dedo, un labio perdiéndose en su entraña.
Pero he de contenerme, no
dar el paso. Dejaré que sea ella quien baile ante mí, quien muestre sus
encantos, todos ellos. Intentaré vencerme, vencer mi inclinación. Si quiere mis
caricias, mis besos y mi entraña, tendrá que venir hasta aquí, tendrá que
desnudarme, y abrazarme y besarme y llevarme, muriendo, hasta su centro.