Creo que no son necesarios preámbulos. Ni estoy en condiciones para extenderme en cuestiones inútiles, que a ambos nos repugnarían. Me imagino que te estarás preguntando por qué te escribo ahora, tantos años después. ¿Cuántos? ¿Trenita… veintiocho…? ¡Qué más da!
Estoy seguro de que haber leído mi nombre en el remite del sobre habrá sido suficiente para haberte traído todos los recuerdos de aquellos años. Sé perfectamente que, a pesar de lo que supone la mayoría, has sufrido mucho. La mayoría sólo ve al pobre huerfanito que con su esfuerzo ha llegado a ser ayudante del fiscal. De eso se trataba, de que sufrieras. Reconozco que lo habéis llevado muy bien en vuestra familia, y el que hayas llegado hasta donde lo has hecho, puede confundir a la mayoría. Pero no a mí. He seguido a cierta distancia, y desde la sombra, tu brillante trayectoria profesional y sé que estás a punto de subir otro peldaño más en tu carrera. ¿Te sorprende esta afirmación? No la rechaces, no desestimes mi información. A pesar de mi ausencia en tu vida, sé más de ti de lo que te pudieras imaginar. Hasta tu futuro conozco. Pero esto no viene ahora al caso. Lo que me importa es que a pesar de las apariencias hayas sufrido y sufras como lo estás haciendo.
No es justo, Luis, que tú continúes ascendiendo y yo esté muerto.
Estoy seguro de que vas a leer todos estos renglones más de una vez. Y quiero que sepas que el único motivo que me impulsa escribirlos es el odio a tu éxito, la pura envidia que me corroe porque te veo llegar a dónde nunca soñaste, mientras yo, tu mejor enemigo de la infancia, un enemigo realmente cordial, está a punto de morir en unos pocos días, quizá me queden un par de semanas, si es que me pongo un poco cabezota y me resisto a hacer caso a mis malditos huesos, y con toda seguridad habré muerto cuando leas esta carta, por culpa de un tumor que ya me ha vencido a pesar de mi dinero y galopa victorioso y sin cuartel por lo poco que queda sano de mi organismo.
Así que no me perderé en más divagaciones.
Ambos sabemos que el tiempo, los años que han pasado desde aquello, no ha sido suficiente para explicar con claridad todo lo que ocurrió aquella mañana. Supongo que recordarás que yo era un niño muy inquieto y que me moría por ser el centro de atención del lugar donde estuviese. Pero eso era fuera de casa. En casa sólo era una sombra que se dedicaba a escuchar lo que decían los adultos.
Como sabes, nunca tuve un hermano con quien compartir juegos o pelearme, así que mi distracción predilecta era disimular que jugaba con alguna cosa, mientras mis padres hablaban, más bien poca cosa o veían la televisión. Me gustaban especialmente unas construcciones que tenían cientos de piezas de colores.
Aunque no entendía la mayoría de cosas de las que decían, pues éramos muy niños, ¿recuerdas, verdad?, sí me hacía cierta idea de lo que les preocupaba, y según eso yo actuaba. Sobre todo necesitaba que me quisieran que fuera importante para ellos, que me tuvieran en cuenta.
Supongo que no se te habrá olvidado que éramos inmensamente ricos. La Florida, que por entonces aún dirigía mi padre, y donde tu padre trabajaba como contable y hacía las veces de secretario o algo por el estilo, ya funcionaba a pleno rendimiento. Pero a pesar de tantas riquezas, yo me aburría muchísimo, y mis padres pasaban muy poco tiempo conmigo. Por la noche, antes de dormir, solíamos estar los tres en el salón, mientras veían algo de la televisión. A veces hablaban, pero en contadas ocasiones. Lo normal es que mi padre contase cosas de la fábrica y mamá algún chisme que había oído por ahí. Pero habitualmente no se decían casi nada.
Poco antes de lo de la pelota, empezaron las discusiones, las voces, los llantos.
Yo no entendía muy bien por qué discutían y eso me asustaba. A pesar de que en el colegio aparentaba que nada ni nadie me asustarían nunca, pues yo era Eladio Roquedal Torrequebrada, hijo de la mayor fortuna del contorno. Pero me asustaba ver lo que pasaba en casa. Estaba acostumbrado a su silencio, no a sus voces o a sus llantos. En una de estas discusiones escuché con nitidez que mi padre acusaba a mi madre de que le estaba traicionando con tu padre. Aunque aún no tenía pruebas, decía él, estaba completamente convencido. Y como pudiera demostrarlo se podía ir despidiendo de todo aquel lujo en el que vivía, incluso de mí se podía ir despidiendo. Aquella fue una cuchillada, Luis.
Desde ese momento te odié más que nunca te había odiado. En realidad tú no tenías la culpa de nada, pero yo no conocía a tu padre, sólo conocía a su hijo, y en mi interior debiste ocupar su lugar, y nunca has dejado de ocuparlo. A ti, además, te tenía bien a mano y estaba seguro que si te hacía sufrir, algo ocurriría para que tu padre se diera cuenta de que el verdadero culpable era él. Así que te tenía que hacer todo el daño que pudiera, para ver si tu padre se daba cuenta de las cosas tan horribles que estaba haciendo con mi madre y el daño que hacía a nuestra familia, sobre todo a mí, que me podría quedar sin madre. Me dediqué a hacerte la vida imposible. Comencé con meterme con tu torpeza física y me encantaba recordar continuamente que tu padre era empleado del mío. Cosas de niño que no tiene recursos.
Hasta que se te ocurrió llevar aquella pelota. Eso fue mi salvación. Supe que te podría hacer daño si te la afanaba, y no lo dudé.
Lo demás fue una mezcla de intuición por mi parte y la buena suerte que se convirtió en mi aliada. Estaba asomado al balcón, cuando vi que venías corriendo por la calle. Supuse por la hora, que venías a la panadería de doña Tesita. Así que bajé las escaleras y me situé en el portal, cuando estabas a punto de pasar solté la pelota. Esperaba que la vieras, y que fueras detrás de ella. Luego pensaba perseguirte y atizarte por habérmela quitado. Que me creas o no, a estas alturas, me es indiferente, pero de mi cabeza no salió ninguna maldad más.
Fue después la suerte quien vino a completar mi iniciativa. Fue una suerte para mí que tu padre subiera en ese momento con el coche, fue una suerte que no miraras y que no lo vieras, fue una suerte que topara contigo; fue suerte que tu padre pensara que te había matado, al haber quedado tú inconsciente en medio de la calzada, y la mayor suerte de todas fue que su corazón no resistiera aquella sensación de culpa y lo matase allí mismo. En esos días o semanas no lo pensé, pero con los años llegué a la conclusión de que pensó que aquel accidente, en realidad, había sido un castigo divino por acostarse con mi madre.
Sí, Luisito, conocí el coche y su conductor y durante un segundo se me puso un nudo en la garganta. Pero fue sólo un segundo. El coche te golpeó y frenó en seco. Tuviste suerte de que fuera tan despacio; si hubiera venido más rápido seguro que todo había sido más perfecto aún. Él abrió la portezuela y se levantó, no hizo más, cayó fulminado. Supongo que verte con aquella postura tan graciosa que tenías en el suelo fue suficiente para que confirmara el primer pensamiento que había tenido.
Subí corriendo a casa y le conté a gritos a mi madre que el papá de Luisito había atropellado y había matado a su hijo y que él se había desmayado al salir del coche.
Como se demostró a los pocos minutos, ocurrió exactamente al contrario, pero yo no podía saber que mis súplicas habían sido escuchadas. En realidad lo que me interesaba era contemplar la reacción de mi madre, saber que su traición había tenido consecuencias funestas, que se anduviera con ojo, puesto que cualquier día a ella también le podría suceder algo.
Recuerdo que no gritó, que no hizo ningún aspaviento, salvo taparse la boca con la mano y echar a correr hacia la calle. Interpreté esos gestos como una prueba evidente de que mi padre tenía razón.
Por suerte, todo el mundo se olvidó de la pelota y alguien que pasaba por allí, pensando que se te habría escapado, se la devolvió a tu madre.
Pensarás que después de tantos años te regalo un golpe innecesario.
Quizá sí, Luisito, quizá sí, pero mientras tú gozas de una vida próspera y con un futuro brillante, yo estoy muerto. Y eso es terriblemente injusto, completamente inmoral, sobre todo porque tu padre y mi madre consiguieron que mi infancia se convirtiera en un infierno, puesto que a pesar de la muerte de tu padre, mi padre nunca más se fió de mi madre, y ella acabó por marcharse de casa, supongo que harta de tener que dar explicaciones o de sentirse perseguida por los celos de mi padre.
Desde el infierno, Luis, recibe mi odio más cordial.
Pero al oír la voz que sonó tras su móvil, la sorpresa fue aún mayor. Nélida había suspendido la cita con el grupo. Quería que Luis Prieto Enciso, el ayudante del fiscal, fuera a visitarla a su casa, en media hora, más o menos.
El futuro, esta vez, no se marchitaría.