miércoles, 30 de diciembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR CON FARINGITIS


Verán ustedes, en estos días ando con una rebelión en toda regla en mi organismo. Algún animalillo (o similar) ha decidido desenvainar sus armas de borde bien afilado y no deja de clavarlas con contumacia agresiva sobre mi garganta que aguanta hasta donde puede y en silencio. Hemos tenido que pedir ayuda (mi garganta y yo mismo) a unos refuerzos que suelen sofocar la revuelta en poco tiempo. Quien manda este destacamento (doctor en medicina y hombre afable, enteco, atento y escuchante magnífico) ha decidido que con veinticuatro contraataques divididos en tres asaltos diarios con una frecuencia de ocho horas será suficiente para que tamaña revolución quede abortada plenamente y sin mucho menoscabo para mi organismo.
Confío en el general a pie juntillas así que, como buen subordinado, envío a las tropas del ejército encapsulado a que cumplan con su misión de eliminar sin piedad a las huestes insurrectas que tienen tomada mi garganta, mis articulaciones y el ánimo, que es lo peor de todo. Mis refuerzos son enviados a cumplir su misión al amanecer, cuando la tarde va de caída y en la media noche.
Si uno va a mirar, no parece proporcionado que semejantes bichillos puedan con un corpachón como el de uno (aunque tampoco es que sea precisamente un ejemplar humano encuadrado en la categoría de los pesos pesados); pero es incomprensible del todo que arrumben el ánimo y las ganas de hacer cualquier cosa, llevándome a una especie de desidia perezosa, a una haraganería insufrible.
El caso es que el cerebro emite deseos, proyecta alguna actividad, pero cuando llega la hora de ponerse manos a la obra, parece que soy heredero directo del ritmo abúlico del oso perezoso que para mover uno de sus brazos tiene que pedir permiso al día siguiente.
Y en esas estamos.
Por gozosas razones, este escribidor tiene concedido permiso para los días laborables de esta semana y, aunque es cierto que no he elaborado excesivos planes, salvo un abrazo entusiasmado a uno de nuestros contertulios llegado del sur con la familia, me refiero a Flamenco Rojo, y una íntima celebración de un aniversario especialísimo, el tercer año junto a Marián, sí que tenía proyectado que el tiempo de asueto se pudiera dedicar a la escritura de un artículo que tienen a bien publicarme, y la lectura de algún libro, de esas decenas de libros que tengo pendientes por leer y esperemos que disfrutar.

En teoría (imagino que ustedes supondrían algo por el estilo), por las fechas que corren, parecería pertinente realizar un balance sobre el año que está a punto de concluir, pero ni siquiera tengo ánimos para ello, ni sé si tendré la mínima coherencia mental para conseguir hilvanar con lógica dicho memorando.
Por no dejar el asunto de vacío, me limitaré a enunciar aquello que para este escribidor ha sido determinante de este 2009 que agota sus últimas horas:
El año se inició con el dolor de la sangre y de la injusticia allá por Palestina, como una premonición de un año duro para los débiles y oprimidos. Y ha sido un año duro, muy duro. Por demasiados lugares del Planeta la bestia ha mordido con saña los débiles miembros de sus hijos más necesitados con la mirada neutra y vacía de la mayoría que contemplábamos (como si todo nos fuera ajeno) tanto sufrimiento en África, Latinoamérica y Asia. Y eso, por desgracia no es ninguna novedad. Ocurre todos los años desde siempre, creo. Cambia el nombre y la ubicación de los sujetos, pero siempre es la sangre de los oprimidos la que se derrama.
Entre nosotros mismos, como un ominoso criminal, se ha instalado el fantasma del paro que se ha encarnado con tanta firmeza, que ya parece milagroso lograr desalojarlo de nuestras vidas. Y el paro, como un monstruo siempre insatisfecho, es el primer paso para que las existencias de muchos se conviertan en miserables, y pasen a formar parte de la turba de los necesitados.
Otros, como cada año de forma casi perenne, se dedican a intentar alcanzar sus metas a través de bombas y crímenes sin cuento, olvidando a la primera de cambio que así consiguen enemigos en vez de adeptos...
Algunas veces creo que la vida del ser humano es lo menos valioso para el ser humano...

Pero no todo son sombras espeluznantes, a nuestro alrededor también han brillado antorchas de poderosa luz, aunque parecieran absurdas en un primer momento.
La gallardía de la señora Aminetu Haidar no es la más pequeña de estas candelas. Por mucho (y esto lo he manifestado públicamente) que las consecuencias de su determinación sean más bien borrosas, ha elevado la estatura del ser humano varios centímetros. Y a mi modo de ver su gallardía inconmovible, aunque para muchos sea cabezonada injustificable, es una base sólida para que el pueblo saharauí del que forma parte, de una vez por todas, de pasos definitivos hacia donde los propios saharuís quieran.
Una generación de deportistas de alto nivel ha hecho olvidar ciertos vicios muy propios de nuestro país, que en general tienen que ver con el orgullo. Desde la cercanía, la humildad, el sacrificio, el trabajo en equipo, la actitud de poner en juego las mejores virtudes de cada quien, han demostrado de una vez por todas que para que los sueños se conviertan en realidad hay que vestirse con el mono de faena. Aunque a ustedes les pudiera extrañar, me parece esto más relevante de lo que parece, pues semejante receta se puede aplicar, probablemente con resultados semejantes, o sea alcanzar la meta planteada, si se aplican los mismos criterios en cualquier actividad que desarrollemos.

Durante este año que se nos escapa, este escribidor ha sido condecorado con el distintivo de su atención casi diaria, y para quien se dedica al ejercicio de juntar palabras, no hay premio mayor que tener lectores.
Gracias a ustedes y a esa pertinaz paciencia con la que me soportan, a este blog le ha nacido una criatura en forma de libro de poemas llamado Versos como carne. Y probablemente no sea el único.

En el ámbito más estrictamente individual, quien suscribe, ha sido sonreído por la gratificante circunstancia de haber conocido nuevos seres humanos (incluso en persona) que acrecientan sus horizontes, nuevas amistades que no serían posibles si no hubiera comenzado esta aventura llamada Pavesas y cenizas.

Y lo más importante de todo, lo que da equilibrio a mi existencia, hay una persona, Marián, que todavía me soporta y hace más llevadera mi existencia y mi tarea.


Y todas estas cosas a pesar de la faringitis que clava sus alfileres sobre la garganta, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer...

lunes, 28 de diciembre de 2009

LA BLANCA GALERÍA


Desde hace dos décadas, Conrado Escalante sólo existe para contemplar las idas y venidas vespertinas de Dorotea Dalmacio, viuda de Isidoro Froilán Garcinuño, ex-notario de Euritimia. El título de ex se lo confiere el hecho irreversible de haber finado hace tres lustros. Cuando esta mujer pasa por la acera, su vecino de enfrente piensa que el universo se ha de paralizar y rendirle pleitesía o, al menos, presentar armas en hierática posición de firmes.
Conrado desde hace dos décadas está enamorado, en silencio casi absoluto, de Dorotea. Durante cinco de estos veinte años, sintió terribles dolores de estómago por tal causa que desaparecieron de inmediato, tras el fallecimiento del ínclito notario.
— Eso era angustia, tío. Mejor dicho, la conciencia que le acusaba por tener pensamientos tan pecaminosos—, le diagnóstico con mucha seguridad su sobrino Lisardo García Escalante, hijo de su hermana Remedios (Remeditas en la familia), que había cursado bachillerato en el colegio de los Jesuitas y un par de cursos de veterinaria en Salamanca, por lo que se le suponía una sólida formación en tan elevadas cuestiones morales, y más cuando éstas tenían tan palpables consecuencias en forma de síntomas psicosomáticos.
Conrado pensó que su sobrino tenía razón, pues no en vano, ya antes de tan perentorio diagnósitico, se confesaba todas las semanas con don Abundio de tan ominoso pensamiento que ponía en peligro un sacrosanto matrimonio, amén de gastarse en la botica de don Prudencio una buena cantidad de duros en antiácidos, protectores gástricos, jarabes digestivos y otras pócimas cada vez más caras y más perniciosas, a deducir por los posibles efectos secundarios adversos que se leían en los prospectos que acompañaban como una inextricable novela de terror el envase donde le esperaba el veneno reparador.
Pero el día en que el lujoso féretro donde reposaban los restos de Isidoro Froilán Garcinuño, notario de Euritimia, abandonó su casa con tanta pompa y solemnidad camino del cementerio, donde un lujoso mausoleo le esperaba, repentinamente se evaporaron aquellos dolores, aquella acidez, aquella halitosis nauseabunda, aquel constante malestar que acrecía con tremendo vigor cada vez que la figura majestuosa y rotunda de doña Dorotea aparecía ante sus ojos, con la misma rotundidad y majestad con que las diosas griegas llenaban los frisos de los templos paganos.

La viuda del ex notario tenía la costumbre de salir a la calle hacia las seis o seis y cuarto de la tarde, y regresaba entre las nueve menos cuarto y nueve menos cinco de la noche. Invariablemente, día por día, excepto los días de Semana Santa y de Navidad, en que todas las costumbres del mundo enloquecen, según opina Conrado Escalante con encendido discurso presenciado y seguido siempre con suma atención por Carioco, su gato de angora, único ser vivo que le hace compañía día y noche. Después del óbito del ex notario, ex vecino, y, sobre todo, ex marido, se precisó, gracias a los resultados de las investigaciones encargadas a Lisardo, que su vecina acudía cada tarde a la cafetería-chocolatería Buen Gusto, un par de calles más abajo. Allí se reunía con un grupo de amigas, también honorables damas euritmitenses, y merendaban su chocolatito con un exquisito bizcocho elaborado en exclusiva por este establecimiento de tanta raigambre en la ciudad. Después de una hora y media, poco más o menos, de avivada tertulia que en ocasiones se acaloraba más de la cuenta, sobre todo cuando se hablaba de la perversión en los comportamientos de jovencitos y jovencitas que no ocultaban las muestras de libinidosa pasión amorosa, acudía a misa de ocho a la parroquia, tras lo cual, reconfortada y satisfecha de su papel en el mundo, regresaba a casa. Instante en que el universo, al menos el que forma parte de la Calle Angosta, debería detenerse, rendir pleitesía, etcétera...
Cuando Conrado, quizá un par de meses después, estuvo completamente seguro de que, a pesar del nuevo estado civil de su vecina, los hábitos de aquella mujer a quien adoraba en silencio permanecían invariables como el ritmo de los segundos, una tarde primaveral esperó acodado en el balcón a que ella regresase de su misa diaria y saludó con gesto cortés y caballeroso.
Este leve ademán se repitió durante unas semanas, hasta que otra tarde, muy próximo ya el verano, el vecino de la viuda se atrevió a hacerse el encontradizo con ella, mientras el viejo reloj de pared de su salón daba seis campanadas. A pesar de los años de vecindad, era la primera vez que se saludaban. Por honestidad con los lectores, habrá que precisar que ni se saludaron, pues el caballero enrojeció como un pimiento morrón y, salvo un inaudible buenas tardes, no acertó a que ningún sonido comprensible hiciera el recorrido habitual desde las cuerdas vocales hasta los labios extrañamente resecos y algo lívidos.
Justo una semana después, es decir el jueves posterior, se produjo otro encuentro: casual para doña Dorotea, no tanto para su vecino que, de más está decirlo, ninguno de los otros seis días de la semana había olvidado su saludo silencioso desde el balcón. Para la ocasión don Conrado había bebido un par de copas de vino moscatel que guardaba en casa como agasajo para cuando sus sobrinos acuden de visita, mayormente durante las fiestas navideñas.
No está muy claro del todo, pero parece ser que las propiedades milagrosas de tal líquido, obraron el prodigio de que don Conrado hilvanara tres frases seguidas, sin caer desmayado sobre el pavimento de la acera.
— Buenas tardes, doña Dorotea. Es un placer volverle a saludar. Mi único deseo es que usted sepa que el momento más maravilloso del día es cuando regresa después de oír misa.
Dorotea Dalmacio, viuda de Isidoro Froilán Garcinuño, y piadosa dama euritmitense donde las hubiera, se ruborizó levemente, como adolescente después de un piropo, y no dijo nada. Inclinó la cabeza, continuó su camino y ocultó una sonrisa y la alocada carrera de su corazón que parecía iba a salírsele del pecho. Aquella tarde estuvo, en la tertulia, silenciosa, y en misa, distraída.
A la mañana siguiente alguien llamó al timbre de don Conrado, pero antes de que éste tuviera tiempo de acercarse siquiera, ya habían colado un sobre lacrado por debajo de la puerta. Cuando lo abrió, impaciente como un niño el día de su cumpleaños, contempló una elegante y esmerada caligrafía que había escrito las siguientes palabras.
“Cuando esta tarde me vea entrar en casa, no se aleje mucho del balcón, aunque le ruego sea discreto en sus gestos. Pero, por Dios se lo pido, no vuelva a dirigirme la palabra en el tiempo que nos quede de vida”.
Desde entonces este es el momento del día que espera Conrado. Según se confiesa a sí mismo, pues ya no acude a don Abundio, es el instante de la jornada que le permite mantenerse con vida.
Cuando ella introduce el llavín en la cerradura de la puerta del portal, gira la cabeza hacia él en un movimiento que siempre le parece grácil y rotundo, similar al de las diosas paganas (es poco dado a la imaginación) y le sonríe dulcemente. Él, a continuación, apaga la luz del salón, pieza de la casa situada en la fachada, y, discretamente oculto tras la blanca galería, espera a que se encienda la lámpara el dormitorio de Dorotea.
Y durante unos minutos, que nunca se molestó ni se molesta en contar, puede decirse que es el hombre más dichoso del planeta.

viernes, 25 de diciembre de 2009

NAVIDAD AÑO CERO

Este es el misterio que compramos en la Plaza Mayor de Madrid
Según conté
aquí

No nos engañemos. No confundamos el eco con las voces. Allí no hubo luces, ni efectos pirotécnicos, tampoco hubo centros comerciales, ni aglomeraciones, ni cajeros automáticos. Allí no se celebraron opíparas comilonas, ni se rebasó el límite de alcohol en sangre autorizado para circular por los polvorientos caminos de Judea...

Por cierto, ni siquiera hablo de Belén, donde, según las crónicas, sí hubo jaleo, pues no pudieron alojarles en las posadas. En Belén los hosteleros colgaron el cartel de no hay billetes, ni rincones... Pasa lo que pasa, la joven pareja no debió darles buena pinta. Obreros manuales, quizá parados que llegaban a cumplir con el requisito abusurdo de las autoridades romanas. (¡Qué afán ha tenido siempre la administración por contar súbditos!). Los taberneros llegaron a la conclusión de que se gastarían poco en comida y nada en vino. Y encima, ella estaba de parto. No lo podia ocultar.

Uf, un parto y con todo lleno. Menudo contratiempo. Vamos, vamos, que se vayan.
¿Pero, hombre, así a la calle? ¿Sin más?
Ay, mujer, siempre con tus sensiblerías... Pues mándalos al establo y que se apañen como puedan.

Cuando digo allí, hablo de esa cueva donde un pesebre cubierto de pajas pintadas de sol, y que hubieran sido alimento de las bestias, sirvió de cuna a un niño que se atrevió a ponerse en nuestras manos. Estas manos que se hartan de derramar sangre y odio, letras y caricias; estas manos expertas en la destrucción y en la edificación; estas manos acostumbradas a morir y a matar.

No nos confundamos, no nos dejemos engañar. Allí (repito: allí es una cueva que servía de establo) no había aromas de suculentos guisos, pero tampoco hubo tormentosas discusiones revestidas de sonrisas de hienas.

Allí sólo hubo barro de luz y palabra de carne. Allí resonaron ecos de viejas utopías que soñaron con trocar lanzas en podaderas y espadas en arados. Allí comenzó a hacerse canto el viejo sueño: el león pacerá junto al cachorro de ternero, el niño jugueteará con su manita dentro de la hura del áspid sin temor y sin peligro. Allí inyectaron vitaminas a quienes gritaban porque los montes se allanasen, porque los barrancos se encumbrasen.

Y allí sonó una melodía compuesta por ángeles, cuyo eco muy pocos han escuchado. Y sólo alguno ha podido copiar en papel pautado.



Fragmento del Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach. BWV 248, conocido como la Sinfonía.
Este es el fragmento que escuchan los protagonistas de mi cuento de Navidad de este año.

Si alguien que no lo haya recibido lo desea, con que me lo pida vía mail, será satisfecho.

OS DESEO A TODOS FELIZ NAVIDAD

miércoles, 23 de diciembre de 2009

¿ODIAS LA NAVIDAD?

Adoración de los Magos Diego de Velázquez.
Imagen tomada de la red


Y encima no nos ha tocado ni la pedrea... Anda, Paco, ponnos otra caña... No me mires con esa cara... Te digo la verdad: en estos días todo es pura falsedad. Es como si hubiéramos sacado del armario la careta de la sonrisa. Toca vestirse con el uniforme de los buenos deseos y de la paz. Si es que parecemos un ejército desfilando ante las máximas autoridades. Todos cantando I want wish you a merry Christmas o Pero mira como beben los peces en el río...

Eso será porque quieras, nadie te obliga. ¿Si no quieres sonreír, por qué tienes que sonreír?

Me mirarían como un bicho raro si no lo hago.

Ya, pero serías sincero. ¿Porque serías sincero, no...?

Bueno, sí, ya sabes que no me gustan nada las navidades... Te lo acabo de decir.

¿Y qué es exactamente lo que odias de las navidades?

Parece que estás sordo, tío. Odio que me impongan la sonrisa, ¿no te lo he dicho?

Sí, ya me he enterado… ¿Sólo eso…? Parece poco, ¿no?

No… También odio los anuncios que ponen en la tele durante estos días.

¿Y sólo por eso?

No, joder, todo. Odio todo. La hipocresía, el olor a mazapán que invade las casas, las luces de la calle que nos impulsan a comprar, las comilonas obligatorias, que todo el mundo tenga que reventar la paga extra en los grandes almacenes para quedar bien con el cuñado al que no puede ver ni en pintura, ver las mismas películas de santaclaus, o esos cuentos que escriben cuatro imbéciles para edulcorarlo todo… Como si pudieran engañar a alguien... Joder, me va a dar un ataque de diabetes cualquier día, tanto azúcar por todos los lados…

Vale, vale... ¿Y eso que tiene que ver con la Navidad?

No me vengas con monsergas, eso es la Navidad

No, tío, qué va a ser eso la Navidad… Si quieres te cuento un cuento de Navidad.

Ya estamos, otro con afanes literarios…

No, en realidad es un micro-relato, casi ni se nota que es literatura.

¿Qué coño es un micro-relato…?

Mejor te lo cuento y lo entiendes.

Si no queda más remedio...

Ayer en el curro, un grupo de niños de un colegio vino a ver el belén. Me crucé con ellos cuando bajaba a la oficina después de una reunión. Dos de ellos no podían subir para ver el belén desde la galería. Uno porque iba en silla de ruedas y la otra porque casi no podía andar, tenía el equilibrio fatal y no doblaba las piernas. Así que, primero le di la mano y luego la cogí en brazos y le dije a la maestra que me acompañara con el otro niño hacia el ascensor. Cuando tomé a la niña en brazos, sentí que sus piernas estaban cubiertas por unas duras piezas ortopédicas, pero sonreía llena de ilusión. Cuando llegamos a la galería y la dejé asomada para contemplar a vista de pájaro las figurillas del nacimiento, la luz del mundo se concentró en su boquita.

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Ahora correspondería una música, un villancico, una pieza musical, no sé. Pero seguro que no acertaría o tardaría mucho en encontrar una, así que os invito a que elijáis entre diez nada menos. Las gracias no me las debéis a mí, sino al bueno de Milhaud y a su blog CADA DÍA UN CANTAR que como sabéis está enlazado en este blog.

Si pincháis aquí, accedéis a su entrada de ayer día 22, donde hay diez canciones navideñas interpretadas entre otros por Diana Krall, The Beach Boys, Ella Fitgerald, José Feliciano, John Lennon...
Que lo disfrutéis.

lunes, 21 de diciembre de 2009

SIN PRISAS

Imagen tomada de internet

La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Julio de 2005


La novela sigue avanzando, con la suavidad con la que un enfermo comienza su proceso de rehabilitación. De pronto, sólo con haber empezado a escribirla, ya no tengo prisa. Debe de ser algo así como la sensación que tienen los buceadores. Una vez que has hecho la inmersión hacia el fondo del mar, lo que quieres es disfrutar del medio, flotar dentro del agua, casi sentirte feto dentro del útero terrícola.
Tampoco tengo prisa, porque no sé qué me van a deparar las vacaciones, además, creo, que ya tengo conquistado el territorio vespertino, como mínimo, estas tres o tres horas y media cada día pueden ser una cosecha interesante…
Hoy, por ejemplo, no me encuentro con ánimos para escribir nada de ella. No sé, prefiero descansar.

Llegar hasta la encinilla que, como un ermitaño enano, se asoma al profundo cañón es siempre una satisfacción. Me encuentro con ella, la saludo. Sus ojos verdes y plateados se mecen por el viento de poniente que normalmente sopla por esos parajes con la dedicación de un amante poseído por la pasión. Desde ese punto, el paisaje es profundamente hermoso. Tiene acentos cantábricos un tanto salvajes, al menos hacia el ocaso. Sin embargo, más hacia el norte, es un secarral hondamente castellano. Parece un lugar de frontera, uno de esos límites que la naturaleza ha encontrando. Quizá, se trate simplemente de la orientación septentrional de esas suaves curvas, con algo de identidad femenina, como de mujer que lánguidamente se tiende a esperar a su hombre.
Allí, en la parte donde me paro unos instantes, una zona abierta a los vientos y a la solana, en territorio de alientos esteparios, la encina, que no levantará más allá de un metro ochenta, parece un eremita de otros tiempos, autoexcluido de la compañía del resto de la humanidad para, en el eterno silencio, solo roto por el ulular del viento y los breves trinos de las aves, contemplar las maravillas de la creación que se muestran ubérrimas al otro lado, tras la honda cuchillada del terreno que, sin duda, fue originada por el paso de un río o arroyo…
En estos días en los que ya ha empezado julio, la soledad es mayor, si cabe. A penas me he cruzado en todo el trayecto con tres personas que hacían como uno ejercicio y dos viejecitos sentados en otro de los lugares paradisíacos del sendero, a la sombra y al abrigo de unas rocas, contemplando la inmensidad de un paisaje que parece expresamente transportado para el goce del espíritu desde otras latitudes y desde otros tiempos.
Cuando he pasado, a la carrera, junto a esto viejecitos, me he preguntado qué harían allí. Me ha respondido el silencio, el silencio del paraje y el de los hombres y el mío. Supongo que no hace falta hacer absolutamente nada, simplemente dejarse poseer y llenar por esa belleza agreste y solitaria que por su virginidad imposible sorprende al corazón y lo esponja…

viernes, 18 de diciembre de 2009

¿DÓNDE PERDIÓ LA LUZ EL BARRO?


Se adormece el universo entero.
Cierra sus párpados como un niño que necesita descansar de sus juegos.
Antes de ser lobreguez de hielo y de silencio, se perfila su última curva como un tobogán sobre el rastro del cometa.
Cae tan despacio su última sonrisa que sólo el polvo sideral recoge el final de sus rictus.
¿Dónde perdió la luz el barro?
En qué incierto imán de lágrimas y recuerdos espolea la melancolía el aroma del pasado o el tacto de una sombra desterrada.
El tiempo se detiene, si pudiera.
El tiempo se acoda sobre la barandilla del horizonte como si pretendiera fumarse un cigarrillo de alborada, entre la escarcha y la niebla del invierno.
El tiempo espera que una mano de proporciones siderales se introduzca en la órbita de un átomo y allí acomode su cansancio.
Si el último latido del reloj del cosmos ocupara la extensión de un beso, sería suficiente para que estallara el milagro de la carne en luz cernida.
Otros pensaron en la llegada de la muerte blandiendo su guadaña insalvable, pero es la luz de una aurora que se avecina incombustible.
Otros pensaron que eran lágrimas desterradas hacia el abismo de la nada, pero es el rastro de una estrella que no desfallece.
Porque a pesar de las apariencias, a pesar de la melancolía, a pesar de las lágrimas vertidas, estalla la vida en medio de un vendaval de susurros y silencios, en la entraña de inquinas y mentiras, sobre la testuz de las carcajadas del oprobio.
Otros pensaron en la muerte, pero es la simiente de la vida, que se funde en el barro para hacerse caricia y pan.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR CON LA MEMORIA EMOCIONADA.



Verán ustedes, este escribidor posee como uno de sus mayores tesoros el título universitario de magisterio. Se trata de un tesoro que tiene que ver con los sueños de la infancia, de la mía, digo, con los de mi padre y con los anhelos de mi corazón. Es decir que hablo de un tesoro cuya inmaterialidad tiene la misma densidad que la ilusión.
Con el diploma que me dieron una vez concluida mi estancia en la Escuela Universitaria de Magisterio de Segovia (uno de los edificios menos agraciados de esta ciudad), se capacita (si es que no han cambiado las cosas) para enseñar a niños durante buena parte del periodo de escolarización obligatoria, es decir lo que las normas actuales denominan enseñanza primaria y primer ciclo de educación secundaria obligatoria... (será por palabras).
Me anticipo a subrayar que tal cosa es literalmente imposible, puesto que enseñar, lo que es enseñar, enseñan muy pocas personas, si acaso, y como una gloriosa mañana me descubrió una profesora de Pedagogía, aludiendo a uno de los posibles significados de la palabra educare en Latín, a lo más que se puede llegar por parte del común de los mortales es hacer como los jardineros, ayudar a que lo que el alumno atesora en su interior florezca y crezca lo más robusto y sano posible.
Tal empeño, en sí mismo, ya vale toda una vida, ¿para qué, pues, embarcarse en otras aventuras que tengan como protagonista al jardinero y no a la flor?
La vida me llevó por otros derroteros y mi ejercicio de la docencia fue más bien breve (tres o cuatro años) y en plan, cómo decir, altruista, porque eran los tiempos en que los profesores de religión cobrábamos una gratificación de cada diócesis que venían a suponer seis o siete mil pesetas al mes por veinticuatro horas de clases semanales, y sin ningún tipo de garantía para el futuro. Es decir el contrato iba de septiembre a junio y en el septiembre siguiente, veríamos. Mi olfato para los negocios, como se observa, siempre ha sido infalible... O sea que nunca he fallado a la hora de elegir trabajos que me evitaran el amargo trago de hacerme millonario.
Esta brevísima experiencia me hizo confirmar algo que tenía claro de antemano: el ejercicio de la docencia es una de las más altas dedicaciones a las que puede aspirar el ser humano, e incluso en muchas ocasiones de las más gratificantes...
Pero no se piensen ustedes que toda esta palabrería desbocada viene a cuento de que les vaya a relatar ahora alguna batallita relacionada con alguna experiencia profesional.
Seguro que más de uno de los sufridos lectores ha hecho el siguiente teorema, a modo de ecuación lógia de Einstein: faltan menos de diez días para la Navidad, el escribidor ha sido profesor de religión allá por su juventud más joven, luego... nos hablará sobre algo relacionado con aquel tiempo y estas fiestas que se aproximan más aprisa de los que algunos quisieran y más despacio de lo que querrían los niños que ya están pendientes de la chimenea por la que ha de descender Santa Claus, también conocido por Papa Noel, o del camino por donde se aproximarán los tres sabios de oriente, más conocidos por Reyes Magos.

Pues no, siento que cunda la decepción y el desánimo. Hoy no toca batallita.
Hoy toca mirada hacia el futuro. Hoy toca lanzar las campanas al vuelo, porque, entre el gremio de los maestros del mundo, sigue habiendo iniciativas que demuestran que se puede ser excelente jardinero incluso en los terrenos más complicados y a pesar de las terribles dificultades con las que el tiempo nos sacude los vericuetos de los días y las noches...
Creo que es menester mayor precisión...
Verán ustedes, en el fondo sí se trata de la Navidad, de la Navidad tal y como yo la entiendo. O de una de sus facetas, al menos. Porque la Navidad es sobre todo mezclarse con el barro para iluminarlo, para decir simplemente que, o se empieza desde lo más necesitado, lo más olvidado, lo más pobre, o cualquier cosa que se haga es inútil, un fracaso absoluto.
Faltan nueve días para el día de Navidad. Y me apetece comenzar ya las celebraciones de estas fechas. Y creo que un buen comienzo es lo que les presento a ustedes.
El otro día desde el sur de España, me llegó un correo electrónico en el que se me informaba sobre una ONG belga, de Lovaina para ser exactos, donde por cierto, estudió psicología otro de mis profesores de la carrera.


Y después dejémonos mecer por estos ángeles del Senegal,

lunes, 14 de diciembre de 2009

EL FESTIVAL DE SEGOVIA Y LA ESCRITURA CONSCIENTE

Imagen tomada de internet
Los escritores eran Ana Isabel Conejo, Alberto Olmos, Vicente Álvarez, y Eduardo Fraile. Los cuatro jóvenes (relativamente jóvenes, al menos), los cuatro publicados y los cuatro con premios a sus espaldas, algunos premios sonoros, casi de campanillas. Sólo citaré un galardón por individuo, por no abusar, y en el mismo orden citado: Accésit del Adonais de poesía, finalista del Anagrama, , ganador del Destino Guión, y finalista en el Gil de Biedma de poesía, respectivamente, y entre otros…
Habían hablado sobre diferentes cuestiones, sobre nuevas posibilidades, sobre los problemas actuales de la escritura, sobre aspectos generacionales (si los había), y sobre muchas otras cuestiones, todas ellas interesantísimas, qué duda cabe, y de capital importancia para quien escribe, e incluso para quien lee, puesto que el lector es, de algún modo, el destinatario de las conclusiones a las que llegan los escritores.
La pregunta produjo un silencio de expectativa entre el público y entre los cuatro escritores. La pregunta era muy sencilla, se ha repetido muchas veces, pero a veces se olvida con excesiva frecuencia: “¿Cuándo supieron eran escritores?”.
No preguntó mi joven vecino de atrás por cuándo empezaron a escribir, sino cuándo supieron que eran escritores.
Las respuestas fueron todas diferentes, como las letras y los versos de los cuatro escritores. Pero en los cuatro casos hubo un punto en común. Esa vocación se manifestó siempre de modo muy temprano. Y los cuatro matizaron muy bien, no es que empezaran a escribir a muy temprana edad (que también) sino que, además de empezar a escribir, sabían que no podían ser otra cosa en este mundo. Que por mucho que en sus vidas civiles fueran periodistas, editores, profesores…, ellos no podían dejar de ser otra cosa que escritores. Su corazón sabía con total certeza que era el latido de un escritor. Y este descubrimiento, esta plena certeza supeditó sus decisiones juveniles, ésas que se toman pensando que quizá sean modificables, pero que en verdad son las más definitivas, y las más complicadas de variar.
Cada vez que escucho o leo las líneas generales de la vida de cualquier escritor descubro que desde muy temprana edad supieran que querían ser escritores, que quizá sea el primer modo de ser. Cuando uno desea ser algo, generalmente ha empezado a serlo. Otra cosa bien distinta (y que aclaro para evitar confusiones) es que haya publicado desde temprana edad, incluso si ha llegado a publicar… Más aún, se podría decir que ser escritor y no haber publicado nunca nada (con independencia de repercusiones y número de ejemplares de las ediciones) tiene más valor que vivir de la propia escritura, puesto que la verdadera tarea del escritor es la de escribir, no la de publicar. ¿Por qué algunas veces se olvida lo esencial?
Saber que uno es escritor, con independencia de su calidad, del género literario que cultive, de su sexo, de su estado civil, de su forma física, de su salud general, del modo con que se gane el dinero en esta vida, es saber que uno existe de una manera muy especial.
Y no, no es que los escritores formen parte de una orden religiosa o una cofradía laica (dios nos libre) que les obligue a unas determinadas reglas de vida, más o menos similares a las de un monasterio. No, en absoluto, en eso cada escritor es un mundo. Ser escritor, incluso tener clara conciencia de que uno es escritor, en realidad afecta a un modo de ser. La lengua o la pluma de cada uno lo expresará del personalísimo modo que sea capaz, pero en el escritor se aúna exacerbadamente algo que quizá no sea muy habitual. Ser escritor obliga, como tantos han repetido tantas veces, a ser un solitario solidario. Sólo en la soledad se puede crear obra literaria; pero sin ejercer una profunda mirada sobre el mundo (ya sea ésta puñalada, ya sea caricia), es imposible hacer literatura.
Tampoco hablo de compromisos específicos, ni siquiera hablo de ideologías, ni de posturas teóricas sobre tal o cual tema.
Es algo más sencillo.
Aunque, por ejemplo, un escritor narre la biografía de un bolardo, hablará del ser humano (o de los seres humanos) que han tenido que ver con ese bolardo o de la última rodilla que se golpeó contra ese maldito bolardo.

viernes, 11 de diciembre de 2009

MAÑANA DE PLATA. CUARTA Y ÚLTIMA PARTE

NOTA: Estaban previstas cinco entradas, como anuncié en su día, pero a última hora y una vez repasado el texto, me percato de que una quinta entrega hubiera roto en exceso el ritmo de este relato. Por tanto lo que en principio iba a ser quinta entrega se corresponde a la parte final de esta cuarta y última entrega que quizá sea un poco más larga de lo conveniente; pero en este caso os pido comprensión, creo que me ha sido forzoso elegir entre longitud adecuada y lo que los pedantes denominarían tensión narrativa. Me sirve de consuelo pensar que hasta el lunes no habrá otra entrada en este blog.

Imagen tomada de Internet
PRIMERA PARTE , SEGUNDA PARTE , TERCERA PARTE

Antes de que me diera tiempo de reponerme del susto, me bosquejó la historia de la familia. Según afirmó, y no se anduvo por las ramas, era una vieja bruja que llegaba al final de su ciclo terráqueo después de mucho tiempo, bastante más que los noventa años que conocíamos, varios siglos, más de diez; pero no me contó nada de aquel remoto pretérito, pues la narración se hubiese hecho interminable, sino que, si yo aceptaba su propuesta, aquel pasado multisecular, lo descubriría con el tiempo. Tendrás mucho tiempo para hacerlo, afirmó con una sonrisa especialmente siniestra.
La cosa cada vez me amedrentaba más, pues adivinaba por dónde me venían los tiros. Pero ella, inmutable, siguió desgranando lo que le interesaba.
Como cualquier bruja, en la parte final de mi ciclo terrestre tenía que casarme con un hombre capaz de engendrar en mí el número suficiente de hijos que permitieran que alguno de mis descendientes fuese el adecuado para recibir los poderes eternos de la hechicería, aunque no fuera en la primera generación.
¡Cómo sentí el estilete helado de su mirada en ese momento!
Precisó algo más. Por nuestra constitución específica, no sirve cualquier varón, sino que ha de tener unas características especiales en su semilla, lo que ahora llamáis genes. Esto es delicado, continuó, mientras su mirada adquiría ciertos tonos que para mi sorpresa eran melancólicos. Esas peculiaridades se corresponden justo con lo contrario que nos interesa; necesitamos seres de potente bondad, ansiosos por hacer el bien. Suspiró. Únicamente de esa mezcla nacerán candidatos idóneos para la brujería, pues sólo quien conoce bien algo, puede combatirlo con eficacia. Son cosas extrañas, pero ciertas; uno de las paradojas caprichosas del Sumo Hacedor que siempre nos complica la vida, no lo dudes, me advirtió, como si adivinara mi asentimiento ante su próxima propuesta. Lo malo es que tu abuelo, después del quinto parto, se olió alguna cosa; no sé, quizá hablé en sueños..., el caso es que empezó a ser peligroso que respirase, si es que quería hacer viable el plan ancestral. En fin, que tuve que tomar medidas.
Lo dijo de ese modo tranquilo, sin matices especiales en su milenaria voz. Quizá su perspectiva de la vida es tan distinta de la comúnmente admitida, que organizar un crimen no le parece ominoso, aun el de su marido, a quien sin duda amó, como había demostrado aquel brillo melancólico de su mirada acuosa. En realidad tendría que decir el de su último marido, pues es de suponer que en diez siglos alguno más habría tenido.
La historia de la muerte del abuelo, la conocía desde mi infancia, pues es uno de los relatos fundacionales de la familia, y su misión para el clan familiar es similar a la de las narraciones mitológicas para Occidente. Mi abuelo fue asesinado una noche de martes de carnaval. El homicida confundió el disfraz que usaba mi abuelo, idéntico al que lucía el amante de la mujer del criminal. Ayer, no de forma casual, la abuela recalcó que el disfraz lo había diseñado y cosido ella, y se lo regaló para aquel baile divertido, como una sorpresa. Este momento de la narración siempre alegraba la crudeza de aquel relato trágico. Si el resto de la familia supiera la verdad… Al alzar la máscara y aparecer el rostro equivocado, el asesino enloqueció y se tiró por la ventana. Ayer por la tarde, al comprender que las artes de mi abuela habían estado detrás de tal tragedia que acabó con dos muertos, sentí que mi odio se hacía repulsivo y se llenaba de pánico. A pesar de todo, continué adherido al asiento. La infusión había desaparecido del tazón pavonado; sin que me percatara, mi abuela lo había vuelto a llenar.
Avanzaba como una tromba su confesión que me helaba la sangre y, a la vez, ejercía sobre mí un poderoso efecto magnético, por lo que no podía evitar escucharla. Desde que nacieron tus tíos y tu madre, supe que ninguno de los cinco sería el vehículo adecuado donde depositar mi sabiduría y mis poderes. Así que, aunque me pesara, no podía concluir mi ciclo. Tendría que esperar y, créeme, estoy muy agotada después de estos diez siglos. El vigor de la semilla de tu abuelo fue muy poderoso en la primera generación. Acaso, en tu madre se produjo el primer desequilibrio a mi favor. Al ser la pequeña y ser tu abuelo de más edad había perdido algo de su fuerza. Quizá, si hubiera tenido otro hijo después, mi tiempo se hubiera acortado; pero no pudo ser, ya que, si perdió vigor físico, sin embargo su fuerza espiritual acreció de tal modo que para mí era muy peligrosa la convivencia con él, pues podría haber dado con secretos y arcanos que un simple humano no debe descubrir. Por tanto, mi heredero, mi verdadero hijo, sería uno de los nietos que mi hija me diera.
Cuando dijo esto, sí quise huir, pues lo demás me lo imaginé, pero era demasiado tarde. No me quedó más remedio que actuar como la víctima de una ejecución en un patíbulo.
Ella prosiguió, en apariencia ajena a mi horror. Tuve que seleccionar bien a tu padre, no fuera a ocurrir algo como con tu abuelo, no bastaba que fuera un hombre dócil, tenía que ser un perfecto inútil, y no tan bondadoso, debía de tener una dosis adecuada de egoísmo. Lo encontré pronto, pues esas características abundan entre los humanos. Ahora empezaba a entender yo, cómo era posible que mi madre hubiese aguantado al hombre que me engendró. Supongo que alguna pócima o algún conjuro de mi abuela tuvo culpa de aquella cegara... Insultaba a mi padre, pero no me pesaba, ya que con sus palabras dibujaba el exacto y repugnante retrato de su interior, una cuestión innegable. Ya he dicho que con mi familia las cosas van mal, y con mi padre de modo especial. Pero eso es otra historia ajena a ésta. Me encogí de hombros, indiferente a tal cuestión.
Empecé a comprender la ecuación absurda de mi vida. Todo en mi existencia fue preparado de modo concienzudo para acabar donde estoy a punto de acabar. Que temiera tanto a la abuela, probablemente es la mejor explicación del asunto; deduzco que he sido un campo de batalla continuo entre los poderes de mi abuela y los intentos de mi abuelo de protegerme de sus artes.
Como en estos casi cuarenta años las cosas no se decantaban hacia ninguno de los dos, mi abuela, ayer por la tarde, decidió poner las cartas encima de la mesa, nunca mejor dicho. Después, me explicó multitud de secretos que aún no sé cómo he de utilizar, pues no tengo claro que termine por ser el recipiente adecuado donde deposite su sabiduría y así obtener su descanso.
Con un poco de suerte, la cuarta parte de mi sangre, la que corresponde a mi abuelo materno, será lo suficientemente poderosa aún como para atenuar el otro cuarto de mi abuela. Pero estos ojos azules que compartimos desde que nací, no son la mejor noticia.
Quizá, si acepto las condiciones que ayer me propuso la abuela, tenga que acariciar la idea de que aún me faltan más de mil años para morir, y que, aunque le repugne a mi razón, existen los poderes extra sensoriales…
Quién sabe si haber renegado siempre de ellos, se debe a que intuía que me terminarían poseyendo; por tanto, mi incredulidad era un mecanismo de defensa inútil.
Quizá tenga que reconocer que soy de la eterna estirpe de los brujos. Por eso, las frías mañanas de plata desvaída y mate me atraen tanto..., desde hace tantos años...

miércoles, 9 de diciembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR EN LA CAPITAL



Verán ustedes, como es sabido por todos, hoy, o sea ayer, ha sido un día festivo.
Y por una vez, este escribidor y el calendario se han puesto de acuerdo y han festejado, al menos desde el mediodía, quiero decir que a las once y poco de la mañana, he cerrado el chiringuito de la escritura.
Junto a Marián me he subido al autobús, que iba lleno, y nos hemos dirigido hasta la capital del reino a zambullirnos entre la multitud que ocupaba el llamado centro de Madrid, que como todos los madrileños y muchos foráneos saben, no está en el centro, sino más bien en una especie de esquina de su lado del noroeste… Pero a parte de menudencias geométricas que no van a ninguna parte, hemos compartido pavimento, airecillo más bien fresco, y luz purísima con miles de ciudadanos del mundo. Es decir miles de ciudadanos de todo el mundo.
No, no teman ustedes, no me dedicaré a contarles nuestras andanzas matritenses, que no merecen la pena. Día de asueto y cumplir con el viejo deseo de darnos una vuelta por la Plaza Mayor durante la época en que están instalados los puestos con mercancía navideña. (Por cierto que según nos ha dicho uno de los vendedores, el ínclito alcalde de la capital lleva algunos años pretendiendo reubicar este mercado nada menos que en La Casa de Campo. Se lo acabarán cargando, seguro). Tampoco voy a hablarles de la sensación de sardina o, mejor de ovejilla, ya que estábamos entre belenes, que me ha producido el día. Me quejaba del abundoso turisteo que ha reventado las calles segovianas este puente. Lo de hoy, o sea lo de ayer, en Madrid lo superaba con creces… Tampoco les voy a contar nada de la moda que se ha impuesto este año para los críos (y no tan críos): una pistola de agua que dispara pompas de jabón. Una hace gracia, dos provoca algún comentario jocoso, pero cientos acaban aburriendo un poco.
Les voy a hablar de la importancia que tienen ciertos escritores para la vida económica del país.
Bueno, esto a lo mejor es una exageración. O sea que tampoco hablaré de ello.
Al menos para un restaurante de Madrid, un escritor es importante para continuar con el negocio. Y es que hemos descubierto en la Calle Cuchilleros, casi una prolongación de la Plaza Mayor, el restaurante Botín de indudable tronío, y que en sus puertas, y bien a la vista del público en general, se enorgullece, como si fuera su máximo galardón (y tiene muchos, como he comprobado en uno de sus escaparates) de haber sido retratado por Don Benito Pérez Galdós en su novela Fortunata y Jacinta. Al menos da fe de su antigüedad con un dato contrastable por cualquiera.
No sé a ustedes, pero a mí me ha gustado este detalle y esta sensibilidad por parte de los dueños de la empresa.
Nosotros ya habíamos comido cuando hemos dado con él, pero no sería de extrañar que en próximas visitas hiciera algún exceso y me adentrase en el local. Sería como entrar en alguna de las páginas del escritor canario.
Sinceramente, me da la impresión que se trata de una de las mejores publiidades que se puede hacer un establecimiento de este tipo. Quizá alguno más podría aprender la lección. Pero presumeo que las sensibilidades no son las mismas en todas partes.
A la vuelta, tras cazcalear por Sol, Alcalá, y de sufrir un empacho en la Casa del Libro (deberían suprimir este establecimiento, así como su vecino de Callao) porque pueden producir graves alteraciones en la sensibilidad de cualquier lector medio, hemos contemplado cómo la iluminación navideña ya cubre las calles de Madrid. En Segovia, aún no pasa esto, porque en Segovia estamos en contra del cambio climático y queremos colaborar con gestos como el de retrasar durante una semana la inauguración de la iluminación navideña de las calles.
Y me he dado cuenta de que estamos a punto de las navidades y que convendría ir pensando en cumplir con mis obligaciones rituales.
Y eso que este año ya tengo una novedad, tengo un misterio. Un hermosísimo misterio. O a mí me lo ha parecido.

domingo, 6 de diciembre de 2009

TARDE DE OTOÑO

Imagen tomada de Internet


Contemplo la tarde que se desmaya, despacio, como suspiro de campana. En la parte baja de esta calle veo un hombre que carga una pesada maleta. Es una maleta antigua, de las que sólo se ven en los museos o en los viejos desvanes donde se arrumban los trastos inservibles. El hombre, más que viejo, parece vetusto; diríase que en vez de años, en breve cumplirá siglos; diríase que en vez de andar, lo andan. Sube despacio, con el cansancio de la historia mordisqueándole la planta de los pies que se defienden lijando el pavimento, humedecido por las escasas lágrimas que una nube ha olvidado a su paso sobre nuestras cabezas. El humo de mi cigarrillo, que también parece antiguo y pesado, en vez de trepar hacia las costuras del cielo, se desvanece, como la tarde, en un deliquio extraño, como si todo hubiera cobrado el sentido del sinsentido. Intuyo que en unos pocos segundos, antes de que termine el paso que ha iniciado el hombre que carga con la pesada maleta, abrirán sus ojos de ámbar las farolas. Primero contemplarán nuestros besos y luego serán vigías de la madrugada, para mantener a raya las acometidas de las pesadillas.
Contemplo la tarde que se desmaya…, que se ha desmayado ya.
Sé que si giro la cabeza hacia el inicio de la calle, no veré al hombre; habrá desaparecido, como la tarde, como el día, como el desmayo.
Sin embargo en la avenida paralela, el trasiego de la jornada festiva, desmiente la melancolía y confirma la soledad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

MAÑANA DE PLATA. TERCERA PARTE

Imagen tomada de Internet


PRIMERA PARTE , SEGUNDA PARTE

Al verme ayer en su puerta, me sonrió como nunca hizo. Ante aquel gesto desusado, comprendí que ella me exigiría varias horas de mi tiempo y corroboré de nuevo que debería haber hecho caso al viento que verberaba en mis oídos, habiéndome zafado de los dedos como garfios.
Pero era tarde, así que, con resignación, subí los peldaños que nos separaban del salón, donde, como siempre, la fragancia inconfundible de una infusión me hacía viajar a atmósferas boscosas.
La casa de mi abuela es un ancestral edificio de dos plantas. La de abajo tiene la misión fundamental de caldear toda la vivienda, pues está ocupada casi en exclusiva por una enorme cocina, donde se encuentra la potente caldera de una calefacción que ha sido hasta hace poco de carbón y leña. Ahora es de gas natural. En tal cambio comprendí que los años hacían mella hasta en mi abuela. Completan esta planta el cuadrado y lóbrego zaguán, y una despensa con aspiración de almacén o trastienda. En el piso superior se ubican los cuatro dormitorios y el salón. Hay otra tercera altura, el sobrado o desván, donde se apilan, en orden inextricable para mí, los más extraños objetos.
A pesar de los noventa años, su distribución no ha variado. Mis tíos y mi madre sugieren anualmente que sería bueno instalar un dormitorio en la planta baja, pues los años no perdonan a nadie; pero mi abuela sonríe con travesura y responde que no se meterá en ninguna despensa hasta que no la entierren, cuando esté de Dios que tal suceda. Así que las leves insinuaciones mueren al nacer. Me pregunto por qué mis tíos y mi madre repiten la misma estupidez año tras año, si saben de sobra que las cosas con la abuela suceden siempre del mismo modo. En su casa, es la reina despótica que actúa únicamente según su saber y entender. Jamás ha pedido consejo a nadie, y menos aún a sus hijos. Si incautamente, alguno continúa con la cuestión, la zanja de modo abrupto, ¿Es que voy a tu casa a meterme en cómo vives o dejas de vivir? El osado arría velamen y oculta la cabeza bajo el ala.

Ayer por la tarde, mi abuela estaba enfrascada en un solitario. Eso imaginé al ver las cartas dispuestas sobre la mesa camilla. Me extrañó que no tuviera prendida la luz del techo, a pesar de la oscuridad en que se había metido el día nubloso. Se conformaba con la tenue luminosidad de un par de palmatorias que tiene colocadas junto a las paredes de la habitación y que nunca había visto en funcionamiento.
La atmósfera del salón era inquietante, onírica: luz de claridad anaranjada, largura de sombras provocada por el claror cítrico, aroma dulzón de los vahos procedentes de la infusión de hinojo, malva, menta, saúco, ciruela y manzana deshidratada, su favorita (gusto que comparto con ella, como tantas cosas, a pesar de nuestro recíproco odio larvado), humedad vaporosa que se adensaba por toda la habitación, calor exagerado que nacía de los viejos y enormes radiadores broncíneos de la sala, grisura nubosa de la tarde, tictac opresivo del perenne reloj de pared…
Me pidió que me sentara frente a ella.
Sin preguntarme, me arrimó un tazón de loza pavonada, junto al que dejó la jarra de dos litros (que también le regalé en su día) donde reposaba la infusión, que mantenía siempre a punto de bullir, gracias a un infiernillo eléctrico en continuo funcionamiento. Me sentí complacido. Después del trayecto que había hecho hasta allí, esa infusión era lo más conveniente para calentar el cuerpo y templar el espíritu. Me serví del líquido de tonos musgosos, holgadamente, hasta el quicio del tazón. Me adelanté a su gesto, y devolví la jarra al infiernillo. Todo se desarrollaba en silencio. Salvo el tictac asfixiante del reloj, ningún sonido interfería nuestras miradas de hielo azul. Sabía, lo supe desde que abrió la puerta, que me tocaba escuchar, así que me acomodé en el butacón, tras absorber un reconfortante trago de la infusión que casi hervía.

La mañana parece que no aclarará. Las nubes se ciernen sobre nosotros con la misma animadversión de ayer. Aún tiemblo al recordar el tiempo que siguió. Debería estar agotado, pues no he pegado el ojo en toda la noche, pero si duermo será peor…

Digo que mi abuela quería hablar, y habló. Descubrí en su monólogo realidades que habían permanecido ocultas hasta esos minutos, no sólo para mí, sino para el resto de la familia. Comenzó diciéndome, mientras señalaba a las cartas dispuestas sobre el tapete de la mesa camilla, que tardé mucho en hacer caso de su invocación, ya que llevaba toda la tarde llamándome, más de dos horas, concluyó en un suspiro satisfecho.
Este fue mi primer escalofrío de la tarde.
Para combatirlo no dudé en dar otro largo trago de la infusión, lo que no le pasó desapercibido, y formó con sus labios una sonrisa siniestra. Después, señalando con sus nudosos dedos artríticos diversas cartas, que eran naipes extraños, pues no pertenecían a ninguna baraja que conociera, ni española, ni francesa, ni de póquer, ni la del tarot, me explicó que sabía que le costaría convencerme, pues la voz del abuelo, según le habían revelado las cartas, tenía que cumplir su misión y seguro que interfería con todas sus fuerzas, como siempre; ilustró su explicación, que me pareció de una enajenada, señalando a una carta que representaba a un anciano en actitud de silbar, o tal pensé por la hinchazón de sus mejillas. Ni muerto le deja a una hacer su trabajo, matizó para que mi escalofrío traspasase la espalda y empujara al corazón en una desenfrenada desbandada que me agota desde ese preciso instante.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

CELEBRACIÓN DE LAS CARICIAS

Retrato de nuestra madre,
pintado en estas últimas semanas por Mariano Carabias María



El tiempo pasa, pero hoy queda detenido. Esa sonrisa aún ilumina la memoria de mi infancia, la astucia de sus ojos y esa habilidad mágica de sus dedos nunca quietos para tener todo listo a tiempo: casa, ropa, comida... caricias.
Envuelta por la luz es más ella de lo que se figura.
Cuando los dedos toman los pinceles, emprenden un baile inexplicable para el resto de los mortales. Sólo quien ha sido testigo de este milagro entiende que sus pinceladas sean capaces de reventar sobre la inanimada superficie de la tabla o del lienzo o del papel y que por ello algunos de sus trazos, más que pinceladas, sean caricias.
Y a veces sucede que el tiempo detenido fondea en el alma para llenar una de sus oquedades con el recuerdo de caricias y de pinceladas... Pinceladas sobre piel y caricias sobre lienzo... Dedos que dibujaban afecto sobre la infancia y pinceles que trazaban caricias con todas las formas y todos los colores.