Me acaba de suceder algo extrañísimo,
Alena: en el corazón del ordenador tengo guardadas muchas horas de música, la que a veces me ayuda cuando quiero concentrarme o aislarme en la tarea de contar. Esta noche escribo sobre
Estampaciones y había pensado que los conciertos para violín de
Bach me inspirarían. He ido al correspondiente archivo y allí creo que he seleccionado una comparación de distintas versiones que poseo… Pues no, me he equivocado y han saltado como una catarata de vida una selección de cantatas del Viejo Peluca. Un chorro de vida inunda mis oídos, un revolotear de mariposas de colores me invade con la contundencia del coro inicial de la
Cantata BWV 67.
Pues, fíjate que creo que los hados me han ayudado, o la torpeza de mis dedos... Verás, cuando terminé de leer
Estampaciones recuerdo que lo primero que pensé:
Alena ha atrapado un buen trozo del río de la vida y lo ha colocado ante nosotros.
A pesar de que cierto tono melancólico parece recorrer sus textos, en realidad es un envoltorio, porque lo que traspasa a nuestros ojos es la vida, su intensidad, su cálida menudencia…, y la ternura con que la mirada de
Alena la acaricia y nos la cuenta.
Como no soy crítico literario (ni quisiera), me voy a permitir no concretar sobre los relatos que componen este libro tan delicadamente editado por
EDICIONES POLICARBONADOS. Sobre esta cuestión sólo diré que se trata de un libro de noventa y cinco páginas con veintinueve relatos o, como dice la autora, "estampaciones". Añado que el estilo es directo, sencillo, accesible, pero a la vez de variado repertorio que se mueve en distintos tonos o géneros: narración, prosa poética, realismo mágico, cuento popular, fino humor… Pero las disquisiciones técnicas me preocupan menos ahora. Me preocupan un poco más cuando escribo. Cuando leo, procuro morder el tuétano de la historia y me dejo llevar por la mano de quien la escribe, que ella en este caso dirija mis pasos.
¿Qué me preocupa entonces? Que vayáis corriendo a la dirección de
La Clandestina y agotéis, si es preciso, la edición del libro. No os arrepentiréis. Encontraréis que la vida os atrapa y os reconciliaréis con la literatura, con la buena literatura de siempre, la que siempre ha tenido como gran objetivo estampar la vida por el procedimiento de escribirla: hermosa y ardua tarea.
Quien busque efectos especiales, prodigiosas aventuras ante misterios de tiempos pretéritos, complicadísimas investigaciones cuasi policiales, que se olvide. No hallará nada de esto. Quien, sin embargo, tenga sed de literatura que se lo lea, verá que su lectura se parece bastante a beberse un vaso de agua fresquita que limpia tantas cosas, tantas penas, tantos dolores, tantas ausencias. Y, sobre todo, destierra la sed, que es lo que mayormente uno busca cuando bebe.
En la contraportada del libro, dice
Alena a
Mariano Vega, su editor, que ella es una mujer que mira y que lo único que sabe hacer es escribir. De esa conjunción nace
Estampaciones.
Puesto que lo dice ella, de acuerdo...
Pero no del todo...
Que mira y escribe lo que ve, no hay duda… Pero que sea lo único que sepa hacer, a mi modo de ver es una opinión intransigente consigo misma.
Al menos en este libro, demuestra que está recorrida por la ternura y la aplica con tozudez inquebrantable, diría que en todas y cada una de las veintinueve estampas. Es como si se hubiera propuesto, para nuestro gozo, demostrarnos que se puede escribir de cualquier tema sin herir, tomando a los personajes con el mismo cariño y cuidado con el que se toman las fotografías de los seres queridos cuando se las vamos a enseñar a esa visita que está tomando con nosotros un cafecito a media tarde.
Alena, como dice ella misma, sale al balcón y mira. Observa la vida que pasa ante sus ojos en una calle madrileña, que es una calle cualquiera de cualquier ciudad del mundo. Y cuando toma su péñola y escribe la historia, parece una estación meteorológica del corazón de sus protagonistas que registra con precisión y cariño cada una de las alteraciones: temperatura, humedad, borrascas, anticiclones, frentes nubosos…
No hay malos en este texto (
Alena, así no nos haremos multimillonarios). Parece que la escritora posee la certeza de que la existencia cotidiana tiene sus propios avatares que arrojan la suficiente cantidad de desdicha (vease
El Tuteo,
Transterrado, por ejemplo), como para buscar, además, la ayuda de ladrones, secuestradores, vampiros, asesinos, monstruos, estafadores, proxenetas, qué sé yo… Y mira que en una gran ciudad tal cosa es fácil de encontrar.
El peor de sus personajes es el niño de
Néstor, el de los paraguas rojos, que en realidad es un glorioso angelote travieso. A ese grado de maldad es al que llegan los habitantes de este libro.
Y ahora lo mismo la autora se me enfada, pero me arriesgo...
Cuando acabé de leer estas páginas, me vino a la cabeza
Galdós. Esa forma suya de querer con palabras a las gentes sin nombre que se movían por su Madrid tan convulso, tan castizo, tan duro y al tiempo tan humano. No me refiero a ningún personaje en concreto, al menos a ningún protagonista, me refiero a ese paisaje humano de fondo que se mueve con vida propia.
No, el título no es cualquier cosa.
Alena pretende y consigue atrapar sueños, ilusiones, retales de vida, vidas completas y las imprime en el papel y en nuestro ánimo con la pulcritud y sencillez, aparente, de los buenos escritores.
Poco más que decir.
Todas las estampas me han gustado, unas más que otras, pero eso no tiene nada que ver con este artículo, que no es una crítica, porque no sé hacerlas, ni siquiera un comentario a un libro, porque no se me dan muy bien, más bien es la estampación que ha dejado en mi ánimo las
Estampaciones de
Alena Collar. Y sé que estas palabras no cambiarán el curso de la historia de la literatura, pero yo diría que el libro, la autora y los editores merecerían un lugar importante en esta selva del mundo de las letras... Es que si no lo digo, reviento.
Eso y que una corriente de vida, como una cantata de
Bach, está encerrada en estas pocas páginas.