jueves, 19 de marzo de 2009

QUE LA VIDA IBA EN SERIO

Han pasado más de dieciocho años. Hacía un frío espantoso aquella madrugada. Las típicas jornadas invernales con un anticiclón perezoso colgado de la cima de la meseta. Una noche hialina de diciembre en que el helor invisible no esperó a la madrugada para hacerse bien tangible, sino que ya antes de la media noche clavaba sus metálicas garras sobre los cuerpos y las almas.
Él desconocía el funcionamiento interno que regía la cotidianidad de aquella planta de hospital. Sin saber por qué, ni por qué no, se encontró en una habitación con dos camas. A ella le inyectaron algo transparente en las venas del brazo y la enchufaron a un pequeño cacharro azul que marcaba la frecuencia cardiaca. Aquellos números bermellones comenzaron a dispararse. Pronto abandonaron los dos dígitos y sus ojos hipermétropes contemplaron con estupor que de las ciento veinte pulsaciones por minuto no bajaban. Pasadas las once y media de la noche, empapada ella de sudor frío, con los dedos convertidos en garras que se afanaban en los brazos de él condecorándole con ciertos leves hematomas en sus fofas carnes, las pulsaciones se aproximaban a las ciento ochenta. Él se imaginaba a los ciclistas en pleno esfuerzo de ascensión a cualquier cumbre alpina o pirenaica y en su cerebro descubrió muchas piezas que no encajaban en el puzzle. De todos modos, lo más importante era la ilusión por el nacimiento de aquella criatura. Ese sentimiento era mucho más potente que cualquier dolor, que cualquier desajuste momentáneo.
A él no le dejaron cruzar la puerta batiente que daba paso al propincuo paritorio. Pero todo fue rápido. A las doce y cinco, eso le dijeron pocos minutos más tarde, había nacido su hija, su primera hija.
Y lloró en silencio. Probablemente porque estaba solo y nadie podía burlarse de aquellas lágrimas que lograban alegrar la carga emocional que saturaba su corazón en las últimas horas. Todo había ido bien. Las dos estaban perfectamente. La única preocupación era la tarea a la que se veía abocado, una tarea que era el horizonte de su vida. Desde aquella distancia no pudo ver, aunque ya se atisbaba, que parte de aquel camino lo haría en solitario, pero no importaba.
En realidad no importaba nada.
No importaba el miedo. Ni el frío glaciar de la noche clara que no era aún madrugada. No importaban las dificultades. No importaba la carga.
Era tan fuerte el sentimiento que producía la visión de aquella niña que todo lo demás, cualquier cosa, se desvanecía. Nunca fue más fuerte que contemplando la fragilidad de su hija que desde el primer instante mostró su curiosidad por conocer el mundo a que había sido convocada por las fuerzas de la divinidad o por la suerte de la unión de dos células. O por ambas cosas.
No durmió lo que quedaba de noche.
No pudo.
La ilusión, la emoción y la preocupación fueron los componentes de la potente droga que se convirtió en el excitante que le apartó del sueño. El cansancio tampoco hizo mella en él hasta muchas horas más tarde.
Allí estaba su hija y no había tarea mayor a la que dedicarse a lo largo de su vida, salvo que otros hermanos vinieran a aumentar la nómina de los miembros de la familia. Pero no pensó en ello tampoco. Aquel bebé inquieto y despierto, aquella niña de negros ojos inmensos tenía más fuerza en su desvalimiento que cualquier razonamiento medianamente lógico.
Desde aquella gélida madrugada en que diciembre vino a inaugurar la última página del calendario de aquel año, supo que ya era un hombre en la plena acepción de la palabra. Había abandonado la juventud. Ya no había retorno posible. Una emocionante responsabilidad que excedía de su persona ocupaba sus brazos y su corazón.
La vida ya era otra cosa.
La vida ya no era un juego, aunque hubiese que jugar, a partir de entonces, más que nunca…, porque entonces tuvo la certeza táctil, como escribió Gil de Biedma, que la vida iba en serio.

4 comentarios:

Adrian Dorado dijo...

Ah! Claro, claro que así es y como ya escribimos en algún lado no se conoce la verdadera dimensión y alcances del amor hasta que no se tiene un hijo.
Al principio del relato me asusté pues yo viví una circunstancia parecida enchuafada a "esos aparatos" cardíacos pero no venía de gratificante parto sino de doloroso infarto.
Me alegré cuando el texto comenzó a aclarame su destino final pues he experimentado la alegría de presenciar los tres partos de mis hijos...una maravilla!!! ¡Qué emoción!
Felicidades PAPÁ hoy es tu dia en esas tierras, aquí, na nai, laborable...luego.. es para junio 3er domingo de ese mes.

Abrazo y que la pases muy feliz.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Felicidades Amando, espero que hayas pasado un magnífico dia del PADRE, tambien os lo deseo a los padres seguidores de este blog aunque por lo que dice Adrian en su tierra hoy no toca.

Amando Carabias dijo...

ADRIÁN, cuando llegue el día, quizá nos expliques, si es que hay motivo para ello, porque allá es el tercer domingo de junio. Por lo que he visto en la tele, debe ser así en buena parte de Latinoamerica.

JAVIER: Igual te digo. Nosotros creo que lo hemos pasado bien: con tranquilidad, sin excesos y con afecto.

Anónimo dijo...

Que la vida iba en serio...
Somos padres jóvenes, inauguramos nuestra paternidad/maternidad con menos de treinta años. Éramos realmente jóvenes, pero no inconscientes.
Ahora, tras dieciocho años o casi veinte, como es mi caso, uno vuelve la mirada como has hecho hoy en esta entrada, y te damos cuenta que si no fuera por la responsabilidad que tenemos hacia esos hijos, la vida no hubiera sido lo mismo.
Son lo fundamental en nuestra vida, pero nunca deberíamos dejar que fueran nuestro único motor.
Besos, padre-escribidor