viernes, 27 de marzo de 2009

MAÑANA SIN HISTORIA. 2


Cual antiguo profeta, se sentía impelido por voz divina a escribir un relato al día. Más que actividad u oficio, era misión o destino: un cuento diario que mecanografiaba al final de la jornada a doble espacio, por una sola cara, susceptible de ser enviado a concursos. Se presentaba a unos veinte por año, ganaba alguno (un año, llegó a conseguir un primer premio, un accésit y una mención especial). Nunca uno de postín que le permitiera parchear la cuenta corriente nutrida por sus ahorros de la época laboral, por la pensión que cobraba a causa de la enfermedad y por los restos de la herencia de sus padres, pero que enflaquecía paulatinamente, aunque tal circunstancia no le alarmase, de momento.
Después de la comida, cuyo postre era el segundo pitillo de la jornada, caminaba a buen ritmo, durante una hora u hora y media, por las empinadas calles de su vieja ciudad pétrea y etérea, áurea y traslúcida. (La ciudad para él era como una palabra escdrújula). La climatología no determinaba la actividad, aunque sí la ruta. Si el día no era lluvioso o desapacible en exceso, prefería que sus pies le llevasen por zonas poco construidas, donde los amplios horizontes lejanos permitiesen una expansión a sus ojos.
Deambulaba rápido, callejeaba impaciente; su cabeza no dejaba de bucear en el relato que había fraguado en su casa durante la mañana. Se le ocurrían distintos finales, cuestiones intermedias que se le habían escapado, frases líricas que embelleciesen la parte más prosaica, precisiones que lo dotaran de verosimilitud.
Al regresar a su casa, allí estaba la historia, impertérrita, esperándolo. Era un trabajo, el vespertino, de unas tres horas. Corregir, pulir, redondear y mecanografiar. Al final del día, después de otro paseo, la rápida cena, el tercer cigarrillo, un par de horas de lectura sosegada o de visión de alguna película alquilada en el vídeo club, hacia las doce de la noche, apagado el cuarto cigarrillo, se acostaba satisfecho y cansado, seguro como un niño, tranquilo como un bebé, a la espera de que en su cerebro, durante el turno de madrugada, se fabricara la esencia de otra historia.
*
Si la fábula se le resistía tocaban a rebato en su corazón.
Las primeras veces que sucedió, modificó los hábitos: suspendió su salida vespertina, acuciado por la ansiedad; prolongó su actividad: no leyó, se acostó más tarde... Todo inútil, infructuoso todo y, por si fuera poco, dañino para la siguiente historia.
Aprendió que era mejor volver a enfrentarse al relato a la mañana siguiente, como si fuera nuevo, empezando desde el principio, como si se hubiera producido un error en la cadena de montaje. Llegó a la conclusión de que durante el trabajo detectivesco de la mañana había cometido algún error, o no se había percatado de algún detalle trascendental. Cuando así actuaba, no pedía paso un nuevo cuento, sino que descubría una nueva perspectiva de la historia anterior.
*
Aquella mañana, sucedió lo impensable, la hecatombe, el terremoto final, el definitivo ‘bigbang’ infernal.
Al principio, no le dio importancia. Se sorprendió por la novedad.
Abrió los ojos, como cada mañana. Vio el desleído retrato de la boda de sus padres, y en su cabeza no encontró nada, no había nada, ni una idea. Un vacío nuevo, una sensación absolutamente desconocida y desconcertantes.
Quizá durmió mal o superficialmente. Barajó, por breves instantes, la posibilidad de volver a cerrar los ojos para que el sueño lo abrazara de nuevo y que el trabajo que la fábrica no había ejecutado en el tiempo habitual, lo concluyera tras una prórroga.
Sin embargo la realidad era tozuda y no era cuestión de engañarse a sí mismo: no tenía sueño y había descansado como cualquier otro día. Así que, resignado, decidió levantarse y realizar las mismas tareas de cada jornada. En la repetición de los actos, supuso que encontraría la historia que no había aparecido o se había perdido o se había destruido, en el embozo de su última ensoñación.
No era desdeñable un fallo en el sistema de comunicación interno; o un cortocircuito en el engranaje que existía entre el lugar de almacenamiento de las historias y la parte consciente de su cerebro; quizá una obturación en los túneles que comunicaban la sala cerebral que apilaba las historias y la sala donde llegaban para que él las traspasara al papel; acaso una discusión subconsciente, en las profundidades del almacén de historias, de la que su nivel racional ni participaba ni se enteraba; quizá una huelga de los diminutos porteadores que viajaban de un lugar a otro de su circunvoluciones cerebrales o, ¿por qué no?, quizá un par de historias pugnaban por aflorar y tal lucha provocaba el vacío en su conciencia; en suma, algo que la leve actividad física se encargaría de solucionar.
No lo reconocía, ni a sí mismo quiso reconocérselo, pero la inquietud enraizaba en su espíritu, como el oscuro musgo en las umbrías paredes.
Actuó con calma, con aparente calma, como si tuviese clara conciencia de que un espía observaba cada uno de sus movimientos y no quisiera que ese mirón profesional vislumbrase el problema.
Salió a la calle a comprar su modesta ración de pan diario, y cuando regresó, seguía huérfano de narración, ni una sola fábula que pergeñar.
*
Tozudo como mulo de las montañas, se sentó ante su cuaderno, agarró el bolígrafo y se dispuso a escribir.
Transcurrieron diez minutos interminables, densos de vacíos y oquedades. Una década de minutos en que la mirada desdibujaba y licuaba todo: el negro bolígrafo y el cuaderno de pastas verdes y el extremo de la mesa camilla sobre la que escribía cotidianamente y el anodino cuadro de una marina y el mueble bar vacío y la ventana sin cortinas ni visillos del extremo opuesto de la habitación.
Por primera vez, desde que se recordaba dedicado en exclusiva a escribir relatos, no sabía qué ideas se convertirían en las palabras que vivirían desde entonces en el papel.
Sintió el terror y el pánico, el vértigo y la náusea que provoca el vahído de enfrentarse al abismo de un folio en blanco. Las manos comenzaron a temblarle y, en breves instantes, sentidos como largo tiempo, perdieron toda su esencia de manos, y se tornaron apéndices amorfos de los brazos sin fuerza. El bolígrafo rodó hasta el papel. Un sudor casi helado, viscoso o glutinoso, más que líquido o fluido, retozaba por la espalda y humedecía con una leve película, supuso que salobre, su frente cada vez más pálida; notó, con la precisión de quien contempla un atardecer, que la sangre abandonaba su cabeza, en realidad, percibió que la sangre desaparecía de su organismo, mientras se retiraba a algún lugar incierto del universo. Sólo por estar sentado, el desmayo no le derrumbó en el suelo, aunque perdió la conciencia.
Durante unos minutos, no pudo dar cuenta de quién era, o de dónde estaba o de qué hacía.
Sabía que sólo habían pasado unos minutos pues, cuando volvió en sí, la memoria le hizo el favor de contrastar su último recuerdo con la hora que marcaban las largas manecillas negras del reloj (uno de pared, regalo del padre a su madre en un aniversario de boda y que ella admiraba por el reverbero grave de las campanadas y el refinado acabado de su arquitectura), y que a él no le gustaba, pues parecía un dinosaurio del pleistoceno, pero con quien convivía pacíficamente por respeto a la memoria materna. Esos minutos fueron tiempo desorillado, horas que se extendieron blanquizcas y frías, vacuas y nebulosas, por su cerebro horrorizado. Descubrió experimentalmente que el tiempo se divide en infinitas porciones, pero cada fracción posee autonomía propia, y densidad diferenciada, por lo que la percepción que tiene cada individuo es variable, y subjetiva, como describir o dibujar el color de una sonrisa o el perfil de un sueño. Como si los sesenta segundos de cualquier minuto de cada hora de la vida, estuviesen repletos de incontables armarios de frontal diminuto, pero de fondo insondable, en los que puede acontecer algo de tal importancia que nos demoremos en él ilimitadamente, cernícalo en busca de caricias de eternidad.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

que duro es querer y no poder, y depende de qué, puede llegar a ser angustioso. Que mal se lo has hecho pasar hoy.

Amando Carabias dijo...

Javier, no se lo he pasar mal, es que cuando uno vive a fondo una pasión se pasa así de mal.
Es algo inhumano, y probablemente demuestre bastante inmadurez, pero...

Adrian Dorado dijo...

...esos sudores frios...el retiro de la afluencia de sangre...los vahídos...el bajón de presión ...y el desmayo...
Menos mal que estaba sentado...

Tengo una cicatriz en mi nariz cuando dí, el año pasado o a finales del otro, contra el borde de una vitrea que, tapa de mesa, me dejó un gesto semicurvo, sueltito de dibujo y con cierta gracia de arabesco, mas cuenca del rio de mis sudores que concluyen zigzagueantes, en la punta exacta de mi(ya no impoluta)nariz.
Desde esa noche me dejaron anticoaugulado de por vida...

No sé porqué me acordé de ello y se los estoy contando...¿Serán los años?

Amando Carabias dijo...

En realidad, Javier, Adrián, se trata de una mala descripción de un pequeño ataque de ansiedad o de angustia que le produce al escritor, ex-linotipista, encontrarse ante el vacío de la nada.