viernes, 20 de marzo de 2009

MAÑANA SIN HISTORIA. 1.

Escribía con la misma naturalidad con que se respira, con que se ve, con que se oye, sin expresa intención volitiva. Sabía que el acto de la escritura era parte esencial de su ser. No podía, aunque tampoco quería, hacer nada para evitarlo. Como no podía impedir que sus ojos oscuros parecieran inexpresivos, de pez asustado, o que su liso cabello escaseara cada vez más, o que su estructura ósea diese la impresión de frágil vulgaridad, semejante a la loza ordinaria que se utiliza en las cocinas, o que su poco desarrollada musculatura invitase a pensar en endeblez inconsistente, aunque tras ella se percibiera la flexibilidad de los dúctiles gimnastas más que el anquilosamiento de los seres sedentarios. De igual modo, tampoco podía evitar aquella actividad que lo definía más que nada en el mundo.
Escribir en él era tan natural como la estatura de su esqueleto. Algo no sólo inevitable, sino inamovible.
Desde hacía diez años, cuando una incurable y extraña alergia a determinados productos utilizados en las imprentas, le obligó a dejar el trabajo como linotipista del periódico proporcionándole una modesta, mas suficiente pensión, todo era simple, sencillo, espontáneo. Tenía cincuenta años, una soltería pacífica y vivía solo desde hacía tres lustros, cuando sus progenitores fallecieron uno tras otro en un breve intervalo de meses.
Al abrir los ojos a las ocho de la mañana (minuto arriba o abajo), la historia se aposentaba en su mente, aterrizaba cual gorrión impaciente en la rama u hoja somnolienta en la tierra. Tampoco se trataba de una decisión racional: aparecía, nada más. Tan natural y cíclico como que albee cada mañana, que titilen las estrellas nocturnas, que canten los mirlos al amanecer; tan cotidiano, que algunas tardes (concluido su relato) se planteaba si las historias las tendría almacenadas en su cerebro, como si éste fuera anaquel o estantería atiborrada de cuentos y fantasías. Quizá, pensaba, estaba dotado de un gen específico que le permitía escribir una narración diaria, o, acaso, poseía la particularidad de que sus sueños se transformaran en cuentos.
Nunca recordaba sus sueños; ni que soñara recordaba. Cuando la luz cruzaba el dintel de sus pupilas, vislumbraba la sombra feliz de una nueva fábula. Tras el atisbo, se acercaba a ella ejecutando actos rutinarios o automáticos en que rebajaba su concentración: la ducha, la ventilación del pequeño dormitorio (cama estrecha, mesilla con dos libros [‘El Quijote’ y ‘Platero y yo’], desvencijada coqueta, crucifijo heredado, desvaído retrato de la boda de sus padres), su monótono desayuno frugal, la limpieza de los cubiertos, el arreglo del cuarto o fábrica donde crecían sus ficciones.
En ese tiempo, cuarenta minutos de lenta actividad física, pero trepidante trabajo mental, semejaba un rastreador de pistas o un cazador furtivo al acecho de la pieza o, mejor aún, un detective privado husmeando minucias para completar los informes, pues las pruebas contundentes ya obraban en su poder. Era el esfuerzo más arduo del proceso de escritura, justo cuando el bolígrafo estaba más lejos de sus manos.
De la maraña de ideas que se agolpaban en su cerebro, como un atasco matinal de vehículos en la gran ciudad, debía rescatar o salvar o aislar el suceso que le ocuparía el día: ya un objeto que adquiría dotes humanas, pidiendo ser protagonista; ya un personaje que llamaba a la puerta de su imaginación con insistencia y machaconería (estos eran relatos arduos, pues el protagonista tenía una fuerza de tal calibre que impedía descubrir de inmediato las peripecias o pensamientos que nutrirían de sustancia a lo narrado); ya la historia nítida, como una postal recién comprada, a la que le faltaba el sujeto que la encarnase; algunas gloriosas mañanas, todo se conjugaba: era cuestión de abrir el cuaderno y franquear la espita por donde surgían las palabras, para que ninguna se rezagara o tropezara en las intrincadas bifurcaciones cerebrales.
Tras la aproximación, y conocido lo importante, el armazón del cuento, el lecho por donde fluiría la historia, se sentía pletórico y dejaba que madurase en su interior, como si allí tuviese un horno donde se cocinba la historia a fuego lento.
Como creía que la salida al aire libre era sustancial y benéfica para su labor, más aún, creía que era imprescindible para oxigenar al cerebro y que, luego, todo fuera mejor, justo antes de emprender la tarea propiamente dicha, salía a comprar el pan a una tahona próxima: media barra para la frugal cena nocturna (un pedazo de ese pan con aceite de oliva y una pieza de fruta, normalmente una manzana y un yogur natural) y el desayuno del día siguiente (el trozo restante de pan con aceite de oliva, queso fresco, otra pieza de fruta y una taza de negro café con rubia miel).
De vuelta, el laboreo era sencillo, aunque duro: escribir cuatro o cinco horas seguidas (con una interrupción, tras un par de horas, para beber un zumo o un café y fumarse un cigarrillo, el primero de los cuatro que se permitía durante toda la jornada).
Estas horas matinales las invertía en el trabajo grueso de la construcción, todo el argumento, todo el trazo grueso de la historia. Es decir, excavaba los cimientos, levantaba las vigas que sujetarían su estructura, cubría de aguas el edificio, elevaba las paredes y dividía en habitáculos cada vivienda, hacía las instalaciones precisas. Cualquiera que viera el inmueble, sin contemplarlo con detalle, lo distinguiría en sus trazos fundamentales, en sus particularidades, con todos los vanos con los que contaría al final, con las acometidas para el agua, la electricidad, el teléfono, el gas...
Pero faltaba la carpintería, los alicatados, los sanitarios, la pintura, los electrodomésticos, la ornamentación, los libros, el menaje, la ropa..., o sea el aroma que distingue un edificio o construcción, del hospitalario hogar en que convertía sus narraciones, aunque fuesen historias amargas, duras, tristes, con final trágico. En fin, que le faltaba la vida, pero eso venía después, durante la tarde.
Era fiel a sí mismo, y una vez cerrada la narración, es decir, una vez acabada la trama, iba a comer al restaurante donde lo hacía a diario.
Aquello empezó por casualidad. Se dio cuenta de que no era un gasto tan gravoso, a pesar de la escueta pensión, si siempre comía el plato del día; además, haciéndolo con moderación y rigor, llevaría una dieta equilibrada, ya que el restaurante alternaba la carne (roja y blanca), la pasta, el pescado (blanco y azul), las legumbres, los huevos, las verduras y siempre tenía fruta para el postre. No le importaba que el mantel fuese de papel ni que la decoración consistiese en pobres láminas adquiridas en bazares de todo a cien ni que las camareras fueran inexpertas jóvenes extranjeras ni que la vajilla fuese tan vulgar como la de su casa. Era un establecimiento de precios asequibles, de cocina casera con poca sal y menos especias; además, el aparente dispendio lo compensaba con el ahorro en el mercado, la luz y, fundamentalmente, el tiempo: valor superior al que se plegaba fervoroso. Aquel Cronos inalcanzable que se le escapaba siempre, según creía, como el agua entre los dedos. Tenía tantas historias que escribir que no se podía detener, salvo lo imprescindible, en minucias como compra, limpieza del hogar, colada, plancha. Aquellos asuntos eran baladíes y fastidiosos.
Soñaba con un gran premio que le permitiese contratar a una persona que se dedicase a tales menesteres subalternos, mas imprescindibles.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estupendo, me ha gustado mucho esta entrada. Con tus descripciones en este tipo de relatos, me es bastante fácil ponerle rostro a los personajes, también desde la primera línea ves el lugar y todo lo que le rodea . Es un buen comienzo.

Adrian Dorado dijo...

Me gustó, bien descriptivo,bien narrado, un placer...
Digo yo y si te sale tan bien ¿Porqué no te dedicas? Los grandes premios lejos no andan...me ha contado un pajarito...Ya verás como resuenan y luego el personaje podría tener una hasta con cama adentro y todos los piripipi.

Amando Carabias dijo...

Queridos, os contesto tardísimo, a primera hora de esta mañana sabatina, porque anoche me pilló la hora con las tareas sin hacer, como uno de esos alumnos remolones que lo dejan todo para la víspera del examen. Y a veces, supngo, no es malo que esas cosas sucedan.
Gracias a ambos por vuestras palabras. Espero que la continuidad de la historia mantenga vuestra opinión sobre su inicio.