sábado, 28 de febrero de 2009

LA BICICLETA Y LA TELEVISIÓN


La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Diciembre
Ahora mismo el escribidor se detiene ante la pantalla del ordenador, y empieza a intuir que tardará un par de horas en llegar a donde quiere llegar. Porque la sola mención en su diario de la vieja bicicleta estática y de la televisión gris levanta en su memoria recuerdos que se confunden en una extraña mezcla como si al mismo tiempo saboreara acíbar y miel…
La bicicleta fue comprada hace casi treinta años para que su sedentaria juventud no le pasara excesiva factura. Cuántas tardes del estío, mientras los locutores radiofónicos narraban las etapas del Tour de Francia, él hacía kilómetros y más kilómetros sobre el mentado cachivache blanco, pensando que acompañaba las gestas alpinas o pirenaicas de los ciclistas. Nombres que fueron un día tiempo presente y que ahora son memoria, como lo son estos recuerdos. Las batallas de Bernard Hinault, contra Greg Lemond y el jovencísimo Laurent Fignon…
Poco después aparecieron, como por arte de magia, dos ciclistas de estas tierras secas y duras, áridas y crueles, que hicieron que la afición por este deporte se elevara en el país hasta cotas altísimas recuperando las viejas gestas de Luis Ocaña o José Manuel Fuente, por no hablar de Federico Martín Bahamontes: Ángel Arroyo, como antecesor y Pedro Delgado, paisano del escribidor que, desde aquellos primeros años ochenta, se convirtió en uno de los deportistas más queridos de toda la nación. El escribidor, que nunca ha sabido montar en bicicleta, sin embargo, pretendía que su pedaleo estático ayudase al real y esforzado de Perico y lo aupase por las cumbres galas. Todavía faltaban algunos años para que este joven abandonase el estatus de promesa y se tornara favorito de la prueba que extrañamente no ganó en 1987, venció en 1988 y perdió en la etapa prólogo en 1989, aunque, eso sí, también llegó hasta el tercer escalón de podium…
Toda la aventura se desarrollaba en el Estudio, como él y el resto de la familia denominaban al primer piso de la vivienda que tenían alquilado y dedicaban a sus respectivas actividades artísticas. Cuando todavía los sueños eran posibles, cuando todavía la vida no amenazaba con su lado más hosco y tétrico. Aquellas tardes, después de haber escrito, a la hora en que en la radio conectaban con alguna carretera francesa, él se montaba sobre su caballo metálico y estático y pedaleaba con afán de campeón. No era raro que, después de una hora de pedaleo intenso, sin haberse movido de su zona de estudio, hubiera recorrido más de cuarenta kilómetros. Las piernas lo sentían, pero también lo sentía su estómago que pocas horas más tarde era recompensado con una excesiva cena que impedía que el ejercicio físico tuviera como fruto el aligeramiento de sus adiposidades. Aquellas tardes de estío en que, liberado de su cotidiana actividad académica, se sentía escritor o aprendiz de escritor…
La televisión, por el contrario, era compañera reciente. La primera adquisición seria que realizó durante el duro octubre de 2005.
Unos días antes había alquilado el piso y comprobó que no disponía de este electrodoméstico. A su pesar tuvo que comprarlo, puesto que a sus hijas no podía castigarlas a que vivieran sin ella. Hubiera sido demasiado. Aquel aparato, tras ocho meses, fue embalado convenientemente y llevado a un espacio adecuado, en la suposición de que en poco tiempo todo se habría solucionado. Después de dos años largos, entraba en su casa, por fin. La presencia del ingenio gris le traía a la memoria tardes de miedo y de soledad angustiada que sólo la magia engañosa de las imágenes policromadas que salían a través de la pantalla aliviaban mínimamente.
Sin embargo es más fuerte el recuerdo de los primeros meses en que vivió la liberación de la esclavitud que sufrieron durante años. Es esta reacción similar a la que le produce en el recuerdo el aroma dulzón de las tortas de anís que, al pasar ante alguna tahona, le devuelve fogonazos de la infancia remota, de la que no conserva exacta hilatura, porque aquel tiempo es, desgraciadamente, un harapo, un resto que sólo un experto arqueólogo podría escrutar con la suficiente pericia que explicara toda una vida.
Siempre le ha maravillado que con exiguos restos de osamenta: un diente, un pedazo de mandíbula, quizá un fémur, y unas escasas esporas de plantas o partes de insectos, los científicos reconstruyan la vida del hombre de Atapuerca, si comía tal o cual cosa, si cazaban de esta o aquella manera, si tenían o no ritos funerarios, si habían sufrido el ataque devastador de alguna descomunal fiera o de un invisble virus no menos dañino o, por el contrario, eran nuestros ancestros los temibles cazadores del entorno. Tales expertos, con el aroma de una torta de anís, podrían rescribir su infancia, o parte de ella.
Él no, él sólo recuerda la sonrisa de la madre o del padre mientras contemplaba como la suave gollería se hundía en el tazón de leche, que se expandía por su esponjosa materia mejorando, si ello era posible, aquel sabor dulzón, aunque no empalagoso. Así también aquellas primeras tardes, en que, por fin, podía volver a estar en una casa, aunque fuera casa ajena, con un sentimiento parecido al de hogar. Esta televisión no muy grande guarda todavía ese recuerdo impregnado en su cúbica estructura plateada…

viernes, 27 de febrero de 2009

EL ESPEJO 3.

Palidecí presa del espanto.
Obviamente, no me vi, pues no se me ocurrió (ni hubiera podido) acudir a otro espejo de la casa, pero la sensación de vacío repentino en el estómago, la sequedad de la boca, la semejanza entre la textura de la lengua y la de una lija, son síntomas inconfundibles. Por si fuera poco, noté las piernas gelatinosas, como si les hubieran aflojado los tornillos que las unen con las caderas. El corazón, primero, paró en seco, y, en décimas de segundo, cabalgaba a uña de caballo. Sentí sudor frío por la frente y la espalda.
Reaccioné paulatinamente, con tal lentitud, que podía contar cada gota de saliva que acudía, redentora, a humedecer mi lengua, mi garganta... Pensé (supongo que por el afán racionalista de los humanos) que el espejo había perdido el azogue, o que, más que luna, era algún material pulido y oscuro que aún semejando un espejo tenía todas sus cualidades excepto, precisamente, la que le define: su capacidad de reflejar lo que está al otro lado.
Pero me equivocaba. Allí sólo había un vulgar espejo..., que no devolvía imágenes, tan sólo la fría oscuridad, el vacío infinito, la nada eterna. Una transparencia opaca, como si un muro, a la vez invisible y negro, le impidiera cumplir su misión secular.
Lo repasé.
De su aspecto no extraje consecuencias que explicaran lo inexplicable. Todo era normal. Ahuecándolo, alcé el bastidor que colgaba de la pared por la parte superior del marco. No hallé otra cosa que una lámina de madera. Recorrí cada milímetro del marco (lo más hermoso del dormitorio), una prodigiosa filigrana de volutas y hojas, realizada por un experto ebanista. Nada...
Un espejo que no reflejaba. Tiempo suspendido, colgado del infinito, instante detenido.
Intenté acallar el miedo que ascendía, irrefrenable, desde una zona confusa del tórax a mi garganta. Mi cerebro, que giraba como las aspas de una batidora a máxima velocidad, seguía a lo suyo: buscar y encontrar la explicación racional. Es curiosa esta tendencia humana a buscar lo racional en todo. El cerebro está construido de tal modo que para él es inaceptable incluso lo evidente. Al menos como primera reacción. Porque, al mismo tiempo, otra idea se apoderaba de su engranaje acelerado, ¿y si eran ciertos los rumores, y el piso estaba encantado?
Nunca me gustaron la literatura ni el cine de terror, acaso porque me meto demasiado en las historias y lo paso fatal. Entonces maldije mi animadversión a este género, pues, en caso contrario, o sea, si me hubiera gustado, sabría todo lo relacionado con espejos que no reflejan, cuando, en apariencia, su “organismo está sano”.
Hubiera sabido, por ejemplo, que eso sólo sucede en el caso de los vampiros, y sin embargo yo sabía que no era vampiro.
¿O no lo sabía y sí lo era?
Escuché ruidos extraños.
Parecían (me parecían) maullidos de gatos asustados, gañidos de perros apaleados, chirridos de puertas desvencijadas... Volvía la cabeza de un sitio a otro, como si el pánico fuera viento huracanado y yo ligera veleta. Supongo que, amplificados por mi pavor, serían los típicos sonidos que en un caserón antiguo generan los cambios térmicos, que dilatan o contraen la madera y otros materiales empleados en su construcción. Quizá alguna cañería en la que el aire se dedicaba a circular más que el agua, quizá alguna teja que se desplazaba mientras sus pezuñas invisiblen arañaban el tejado, quizá el leve roce de una persiana mal atada a algún balcón.
Todoe eso es lo lógico. Sin embargo, en aquel momento imaginaba a mi alrededor fantasmas encadenados, ánimas en pena, errabundas almas de asesinos o suicidas, diablos que arrojarían de aquellos vetustos muros al ocupante que interrumpía sus perpetuos aquelarres, vampiros ávidos de hemoglobina joven, monstruos devoradores de humanos, muertos vivientes, momias andarinas... En fin, la turbamulta de horribles criaturas que a la imaginación del ser humano ha dado a luz a lo largo de la historia.
Decidí que me marchaba de inmediato. No firmaría el contrato, y devolvería las llaves. Prefería la pensión: tirantez silenciosa, violencia sorda, odio mudo, alusiones acusatorias...
Desde luego todo eso era como vivir en el paraíso comparado con aquel terror que cegaba mi razón, como la niebla del invierno enceguece el paisaje.

jueves, 26 de febrero de 2009

LA TAREA



Digo que escribo, y no sé para qué, ni para quién. Ni siquiera sé lo que quiero escribir. Simplemente el hecho mecánico es suficiente. Pienso a veces que este gesto es a mi alma, lo que respirar para mi organismo. Muchas ideas circulan incipientes por las circunvoluciones de mi cerebro. A veces demasiadas, tantas, que se entorpecen, como las personas en el metro a hora punta.
Supuestamente, he agarrado el bolígrafo, como el náufrago se agarra a bote salvavidas, con la idea de preparar los cimientos de un libro de poesía. Mas, cuando me he dispuesto ante el bloc de hojas cuadriculadas en blanco, ese bloc de tapas negras que compré hace unos años y que utilizo cuando voy a empezar algún proyecto nuevo de cierta envergadura, me he sentido desbordado.
¿Un libro de poesía?
He escrito la pregunta y me he quedado suspenso. Miro los caracteres flotantes de la cuestión, como si fueran una libélula entristecida en mitad de la noche. La repito en voz alta. Creo que he sonreído con un ápice de melancolía en el fondo de los ojos. No me veo, no tengo un espejo delante; pero estoy seguro...
Un libro de poesía que tiene la forma indeterminada de ciertos deseos incorpóreos, como la niebla. Un libro de poesía cuyo hilo sea la vida cotidiana, cuyo protagonista sea el alma desnuda.
Me da mucha rabia no presentarme al concurso de poesía. Pero no me va a dar tiempo. Sé que si lo hago con premura, presionado por el tiempo, no será un libro bueno. Al menos que a mí me satisfaga. Intuyo que saldrá a empujones, trastabillándose a cada instante, con el riesgo evidente de caída por el precipicio.
Además, no confío en mis posibilidades. Y no confío porque no estoy en el circuito y mis cuarenta y un años largos me delatan; casi seguro que he perdido todos los trenes literarios que han pasado junto a mí en los últimos años.
No es que me sienta mayor, ni mucho menos. Si vamos a eso, a mí mismo me reconozco del mismo modo como lo hacía cuando tenía dieciséis años o veinte. No me refiero a una cuestión física, que en eso algo he cambiado, aunque, de momento, no tengo achaques de ninguna clase. Más bien me pienso y me identifico y me reconozco en las ilusiones, en las ganas de vivir, en los proyectos. En suma, que la vida no me pesa, a pesar de todos los pesares, a pesar de que no me parezca la pista de un circo donde actúan los payasos. Sin embargo, tal y como funcionan estas cosas, intuyo que estos años ya no son los mejores para empezar a aparecer en el mercado editorial. Hoy en día están más en boga las escritoras y los jóvenes. No estoy en ninguno de los dos grupos.
Quizá haya demasiado de mercadeo en todo este negocio. Lo que prima es la lista de ventas, más que la calidad. Ocurre como con las audiencias televisivas. El axioma es muy simple: tanto vendes, tanto vales. Así es imposible.
Tampoco estoy diciendo que mi obra sea la mejor que se haya escrito en los últimos tiempos, ni siquiera que esté cercana a lo mejor que se ha editado. Si lo pensara sería un necio y un ciego. Simplemente digo que las oportunidades se me fueron y ahora es muy difícil entrar. Lo mío fue un poco triste, o un poco raro. Me apeé del tren pensando que me daba tiempo a subirme de nuevo a él antes de que arrancara. Tardé quince años en regresar al andén. Y todavía me extraño.
Probablemente, el día que me bajé en marcha del humilde vagón en que viajaba, acabé con toda posibilidad que hubiera tenido, que tampoco sé si hubiera llegado a existir... Ello es así, pero hay más; no sería justo si todo lo achacara al exterior. Al fin y el acabo no dependo de que haga o no haga mal tiempo para que la cosecha dé su fruto.
Tengo otro pellizco doloroso en mi interior: la inseguridad de ser un buen escritor. Un escritor lo suficientemente bueno como para vivir de esto. Cuando me planteo el asunto, siento que camino por una senda arcillosa y repleta de agua, una senda en la que me atoro cada poco. Empero, esta es mi verdadera vocación. Esta es mi verdadera vida. Esta es mi verdadera ilusión. Detrás de la fachada de confianza, incluso de seguridad, en mi vida hay esa profunda insatisfacción, ese sueño truncado. ¿O todo es utopía? ¿Un sueño cuya base es otro sueño?
Porque, a veces, en los momentos de menos esperanza, en los momentos turbios, como noches de tempestad, he llegado a pensar que mi supuesta vocación literaria es la manifestación evidente de la necesidad que tengo de que me reconozcan. De dejar de ser un anónimo y vulgar ser humano, lleno de complejos y embutido en un cuerpo que, diciéndolo suavemente, es muy poco atractivo y poco deseado (ni deseable). Quizá sólo se trate de poner sobre la mesa una virtud, un don, una gracia, algo que me diferencie del resto y, al tiempo, me haga descollar sobre los demás. En fin, algo que me haga amable.


Fragmento de Autorretrato de un escribidor. Libro inédito. Segovia, 2004

miércoles, 25 de febrero de 2009

MÁSCARAS

Máscara veneciana. Foto tomada del Diario Clarín
Acabado el carnaval yazgo en el suelo. Tirito en medio de la madrugada, en mitad del rocío. Hasta hace unas horas era rostro de su cuerpo. Diréis que ocultaba su cara, pero, por qué no pensar lo contrario.
Os lo plantearé de otro modo...
Nacéis con máscara: ese rostro con el que os disfrazáis y al mismo tiempo convertís en puente que busca el tránsito para que los demás accedan a vuestro corazón y desde el que os lanzáis a ocupar el latido ajeno.
¿Sois vuestro rostro o vuestra mirada?
Quien se ha deshecho de mí piensa, antes de caer en el profundo sueño, ahora que yazgo en el suelo, que conmigo ha alterado durante unas horas su identidad. Pero desconoce que cuando su voluntad me eligió, en realidad reveló su verdad más profunda, ésa que todos desconocen. He alterado sólo su apariencia reconocida, pero mi presencia es su verdad desconocida, mientras que lo que pasea a diario es la mentira que os muestra y se muestra, es la traza con que os engaña y se engaña.
Sólo mi mirada es oquedad vacía, porque esa ventana es la única que no puedo usurpar, porque esa lucera es intransferible, porque asomados al brocal de ese pozo de luz descubriréis su certeza, la única que no se puede disfrazar.

martes, 24 de febrero de 2009

EL JUNCAL

Dijo el maestro:
En cierta ocasión, cuando era niño, un vendaval arrasó el pueblo. El viento era de una fuerza y de una violencia desconocida para aquella zona, y todos los vecinos se ocultaron en sus casas.
Yo también me escondí en la mía, ciertamente temeroso de lo que podía suceder. Mi madre lloraba y mis hermanos se acurrucaban a su lado como si fueran polluelos asustados.
Frente a la ventana se veía un juncal hermoso cuyos juncos, todos, casi al unísono, se cimbreaban hasta casi tumbarse en el suelo, debido a la potencia de aquel pequeño huracán que nos había sorprendido. Junto al juncal crecían hermosos dos álamos que apuntaban su orgullo erguido hacia las estrellas.
Después de aquellas dos horas de intenso tornado, delante de mi ventana sólo queda el juncal que, aún hoy, se cimbrea verde incluso con la más leve brisa.
Lo que quedó de los álamos tronzados por la tempestad hubo de arrancarlo mi padre unos días más tarde.

lunes, 23 de febrero de 2009

"SOY, EN EL BUEN SENTIDO DE LA PALABRA, BUENO"

Foto del jardín de la Casa Museo de Antonio Machado

Momento en que se deposita un ramo de claveles ante el Busto de Antonio Machado realizado por Emiliano Barral que se encuentra a la entrada del jardín de la Pensión. Foto El Adelantado

Dormitorio que sirvió de reposo al poeta, durante los trece años que vivió en Segovia.

Como cada año, el veintidós de febrero, La Tertulia de los Martes organiza un sencillo acto en honor a D. Antonio Machado. El lugar siempre es el mismo: la Casa Museo del poeta, en la calle de los Desamparados. (Lo del nombre de la rúe tiene usía).
Estábamos apiñados en el jardincillo que da casa a la que fue pensión y hoy es santuario de los machadianos, tal y como se ha dicho al menos un par de veces durante el acto. El relente de la noche caía como una fina navaja de hoja afilada y las estrellas se preguntaban dónde se había metido el calor.
Las campanadas del reloj de la catedral daban las ocho y, con una puntualidad exquisita, un ramo de claveles rojos ha sido depositado bajo los pies del busto que en su memoria esculpiera Emiliano Barral... Pero para ese momento, en mi corazón, las palabras de Jesús Hedo no han sido de presentación del acto, sino su nudo gordiano. Los prolegómenos y la introducción los llevo viviendo desde el viernes pasado. A ver cómo me explico...
Desde ese día en España (Madrid, Baeza, Soria...) se vienen desarrollando distintos actos en recuerdo de la memoria del poeta y la prensa se ha ido haciendo eco de ellos. En el blog de Juan Cruz también se mencionó el asunto, y durante toda la jornada, hasta bien entrada la madrugada, anduvimos debatiendo sobre poesía. Digo anduvimos, porque también aporté mi granito de arena. Tales reflexiones, que tanto bien me hicieron, entre las que conviene que cite a dos visitantes de este cuaderno cibérnetico: Adrián Dorado y Ferran Gallego, me prepararon para la jornada de hoy.
He llegado a la Casa Museo con algo de anticipación y he tenido suerte.
Estaba la verja abierta. El jardincillo andaba ocupado ya por personas ávidas porque comenzara el acto. El propio interior irregular de la pensión estaba siendo recorrido por decenas de miradas. Los estrechos pasillos, los escalones de tarima y el suelo de losas rojas, la cocina intacta con sus viejos cacharros, con su pequeña bilbaína, con recortes de periódicos de la época. Fotos de D. Antonio, reproducciones de sus retratos, de carteles con su efigie, de manuscritos suyos, de ejemplares de primeras ediciones de sus obras... Los techos tan bajos, un poco opresivos, un poco combados... El aire de austeridad que todos imaginamos en el poeta se puede palpar en el ambiente. Si queréis tener una mejor idea del lugar y de sus actividades, os dejo el enlace directo para acceder a la información básica. http://www.academiadesanquirce.org/casamuseo.htm.
Mientras me paseaba por estos rinconces, ideales para la evocación o para jugar al escondite o para dar besos furtivos, en la cabeza me aterrizaba el recuerdo del catorce de junio de 2004...
Aquel día, la calurosa tarde aquel día, en este mismo lugar en su jardín interior, presenté Cuentos de Euritmia. Y la historia de este día es una de las historias más hermosas que me han sucedido y que mejor guardo en el recuerdo y que me acompañará mientras la memoria habite en mí.
Para presentar ese libro me fui a hablar con la que era y es Concejala de Cultura del Ayuntamiento, Clara Luquero. Estuvimos barajando algunos lugares, algunas fechas y de pronto me miró con esa mirada que suele anteceder a las ideas luminosas. '¿Qué te parece la Casa de Antonio Machado?', me dijo. Temblé como un niño, se me saltaron las lágrimas y ella también se emocionó un poco con mi emoción. Era imposible que me ofrecieran mejor lugar. No me importó lo reducido del espacio, ni me importó la incomodidad a la que tenía que someter a los posibles asistentes que tendrían que aguantar en pie todo el acto, ni lo poco habitual del hecho. Sólo me importó que mi libro sería bendecido por el espíritu que D. Antonio haya dejado en este santuario de la poesía. Para mayor abundancia de mi regocijo, según me dijo ella, sería el primer libro que se presentaba en tal lugar. Y así fue, la Academia de Historia y Arte de San Quirce no puso ninguna pega, al contrario. A cargo del periodista y escritor José Antonio Gómez Municio, ese catorce de junio, desde el jardín oculto y umbrío que acaso escuchó la voz de D. Antonio, el libro salió a la calle, escapó de mi jurisdicción y pasó a formar parte de la de los lectores, muchos o pocos. Lo que no sabía la concejala aquella mañana es que el relato correspondiente al mes de mayo de ese libro, El viejo profesor, es un homenaje a D. Antonio Machado y es uno de los relatos que más me emocionó escribir.
Porque para mí Antonio Machado es un referente ineludible. No tanto por estética (ya quisiera yo), sino por ética.
Precisamente esto es lo primero que ha destacado Jesús Hedo en su magnífica glosa del poeta.
En nuestra sociedad actual la figura del poeta, del escritor, del intelectual está demasiado cosida a la fama, a la aparición pública, a cierto aire de divismo. Quien no pasa por ese aro no existe. Algunas veces uno llega a la conclusión que lo de menos es la obra, que importa más que se hable de uno y que uno aparezca un día sí y otro también a pública exposición. Se trata más de vender que de ofrecer un trabajo. Tanto es así que muchas veces parece imposible acceder a la obra de ciertas personas, si están fuera de lo publicitado.
D. Antonio, junto con otros grandes hombres que coincidieron en esta ciudad como Blas Zambrano (el padre de María Zambrano la filósofa universal), Mariano Quintanilla, Francisco Giner de los Ríos, Julián María Otero, Mariano Graú, José Tudela, Emiliano Barral... trabajaron duro por esta tierra y crearon, por ejemplo La Universidad Popular, germen de la Academia de Historia y Arte de San Quirce que es patrona y conservadora del lugar donde estábamos. Con gran sacrificio y sin remuneración dedicaban los finales de la tarde y primeras horas de la noche en enseñar a hombres y mujeres sin estudios. También tenían sus tertulias en el café La Unión, también amaron, también se divirtieron. El catorce de abril de 1931 la primera bandera republicana que se izó en Segovia fue a manos de D. Anonio que desde entonces defendió la legalidad hasta su exilio y muerte, ayer hizo setenta años en Colliure, Francia.
Ha dicho esta tarde, Amelia de Paz, una estudiosa de Domenchina que ha preparado un librito en el que se recogen tres breves ensayos sobre Machado debidos a la pluma del poeta madrileño, que el destino de los poetas es ser olvidados o tergiversados. Con semejante idea tan negra me he venido a casa. Porque hasta lo mismo tiene razón. D. Antonio ha sido usado por unos y por otros, como si fuera un billete con el que se compran y se venden las cosas. D. Antonio que murió por la República, sin embargo, también supo criticar sus excesos.
Dicen que el veintidós de febrero de 1939 era miércoles de ceniza. El poeta murió triste, con la compañía de su madre y de su hermano, lejos de su patria y de su sueño. Setenta años después ha sido domingo de carnaval. Esta entrada ya va muy larga y simplemente apuntaré el hecho, sin añadir nada más, salvo que mi deseo es que llegue pronto la Pascua.
En todo caso, y con los ecos de las celebraciones festivas procedentes de la Plaza Mayor, hemos recordado con sus versos, con nuestros versos y con música a este poeta que, en el buen sentido de la palabra, fue bueno.
Y quizá el mejor homenaje sea el que se lea alguno de sus poemas. Si no tenéis algún libro en casa con su obra, podéis hacer otra cosa. Cerrad esta página, id a cualquier buscador en Internet y escribid Antonio Machado. Luego dejaos llevar...
Y si podéis, tanto los que vivís aquí, como los que nos visitéis, acercaos a su Casa Museo, que como su poesía es pequeña, humilde, austera, llena de recovecos pero transida por la verdad. Llegar hasta allí es sencillísimo: pasada la Catedral, camino del Alcázar a mano derecha os encontraréis con la calle de Los Desamparados, tan estrecha como un suspiro. A sus pies, junto a un conventillo, allí es.

domingo, 22 de febrero de 2009

EN SILENCIO

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Septiembre
El escribidor piensa que hay personas que han nacido para el sufrimiento. Parece que cuanto les caiga encima es poco, siempre hay algo más que se les puede precipitar sobre los hombros, como si toda la carga del mundo no fuera suficiente. Las personas que han nacido para el sufrimiento generalmente no se dan cuenta de ello, ni siquiera se dan cuenta de que sufren. Tienen asumido que la vida, al menos la suya, es de ese modo y la viven con una sonrisa entre resignada y pacífica. Cuando se rebelan contra su suerte o su destino o su papel en el guión de la existencia, lo hacen como si su alma estornudara, poco más, parece una pura reacción fisiológica a la que podemos despachar con un ‘Jesús’ o un ‘Salud’, que se responderá con el consabido ‘Gracias’, mientras se sigue con la conversación; en fin, poco más que una breve tachadura dentro de una página casi infinita.
Su antigua profesora y amiga de espacios y tiempos intermitentes sonríe mientras le cuenta la penosa situación por la que ahora atraviesa.
Él sabe algunas cosas de ella, aunque no con la profundidad que ella supone, pues ciertas historias del pasado que, supuestamente, él conoce por haber estudiado donde estudiaba, a él le han pasado desapercibidas. Conoce de una prisión domiciliaria en la que el padre enterró sus postreras ganas de existir antes de entregar la vida propiamente dicha. Conoce de las amenazas e insultos de otros alumnos que jamás entendieron sus exigencias. Sabe del cáncer que le acecha, aunque parezca que la batalla la tiene perdida. Sabe del sufrimiento por la muerte de la madre. Y ahora conoce, mientras espera a los escritores con cierto pedigrí, esos jóvenes que aún intentan escalar en el escalafón, pues aún les resta algún trecho para llegar a la cima (a ella más que a él, indudablemente), que otro golpe de destino parece extorsionar la placidez en que, por fin, parecía haber entrado su existencia.
Este puñetazo, es el más doloroso, porque viene a certificar ciertas máximas sobre la fraternidad que se cumplen con reiteración machacona…

sábado, 21 de febrero de 2009

SUITES 1 y 2 PARA VIOLONCHELO DE JOHANN SEBASTIAN BACH



Los problemas que acechan allá en el horizonte,
no importan, pues semejan nubes del gris ocaso,
¿o son temibles monstruos que despedazan almas?
Intuyo que mi espíritu se torna lapislázuli:
frío sueño de duro azul cobalto.
Silenciosos, mis ojos desentrañan el leve crepitar de la madera,
y el declinar lluvioso de la tarde, y el dolor sin final por tanta ausencia.
Se me han quedado las palabras muertas, prendidas en mitad de la garganta.
Un eclipse lunar borra la noche. Sensación honda, helada, dolorida...
El tictac del reloj se desmorona... Sólo el abismo negro nos rodea...
Serenidad que sufre silenciosa.
Puedo, quizá, decir bellas palabras, pero serían oquedades yertas.
No tengo explicación para el dolor, para cualquier dolor: ni el de la especie,
ni el de tu ausencia que me embarga flébil.
Si no mi boca, sí mis versos gritan que una helada serpiente repta dentro
de mis entrañas lóbregas... Y lo demás es farsa.
Pues mi sonrisa torpe es pozo amargo. Mi corazón ahíto disimula:
su fortaleza, mero aguante triste; su solidez heroica, quietud ciega;
su salud pétrea, indolencia mustia; y su arrojo, feroz carrera a nada..
Corre el tiempo frenético. Las prisas nos enredan,
como murciélagos, en los latidos. Alrededor estruendo y confusión,
bullicio, cláxones, ceguera, arritmia,
el autobús escapa con mi ausencia. Siento que la ciudad fagocita mi espíritu.
Antes de que la noche nos envuelva en su manto,
mil fogonazos cegarán mis ojos, aturdirán mis pensamientos llenos
de ansiedades y prisas y empujones y frenazos e insultos y miradas
que siempre miran más allá, más lejos: evitando observar a este presente...
Agobio, prisas, cláxones, bullicio.
Se ovilla el mundo inerme, girola indiferente
del vacío ruidoso y de la nada yerta.
En el alma se cuela la tristeza, cual líquido por leves intersticios.
Mi melancólico mirar recorre todo cuanto me hiere en la retina:
aristas geométricas, oscuros cielos plúmbeos,
tremendos huracanes, devastadoras lluvias,
sucesos trágicos, violentas muertes, injusticias, oprobio, hambre, miedo...
Mas si vuelvo mis ojos donde suena mi propio corazón, y miro adentro,
otearé el peor de los paisajes:
el azul opalino lo rodea, un frío azul cobalto que me hiere
cual gélido cuchillo, cual vendaval continuo
de alfileres traslúcidos, escarcha congelada,
ilimitados páramos o desiertos oscuros,
esqueletos marchitos de mil troncos quemados
por la helada asesina, inmóvil agua podre...
Eterna noche, eterno helor viscoso muerto...
Fantasmagórico, espectral silencio...
La verdadera entrada del infierno: muerte, desolación, vacío, nada.
Paseo solitario y silencioso en mitad de este bosque plateado,
para que la tristeza que me invade, y me corroe, y me destroza, salga
de estas entrañas mías doloridas, veloz cual ciervo por la fiera herido.
Me asomo, mientras, al recuerdo y veo aquellos ojos nuestros contemplando
enamorados, enlazados, uno, aquel aurífero descendimiento,
sobre el espejo de oro de las hojas, en el instante previo de su lento
deliquio, vuelo yerto de los sueños, y la ilusión vestía luminosos
rebrillos de oro a nuestras dos miradas enamoradas, enlazadas, una.
La soledad, ahora, me acompaña en el paseo sosegado, lento
por este bosque, recordado apenas, y no entiendo por qué aquel halo tenue
deshizo para siempre su destino, para siempre rompió su paso muelle, y
mi amor hirió de muerte para siempre.
Difuminando el orto desde oriente, hacia mí, llegan fuertes ilusiones,
que cabalgan a grupas de invisibles, alados, transparentes unicornios,
cristalinas criaturas delicadas. Me acarician rosados dedos tibios,
calman la fiebre ardiente que me aturde, a mi sien palpitante acude amable
el leve soplo fresco de la brisa. Aunque la intensidad de los colores
no sea viva, nítida, vibrante, como en el mediodía luminoso,
es suficiente el tono de esperanza que susurra al fondo, desde lejos.
Aunque viva con este sufrimiento, aunque una cierta angustia me acompañe,
que, al menos, los demás, en mi mirada, vean que el horizonte resplandece.
Que los demás columbren el futuro luminoso a través de mi pupila.


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Este poema, forma parte de la tercera versión (¿definitiva?) del poemario inédito Eterna luz sonora, inspirado en la música de Johann Sebastian Bach.

viernes, 20 de febrero de 2009

EL ESPEJO. 2.

En cuanto se hubo ido, me lancé a la calle. Tenía que comprar lo imprescindible (sobre todo, productos de limpieza). En la pensión recogí mis pertenencias y saldé la cuenta. No quería más problemas. Como no podía ser de otro modo, todo se complicó y no tardé un par de horas en tales tareas, sino cuatro. En mi descargo diré que dupliqué el tiempo previamente calculado porque por el camino me di cuenta de que debía adquirir ropa para la casa (sábanas, un par de mantas, paños de cocina), pues carecía de todo. Perdí la tarde en ir y venir de los comercios a mi nuevo domicilio, en discusiones múltiples e inútiles con dependientes de ambos sexos y varias inteligencias, y en unas cuantas llamadas telefónicas pidiendo consejo a mis amigas, bueno, las que eran expertas en cuidado y limpieza del hogar.
Cuando regresé a mi flamante piso recién alquilado, para no salir hasta el otro día, contemplé abrumado el recibidor atestado de lejía, jabones para el suelo, detergentes, amoniaco, gamuzas, esponjas, fregonas, cepillo para barrer terrazo, mopa para limpiar los suelos de madera... Por primera vez, me reproché la precipitación con la que actué. Era casi de noche y, a mi modo de ver, no era hora de limpiezas. Aunque debía hacerlo, no me quedaba más remedio que acometer lo imprescindible. Podía obviar, por un día, la cocina, si es que cenaba y desayunaba en cualquier bar (usualmente almuerzo en un restaurante barato que está junto a la oficina) y el salón; pero el cuarto de baño y el dormitorio necesitaban una intervención seria, contundente y rápida.
Fui al dormitorio.
Se trataba de un cuadrilátero casi perfecto, unos dieciséis metros cuadrados. En la esquina lindera con el salón, perdía su exactitud cuadrangular, a causa de una viga que rompía ese equilibrio casi cartesiano. El mobiliario era simple, escaso y anticuado: además de la cama de matrimonio, una coqueta, un cristo, un espejo y una silla.
No me gustó la cama, no me gustó la coqueta, no me gustó la silla, no me gustó el espejo. El cristo tenía algo de tierno en su dolorismo, algo que me remitía a la infancia, pero nada más. En suma no me gustó nada. Aunque no había otra cosa.
Con precaución levanté la tela blanca que cubría el lecho cual sudario. El colchón parecía limpio y firme. Golpeé sobre él y no se levantó la típica nubecilla polvorienta. Lo cubrí de nuevo. Excepto el polvo acumulado por el suelo, los muebles y los ropones que los cubrían, así como el aroma acre y rancio que emana de las habitaciones cerradas durante mucho tiempo, tenia buen aspecto, como el toda la casa.
Cuando decidieron alquilarla, se preocuparon de pintarla y sanearla. Se notaba y se agradecía.
Me disponía a limpiar el espejo que colgaba casi en el centro de la pared opuesta a la cabecera de la cama, cuando me llevé el susto más grande de mi vida. Hasta ese instante no me había situado frente a él. Sólo había visto su marco, y, no le di más importancia que al resto del reducido mobiliario.
Uno está acostumbrado a ciertas cosas y, cuando no suceden, la sorpresa causa un cataclismo emocional: un río que viajara corriente arriba, lluvia que ascendiera hacia el cielo, una taza de loza que al caer sobre el pavimento de terrazo botara como un balón, briznas de hierba que crecieran azules o rojas, perros que cantaran un tango, caminos que acabaran en un precipicio, cadáveres que caminaran, veloces zancadas que no avanzaran ni un metro, la contemplación del propio entierro ..., qué sé yo. Cosas, en fin, que pueden ser un número de circo, elementos de un cuento fantástico o la peor pesadilla.
Cuando uno se sitúa ante un cristal, espera encontrarse consigo mismo, con la devolución, un tanto anodina y aburrida, de su propia figura. Así lo observamos días tras día, desde que tenemos pocos meses, incluso, muchas veces en un mismo día. Es tan habitual, que a veces ni nos fijamos en ese físico tan conocido. Así que, cuando me situé ante su luna, en las primeras décimas de segundo no observé ninguna rareza; incluso, apostaría doble contra sencillo que mi mente me situó allí dentro, como siempre; pero, de pronto, constaté lo asombroso, lo que me produjo el miedo, lo que provocó un seísmo en mi espíritu: no estaba mi reflejo.
Ni el de nada.
Tuve la percepción de que no existía, al no existir mi imagen.
Experimenté, despierto, la impresión angustiosa de la pesadilla en que uno cae eternamente precipicio abajo. Accionaba mis manos y no las veía, gesticulaba exageradamente pero no por ello forcé la visión de mi rostro deformado por mi propio esfuerzo.
Al no verme reflejado, malicié por vez primera que había sido víctima del encantamiento del piso, aquél del que me habló la hermosa mujer a la que no presté atención...; mejor dicho, a la que presté demasiado atención, y no escuché como debía.

jueves, 19 de febrero de 2009

SIN RESPUESTAS

Imagen de archivo de Jade Goody. AFP, publicada por El País Digital

Estaba escribiendo sobre otra cosa cuando ha llegado Marián, para pedirme que fuera a escuchar una noticia que daban en la radio. Como me ha parecido increible lo que escuchaba, y eso que el tono de quien allí hablaba era perfectamente serio, he buceado un rato por la prensa digital, y he llegado a la conclusión de que debe ser cierta, pues se repite la información, e incluso se cita al Primer Ministro británico.
Si no tenéis muchas ganas os resumo los fundamental: una exconcursante de la versión británica de Gran Hermano del año 2002, Jade Goody, tras un duro tratamiento contra un cáncer de útero que no ha vencido, ha vendido sus últimos días o semanas de vida a una televisión británica por poco más de un millón de euros. También ha vendido la boda que será el próximo sábado, y el bautizo de sus dos hijos. Su justificación, parece, es garantizar una buena educación a ambos críos.
Estos son los hechos.
Sólo entiendo una cosa: si la cadena de televisión paga más de un millón de euros es que está convencida de que sacará mucho más.
Ahora mis preguntas, porque mi cerebro, quizá sea a causa de la hora, no da para mucho:
¿Cómo es posible que nadie pretenda pegarse a la televisión para ver cómo agoniza y muera otro ser humano? ¿El ser humano es capaz de poner precio a cualquier cosa de su intimidad, hasta a su muerte? ¿Todo tiene precio y el único problema, pues, es disponer de dinero para pagar lo que nos pidan por ello? ¿Es todo perfectamente moral -lícito es evidente que sí- o ético? ¿Nuestra cultura occidental y capitalista nos lleva hasta aquí?¿Por qué el ser humano siente tanto placer al contemplar a otros congéneres y más si estos sufren? ¿La intimidad sólo es invulnerable cuando no hay dinero de por medio?
Bueno, no sigo, para qué...
Ah, antes de que se me olvide, más que nada por si no lo he dejado muy claro, que con la confusión y el sueño todo puede ser:
A mi modo de ver, la única que ha actuado con perspicacia y sensatez es Jade Goody. Ha demostrado que conoce muy bien el mundo de la televisión, que conoce perfectamente el corazón humano y, más aún, ha demostrado que quiere muchísimo a sus hijos y que ya que va a desaparecer saca el máximo partido a su existencia, aunque sólo sea crematístico.

miércoles, 18 de febrero de 2009

PREGUNTAS

Rescate de uno de los veintiún cadáveres recuperados en Lanzarote. Foto EFE, publicada por El País Digital
¿Cuándo su madre le paría, pensaba en que ese hijo de sus entrañas estaba destinado al hambre, a la miseria, a la explotación…? ¿Cuándo Moisés, Jesús, Alá, Buda, Confucio… fundaron sus religiones, ocultaron las palabras de los dioses en que se aseguraba que una porción de la humanidad padecería siempre desnutrición, enfermedad y destrucción, mientras el resto contemplaba el lento declinar de la tarde y sentía los anillos de oro que arrumbaban sus dedos? ¿Cuándo vemos sus pieles oscuras o amarillentas o cobrizas que pasan a nuestro lado en la ciudad, por qué les repudiamos en silencio y deseamos que se vuelvan al infierno? ¿Cuándo nos levantamos cada mañana somos conscientes que formamos parte del engranaje universal de la injusticia, y no precisamente estamos en el lado de las víctimas, sino de los verdugos…? ¿Cuándo tomamos el café del desayuno y leemos el periódico, caemos en la cuenta de que los números impresos son sólo un pálido reflejo de otros tantos seres humanos decapitados a destiempo? ¿O más bien decimos: no es cosa nuestra, o que no hubieran venido, o ellos se lo han buscado...?
Uno se imagina el bramido del Atlántico. Uno se imagina su juvenil mirada casi satisfecha pues la tierra está tan cerca, ¿cuánto?, unos metros, dicen que veinte… Y de pronto, como en un mal guión de una película de terror, una ola más vigorosa, un golpe de viento que llegó un segundo antes de lo previsto o un segundo después de lo necesario, el cansancio de una singladura imposible, la pesadez de las ropas de abrigo, la oscuridad, el miedo, no saber nadar…
Y los sueños imposibles se hundieron, junto con sus cuerpos en el océano, tan cerca de la costa.

martes, 17 de febrero de 2009

EL LECTOR

Fotograma de la película

En primer lugar tendría que dar las gracias a S.V-B, por su comentario del otro día, en que escribió textualmente: "El lector. Sin comentarios. Maravillosa película. El chico, fantástico. Hanna, sublime. Delicada y sensible, a la vez que fuerte e impactante".
Desde que Marián y yo la vimos el sábado, adquirí la obligación de escribir sobre ella. Más aún, si no lo hago seré incapaz de escribir nada más. No es una broma o una exageración, hay algo tremendo en su desarrollo que me afecta personalmente de modo tan íntimo, que salí tocado de la sala...
En otras películas que tienen como fondo el nazismo, o más en concreto el holocausto judío, lo que en la Alemania de Hitler se denominó la solución final, ocurre como con las películas de indios y vaqueros. El espectador, inocente, siempre se pone del lado de los vaqueros, hasta que alguien rueda Bailando con lobos. En este caso, nos colocamos del lado de los judíos, como no puede ser menos. En nuestra cabeza la palabra nazi es sinónimo de bestia sanguinaria y sin conciencia, enemigo de la humanidad, etcétera, etcétera. Y no es mentira. Lo que ocurre es que ese régimen, como cualquier otro, está integrado y manejado por personas que no son muy distintas de nosotros...
¿O sí? ¿Podríamos haber sido nazis? ¿En un engranaje perfectamente organizado, donde la inmensa mayoría piensa lo mismo y la minoría aparenta pensarlo, no obedeceríamos a la autoridad, no formaríamos parte de esa corriente? ¿En qué se diferenciaría un soldado nazi que trabaja en una ferretería de cualquier otro joven ferretero? ¿Os sorprenden estas preguntas...?
Me parece que una como esta, o alguna de ellas es la que formula o hace arrancar a El Lector, dirigida por Stephen Daldry (1), que lleva al cine la novela homónima escrita en 1995 Bernhard Schlink y que no he leído.
La película comienza con una historia de amor que roza lo prohibido. De hecho, según mis noticias, las numerosas escenas eróticas se rodaron al final para que el David Kross cumpliera los dieciocho años y no tuviera ningún problema legal en Alemania.
Lo primero que vemos en pantalla son los espectaculares ojos entre azules y verdes de Michael, acomodado abogado alemán, interpretado por Ralfh Fiennes, que acaba de pasar una noche, suponemos que apasionada, con una joven que le ha dejado indiferente... En la mañana lluviosa su mirada es vislumbre de tristeza, de abisal melancolía que uno no comprende, aún. El resto de la película viene a explicarnos el por qué de esa honda insatisfacción. Pronto intuimos que acaso el sentimiento de culpa no esté muy detrás de todo ese proceso que le conduce hacia la soledad.
El recuerdo que le provoca la visita nocturna de esa joven, le hace rememorar los momentos más trascendentales de su primer amor. Una clase de amor, mejor dicho relación, que se ha tratado muchas veces en el cine y en la literatura, ese amor que roza lo prohibido. Una lluviosa mañana, un joven estudiante, Michael, con la cartera de colegial a la espalda, regresa a su casa. Está enfermo. Vomita en un portal. Está aterido por la fiebre. Una hermosa mujer cobradora del tranvía, Kate Winslet, le atiende y le acerca a su casa.
Cuando el jovencito se recupera de la escarlatina, con un ramo de flores en sus manos como prueba de agradecimiento, regresa a esa misma vivienda. Pero en realidad busca otra cosa; con sus quince años, ha descubierto una potente atracción física y sexual hacia una mujer treintañera. Atracción física inevitable o atracción física invencible. Con sus quince años, con su inexperiencia, si ella, Hanna, no toma la iniciativa, no ocurrirá nada, y ocurre. Esta vieja historia (mujer madura se enamora de jovencito, o viceversa, y se convierte en su iniciador en el mundo erótico), tiene un componente novedoso, Hanna es una empedernida oyente de libros. Tiene un interés inusitado por las palabras, por sus sonidos, por las historias. Michael, además, es un espléndido lector. Es como Las mil y una noche a la inversa: la mujer escucha las palabras que salen de los labios del hombre.
Parece que la película se va a quedar en eso, en el recuerdo de una relación que se frustró, como tantas otras, de pronto, al final del verano, cuando ella recibe un ascenso en su trabajo y desaparece...
En un salto de unos cuantos años, vemos a Michael, a punto de finalizar su carrera como abogado forma parte de un seminario especial, en el que los alumnos van a asisitir a uno de los juicios que durante los años setenta intentaron delimitar las culpas de las personas que participaron activamente en las atrocidades cometidas por los nazis.
En este punto llega la primera bofetada para el espectador (hay otras dos, al menos). Uno ha tomado cariño por esta mujer. A pesar de su frialdad, a pesar de la lejanía consciente que toma de su joven amante, uno ha descubierto una sensibilidad exquisita que por alguna extraña razón no explota. La escena de la iglesita del pueblo, cuando Hanna se sienta en el banco y escucha el ensayo de un sanctus interpretado por un coro de niños, es estremecedora. Las lágrimas emocionadas que vierte esta mujer atormentada (¿por qué? Todavía no lo sabemos), nos mueven a la piedad. Pero ella, Hanna, forma parte del grupo de las seis acusadas, las guardianas. Y este es el golpe: ante nosotros hay una nazi culpable en algún grado de algún crimen horrible, y, sin embargo sentimos piedad por ella, sabemos que es sensible, sabemos que ayuda a los demás, que su trabajo es honrado. ¿Cómo es posible...?
Cuando en este mismo lugar comenté Llegaron los turistas titulé la entrada Mala conciencia colectiva y esto es lo que podría afirmar de lo que sigue a continuación del film.
En Alemania han intentado delimitar con precisión milimétrica y cuadriculada (son alemanes) la participación de cada quien en todo aquel horror del que difícilmente saldrán, como vemos año a año, pues son recurrentes películas, libros, obras de teatro, etcétera, que una y otra vez vuelven a este asunto. Y no es lo mismo obedecer, simplemente obedecer, que mandar o que organizar algún crimen. No, no es lo mismo... Sin embargo, las nuevas generaciones cuando se enfrentan a este drama no entienden cómo fue posible que tantos millones de personas no se dieran cuenta de las barbaridades que se cometían. De algún modo perciben que esa barbarie del pasado ha saltado hasta sus hombros para atormentarlos a ellos también.
Hanna parece que es la única que asume su culpa, pero Michael es el único que descubre (tantos años después) que no es que asuma su culpa, sino que oculta su gran secreto... El cartel hace esta pregunta: ¿Hasta dónde llegarías por ocultar un secreto?
Cualquiera que haya visto la cinta o leído el libro quizá piense que su reacción es exagerada, sin embargo yo sé de esos sentimientos y de esa razón, y no es exagerada, ni mucho menos. Además, me parece, que hay otro componente: Hanna se da cuenta de que, en el fondo, ella fue como las demás. La injusticia, y por ello me rebelé en el asiento, fue lo sucedido con las otras acusadas.
Al final uno llega a una trágica conclusión: el silencio habilita a la injusticia y carga de culpas las conciencias. Y ello es mucho más trágico si la obra (novela y película) nació como un canto a las palabras y a las historias.
___________________________________
(1) Además de ésta ha dirigido otras dos películas espléndidas e igualmente dramáticas. Ambas muy recomendables : Las horas y Billy Elliot (quiero bailar). La citada en segundo lugar ha tenido mayor fortuna en cuanto a favor del público, pero, personalmente Las horas tiene un gran poder y a mí me fascina. Las interpretaciones de Meryl Streep, Julianne Moore y Nicole Kidman (quien obtuvo el óscar por ella) son memorables.

lunes, 16 de febrero de 2009

HAN MUERTO MIL PALOMAS (A Marta del Castillo, in memoriam)

Han muerto mil palomas...
Han muerto todas las palomas del universo.
El callar de su zureo armónico lo envuelve todo de angustia,
angustia repleta de miedos opacos, oscuros, exterminadores.
Desde el horizonte gris las campanas negras tocan a duelo,
redoblan en el aire con parsimonia dolorosa,
¿dolorida?
No hay remedio,
ya la muerte reblandece todos los colores desapareciéndolos,
aguándolos entre plúmbeas lágrimas desesperadas...;
tan sólo resta la ausencia,
ausencia de todo, ausencia,
ausencia incluso de esperanza, ausencia
de ausencia.
La última sonrisa quedó colgada de la última estrella,
tan lejana, tan invisible casi:
menor por el recuerdo de una tarde de arrullar monótono.
Escucho anhelante el pálpito del Planeta:
llanto y miedo,
llanto y silencio,
llanto y muerte...
Escucho anhelante el pálpito del Planeta:
¡ay, que no hay zureo!
¡ay, que no hay sonrisa!
¡ay, que no hay caricias!....
Una herida pestilente supura hacia el infinito
y no queda el zureo transparente de la paloma ondulando al aire,
ni su vuelo blanco sobre la faz del mar,
ataúd del último beso.

domingo, 15 de febrero de 2009

EN LA PLAZA MAYOR

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Agosto

Terminar la tarde, acodado en la mesa de una terraza de la Plaza Mayor saboreando un café y contemplando el lento atardecer, mientras la catedral se agrisa, no está nada mal, para qué engañarse. Quizá suene a afición pequeño burguesa, cuyo aliciente no sea precisamente muy apetecible para otros espíritus más refinados. Cualquiera que los contemple, tan sosegados, tan tranquilos, tan dedicados a dejar que los minutos se deslicen con la parsimonia propia de los que no tienen nada que hacer, no podrá reconocer en él esos afanes suyos supuestamente literarios, rayanos en afanes de carácter supuestamente intelectual. Otros veranos, a estas alturas, estaba embarcado en alguna creación narrativa de teóricos altos vuelos que simplemente sirvió, año tras año, para ocupar espacio en su estantería, para que la sensación de frustración ahondase más en su corazón como una lanza emponzoñada que en vez de ser extraída del organismo, ahonda más en alguna de sus vísceras, produciendo una herida prácticamente incurable. Ya el año pasado, se olvidó de tales ocupaciones. Acababa de concluir otro proyecto que le había llevado todo el curso, con lo que se dedicó a acrecer desmesuradamente las páginas de su diario. Luego dejó que los meses fueran pasando hasta llegar de nuevo a este instante… Sin embargo ahora no sabe bien si es que no quiere afrontar otro proyecto o es que las circunstancias, sobre todo ese alfanje envenenado que se hunde en su ánimo, le impiden acometerlo, tal que si una parálisis le cercenara la capacidad creativa. Prefiere, desde luego, sentir la tibieza de los blancos dedos femeniles sobre sus propios dedos, prefiere atisbar las vidas que se le muestran ante sus ojos intentando hacer pequeñas fichas mentales que abarquen rostros, perfiles, estaturas, complexiones, colores, gestos, miradas, ademanes, por si acaso parte de ese material en algún momento pudiera servir para alguna cosa. Como esa pareja de jovencitos, casi adolescentes, que actúan como dos jóvenes que ya han descubierto sin ningún género de dudas que su vida sólo tendrá sentido si la viven juntos, si son compañeros para siempre. O como esas señoras orondas que recuerdan los veranos antiguos y dichosos de viajes por tierras andaluzas, tan hermosas, o como esos niños que juegan el eterno juego de apretar con un dedo la salida del agua de una fuente para que el líquido describa combas mágicas que empapen el pavimento y a algún viandante osado que se acerque excesivamente, o la mirada extraviada de alguien solitario que deja transcurrir los segundos a la espera de quien no llegará, o el paso dificultoso de un hombre mayor que, a pesar de todo, mira con ternura a la vida, aunque sea evidente que se trata de una de sus últimas miradas, quien sabe si la postrer, que se desliza por la Plaza Mayor durante un atardecer de un verano tibio… Sabe él, de todos modos, que semejante distracción, en el fondo, no es más que una excusa que se ha construido a sí mismo para disculparse, para intentar justificar unas horas que quizá debiera estar invirtiendo en abonar algún proyecto. Pero sentir la placidez de su mirada oscura disfrutando del ocaso, mientras la ciudad escenifica el final de una jornada apacible, no tiene precio, ni posible sustitutivo. Cualquier otra actividad que implique no contar con su presencia, en el fondo, será inútil. Esta tarde, acariciado por los rayos de un sol perezoso, incapaz de zafarse de las veladuras de unas nubecillas impertinentes, siente aquellos viejos sentimientos que le hinchen los latidos llenándolos de sentido. No importa que el resto avance lentamente o no avance… Al final, también está seguro de ello, aparecerá el resquicio, la historia, el camino, quién sabe, incluso el editor que considere que sus palabras, merecen intentar la aventura de ocupar un lugar en medio de las plazas y los escaparates…

sábado, 14 de febrero de 2009

EN EL DÍA DE SAN VALENTÍN.



Las cosas que se me ocurrieron no las contesté porque me dio un poco de vergüenza que pensara que soy un cursi sin remedio, o que el sentimentalismo de un adolescente inexperto me ha atrapado. Y fíjate si se me ocurrieron cosas, en apenas unos segundos, ese breve espacio que abarca el silencio fluido en una conversación tranquila...

Pensé que el amor es vivir sólo a través de la mirada de la amada, que el amor es sufrir si tú sufres, reír con tu risa, que el amor es perderme en las circunvoluciones de tu cerebro y escuchar el fragor de tus pensamientos, hasta los más tristes o los más recónditos, sin importarme nada, sin pensar en otra cosa que en tus palabras.
El amor es refugiarse dentro de tu cuerpo, porque ahí es donde el mío se hace glorioso (hasta donde puede ser glorioso un cuerpo humano), pero también dejar que el tiempo se arroje por el precipicio de la indolencia, porque permanecer abrazados sin otro fin que el propio abrazo, es semejante a la acción del sol sobre la cosecha, pues de su fuerza y de su calor depende que una vez que la semilla ha germinado, la espiga llegue a su madurez.
El amor es respirar la brisa de tus labios, beber tus lágrimas cuando lleguen, humedecer tu frente si la fiebre te atosiga un día, desaparecer en la sombra de un rincón hasta que tu voz reclame mi presencia.
El amor es podarte para que crezcas, para que tu fruto tenga el dulce sabor de las piezas más deseables, para que arraigues en la existencia y sirvas de ayuda a cuantos tiendan su mano en tu busca.
El amor también es pedirte perdón una, diez, cien..., millones de veces, porque no estoy a la altura de tu efigie, porque mis pensamientos se pierden por veredas inútiles, porque estoy más pendiente de mis dolores o de mis miserias que de atender al latido de tu corazón.
El amor es empujarte a la vida, porque, aunque no seas imprescindible para nadie, salvo para mi vida, eres necesaria para toda la humanidad, para que nadie pueda echar en falta la labor de tus manos.
El amor es escarbar en tu corazón para ayudarte a descubrir esos tesoros ocultos que posees, no para tu exclusivo goce, sino para que el ser humano como especie continúe su infinita senda hacia la perfección...
El amor, amor, es hacerte feliz y ser feliz, allá dentro en las entrañas de tu felicidad.

viernes, 13 de febrero de 2009

EL ESPEJO. 1.

A la mañana siguiente, demacrado, ojeroso y fuera de mí por la noche en vela, devolví las llaves en la Agencia. Me miraron con estupor, como pidiendo explicaciones, pero no les dije nada... Suspiré, no sé si aliviado o preocupado... Ella no estaba.

Cuando apalabré el alquiler del piso en el casco antiguo de la ciudad, no me paré en los comentarios que hacía la hermosa joven, sobre rumores de encantamientos, fantasmas, ruidos misteriosos, en fin, cosas que, según los vecinos, sucedían dentro de aquellas paredes, y que ella calificó de palabrería vacía. Casi no le presté atención, porque noté que hablaba con indiferencia, como si arrojara un papel al suelo. Además, estaba más pendiente de su espectacular fisonomía. También me influyó la necesidad apremiante de vivienda, pues había tenido serios problemas en la pensión, que no es momento de relatar, ni de recordar. Y, por supuesto, porque el precio era tan irrisorio para estos tiempos, que no me planteé nada más... Debí haber hecho caso de los rumores, no de su silueta; debí cuestionarme por qué el alquiler era tan barato, justo en la zona más cara de la ciudad. Debí...
Distraído por su figura, le pregunté si podía quedarme en el piso, sin ni siquiera esperar al día uno. Pagaría íntegro el mes, a pesar de estar a veinte. Salió de la habitación, y en el aire flotó el eco de una vibración inventada por la rítmica ondulación musical de sus caderas y por el intenso aroma táctil que le acariciaba el cuerpo. Realizó la consulta desde su móvil de última generación (toda ella era de última generación). Entre tanto, recorrí la sala que me pareció agradable y llena de recuerdos, a pesar de la austera decoración anacrónica. Cuando volvió, de sus labios colgaba una sonrisa corinto. Esperamos la llamada de la Agencia. Deseé beber el zumo de guindas de sus labios delicuescentes. Con un gracioso mohín que la retornó a la infancia (no muy lejana), pasó un dedo, como casual, por un mueble y me dijo que tendría que trabajar rudo para adecentar el piso. Quise ser madera y sentir el roce de su piel. Le devolví la sonrisa, muy azorado, mientras me encogía de hombros. No soy exigente para la limpieza del hogar. Además, me había percatado del asunto, y, planeé asear en esa misma tarde cocina, baño, y dormitorio; el resto esperaría unos días.
Su teléfono repiqueteó.
El casero, supuse, accedió a mis deseos satisfactoriamente, pues, consideró suficiente el abono de media mensualidad. Con todo conforme, a falta de la firma del contrato, la ninfa ondulante y perfumada, dueña de magnéticos ojos azul cobalto y de labios esencia luminosa de zumo de guindas, me entregó las llaves y se despidió, para mi desgracia.

jueves, 12 de febrero de 2009

HISTORIAS DE NIÑOS


Una niña quería volar y encontró un gato que le ayudó a alzarse hasta el arco iris. Otra niña perdió la imaginación a manos de un monstruo. Una babosa verde comió unas chucherías que le hicieron crecer como a un monstruo. Un grano de trigo viajó por el mundo para convertirse en pan. Un caballero no quería luchar en la guerra y a través del diálogo evitó la batalla. Un castillo se ocultaba tras la niebla. Un niño se montó en una moto que rimaba con galopaba. Una gota de agua, al recorrer el cauce del río, descubrió que la contaminación mataba a la naturaleza. La luna tenía una hermana que se marchó a otro planeta, porque cerca del sol pasaba mucho calor. Una niña quería a su mamá, aunque un monstruo durmiera debajo de su cama. Un niño soñaba con un gol que le encumbrara. Una niña perdió la sonrisa y un perro se la devolvió…
Estas son algunas de las ideas que muchos niños de esta Provincia han desarrollado en sus pequeños cuentos que han nutrido la IV edición del concurso convocado por la Diputación Provincial de Segovia a través del Centro Provincial Coordinador de Bibliotecas como fomento para la lectura. Ideas que se tornan palabras que forman una historia. La vida que entra a través de esos trazos de caligrafías diversas…
Debajo de esas historias uno encuentra los afanes secretos, pero comunes, de la infancia: el horror a la soledad, la necesidad de los padres, la amistad sinónimo del valor sagrado, la naturaleza parte fundamental de la existencia, los animales compañeros del mismo viaje, el deseo de aventura, una cierta mirada en busca de un mundo mejor… En el fondo, si se va a mirar despacio, son nuestros mismos afanes, nuestros mismos miedos, nuestras mismas ilusiones, nuestros mismos sueños…
Lo de menos, y lo peor, es que ha habido que seleccionar los mejores, dejando fuera otros esfuerzos igualmente apreciables. ¡Qué ilusión se percibe tras esos trabajos! ¡Qué emotivo afán de imitar lo que ellos leen, pero convirtiendo su trabajo en creación intransferible y personal!
De nuevo constato las propias intuiciones, que tantas veces son vivencias. La escritura creativa tiene elementos paliativos. Los miedos se fugan de nuestros pensamientos (los conscientes y los inconscientes) a fuerza de ser transmitidos a través de la mina de los lápices o de la tinta del bolígrafo hasta aterrizar en un papel, aunque sea un infantil papel pautado.
Y la diferencia entre las razas y las religiones y los sexos son inapreciables, como hemos podido comprobar en estos días… Sólo al comprobar el nombre del autor o autora uno descubre que proceden de aquí o de allá. Y no importa, no importa nada.
Mejor dicho, eso es lo único que no importaba.

miércoles, 11 de febrero de 2009

NUEVA SENSACIÓN

Fue una sensación extraña la que sentí al recibir aquella sonrisa luminosa. La calidez blanca de su gesto atravesó mis defensas siempre alerta, aunque únicamente preparadas para repeler ataques y para obviar desdenes, no para admitir ternuras. En mi cerebro se dispararon todas las alarmas, y cada neurona buscó en sus archivos, incluso en los más recónditos, algo similar que me hubiera sucedido en otro tiempo, incluso en otra vida; algo, en fin, que impidiera la sensación de pérdida de seguridad de mis piernas sobre el suelo de losas blancas de mármol del patio porticado. Pero no había ninguna evocación disponible, mi corazón era un perfecto ignorante en ese asunto. Hoy veinticinco meses y varios días más tarde, me he acostumbrado a semejante tipo de ataque ante el que siempre me rindo, sin condiciones... Para algo ha de servir la experiencia.

martes, 10 de febrero de 2009

EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON

Cartel de la película.Copiado de la página web oficial


El domingo por la tarde, Marián y yo estuvimos en el cine. Subimos a la sesión de las cuatro de la tarde, y mientras la lluvia menuda inundaba el parabrisas de su coche, pensaba que era el mismo horario de cuando niño, subía junto con mis hermanos al cine del Colegio Claret a ver alguna de vaqueros o de piratas o de policías...
Es imposible saber si cuando F. Scott Fitzgerald escribió el relato que ha concluido con la espléndida película, había bebido mucha ginebra. Más bien, por lo poquísimo que sé de su biografía creo que no, que todavía no había comenzado con la adicción al alcohol que concluyó en diciembre de 1940, a la edad de cuarenta y cuatro años, tras un infarto. En el mismo año en que escribió este relato breve, 1921, le nació su hija, Frances. Zelda, su esposa, aún no había tenido el primer serio ataque de depresión que concluyó en esquizofrenia de la que nunca se recuperó; ni siquiera conocía a su amante, Sheilah Graham, con quien vivió mientras escribía guiones para Hollywood. En 1920 había publicado su primera novela A este lado del paraíso, que fue un éxito editorial y sin embargo no tenía para vivir, así que se ganaba la vida escribiendo relatos breves para revistas. Eran otros tiempos.
Pero estábamos en 1921. Le iba a nacer un hijo, una hija, y no es de extrañar que este acontecimiento le provocara pesadillas o alguna pregunta inquietante, de esas que en los momentos de angustia nos hacemos los padres, sobre todo primerizos: ¿qué es lo peor que le podría pasar al niño...? Al responder a esta pregunta, quizá brotó el germen de El curioso caso de Benjamin Button. O quizá no, o quizá me lo estoy inventando. Ya sabéis, hasta los escribidores tenemos fantasías.
El curioso caso de Benjamin Button es una apuesta para que nuestro cerebro y nuestra conciencia trabajen a destajo. Desde un planteamiento completamente absurdo y a estas alturas conocido de todos (un bebé (Brad Pitt) nace con aspecto y enfermedades de anciano de ochenta y cinco años, pero a medida que crece rejuvenece), el escritor norteamericano nos obliga a reflexionar sobre el tiempo, sobre su transcurso, sobre lo inevitable de la muerte y sobre la importancia de aprovechar los momentos que nos entrega la vida, pues, como se encargan de repetir varias veces varios personajes, nada es para siempre. Pero nos ofrece un ángulo especial, como si construyera un nuevo lado del poliedro: da igual que el tiempo vaya en una dirección o en otra, la esencia del tiempo es que pasa, y en ese pasar vamos dejando la vida. De algún modo, esta historia es la revisión o relectura del tradicional tema que desde la Antigüedad Clásica obsesiona a la humanidad y que los artistas (ojeadores y cirujanos del alma de sus contemporáneos) expresaron, expresan y expresarán de diversos modos, siendo el más vetusto el que se refleja en el verso de Horacio: Carpe diem quam minimum credula postero. Es decir, ‘Aprovecha el día, no confíes en mañana’. El famoso carpe diem.
Si esta película obtiene los trece óscar para los que ha sido nominada por la Academia de Hollywood, hasta dentro de un par de semanas no lo sabremos. Quizá le ocurra como a nuestra Los girasoles ciegos, que también optaba a trece Goyas y se quedó en dos, si no me equivoco. Quizá fueran tres.
Pero a mi modo de ver, no es el único paralelismo entre ambas películas que nada tienen que ver entre sí. Según mi criterio, otra cosa las emparenta: la solidez de la historia sobre la que se cimenta la obra cinematográfica. Tanto la película española, basada en la colección de relatos breves escrita por Alberto Méndez, cuyo título adoptó la cinta de José Luis Cuerda, como ésta de la que hablo, son tan magníficas películas porque su base es una historia realmente magnífica, escrita por magníficos escritores.
Si no hay historia, no hay película. Para mí es una honda convicción.
No soy crítico de cine, pero creo que esta película merece la pena, aunque sea muy larga (dos horas y tres cuartos), aunque al principio se haga un poco lenta, ya que es de esas películas que necesita algo de tiempo de aclimatación por parte del espectador. El director del film, David Fincher, nos plantea un ritmo diferente, algo más lento de lo que la vida y el cine norteamericano nos tiene acostumbrados. A mí me gustó mucho la fotografía, la iluminación, el montaje, el trabajo de caracterización, no sólo de Brad Pitt, me parece prodigioso. Y, sobre todo, cuando lo único que importa de la película coincide con lo único que importa de verdad en la vida, algo llamado amor, ya no puedes dejar de verla, ya te has quedado pegado al sillón, ya no es que el reloj vaya despacio o deprisa, sino que se detiene en una zona parecida a la eternidad y la emoción te atrapa, te atrapa... y si cuento más, y si no la habéis visto, acabaréis por buscarme para hacerme algo feo.
Cuando el escritor ideó su relato, no podía saber que el 29 de agosto de 2005 un terrible huracán, llamado Katrina, convertiría en trágica la vida en Nueva Orleans. Tal día, horas antes de la inundación de la ciudad, en un hospital, agoniza una mujer que tiene graves problemas respiratorios. Su hija está a su vera y la anciana madre le pide que abra una maleta. Dentro de ella aparecen los recuerdos más importantes de aquella mujer moribunda llamada Daisy (Cate Blanchett), que su hija Caroline (Julia Ormond), va descubriendo poco a poco. Secretos que, perteneciendo a su madre, nunca había visto. Su madre tuvo un pasado secreto que se ha detenido en un voluminoso diario, unas postales, unas cartas, unas fotos... En fin, un pasado muy extraño. Un pasado que arranca antes de que ella misma naciera:
Avanzada la Gran Guerra, un relojero ciego construye un hermoso reloj para la estación de Nueva Orleans. Este hombre, desesperado por la muerte de su hijo en un campo de batalla europeo, construye un hermosísimo reloj, con una particularidad, en vez de avanzar retrocede. La razón que argumenta el día de la inauguración del aparato de precisión que de ese modo podrían conseguir que los hijos muertos en la contienda regresaran con vida, o no llegaran a embarcar en los trenes cuyo destino final sería una guerra. Justo la noche del 11 de noviembre de 1918 cuando finaliza la I Guerra Mundial, en casa del acaudalado Mr. Button, fabricante de botones, nace su hijo, cuyo aspecto es repelente, similar al de un anciano de unos ochenta y cinco años...
El resto os espera en una sala de cine.

lunes, 9 de febrero de 2009

HACE DIECISIETE AÑOS

Beppino Englaro, muestra fotos de su hija Eluana. Foto El País Digital

Hace diecisiete años, o sea en 1992, España se convirtió en el epicentro del mundo: olimpiadas, exposición universal después de muchísimos años sin que hubiera ninguna por el mundo, Madrid capital europea de la cultura. A esta nación le entró la fiebre y era todo avance, ilusión, mirada al frente; como escribí en alguna parte, todos teníamos la impresión de que teníamos que limpiar nuestra casa y embellecerla para recibir al visitante que nos enriquecería, y luego, cuando regresara a su tierra, hablaría verdaderas maravillas de este pueblo que estaba protagonizando otro milagro colectivo, similar al que protagonizaron los alemanes, por ejemplo.
Han pasado diecisiete años y, además de un par de crisis económicas entre las que ha habido un periodo de prosperidad nunca conocida, de aquello nos quedan grandes y hermosos recuerdos, o a lo mejor no tantos. Nos queda la Cartuja de Sevilla, la remodelación de Barcelona...
Pero en realidad las referencias que acabo de citar no son para hablar ni de España, ni de la Olimpiada de Barcelona, ni la Expo de Sevilla... Quería que pusieseis vuestra memoria en aquel momento, que recordarais qué vivió cada uno aquel 1992, que nos parece tan próximo y del que va haciendo este año diecisiete... Y luego, como si volarais, volvierais hasta este 2009 colocando en las retinas las cosas más trascendentes que os han ido sucediendo... Son tantas, ¿no es cierto?
Os he dejado tiempo.... Tres, cuatro párrafos... Unas cuantas palabras... ¿Os centráis? Bueno, os daré más margen.
Por ejemplo quien os habla, disfrutaba de los primeros dos añitos de una jovencita que ya es mayor de edad y tiene la vida colgada de la mirada, como si fuera un desafío al que tiene que derrotar... Ya aprenderá, espero.
¿O no...?
Beppino Englaro casi seguro que hace diecisiete años pensó lo mismo: 'Los ojos de mi hija Eluana están fabricados para la vida'. Pensaría que por delante tenía toda la pasión que indica su mirada oscura, que nos ha llegado a través de los periódicos o de la televisión... Aquel año de 1992 un accidente de tráfico dejó en estado vegetativo a la joven, y han pasado diecisiete años de aquello.
Personalmente me es sencillo ponerme en la piel de Beppino, y cada vez que lo hago, un escalofrío me recorre el corazón. Tengo dos hijas, y sé lo que es sufrir las consecuencias mortales de un accidente en la carretera en una persona muy próxima, aunque no tanto como una hija. En nuestro caso, como en el de tantos otros cientos de miles por desgracia, fue la muerte la que llegó con su habitual corte de llanto, dolor y destrucción. En el caso de la familia Englaro llegó revestida de una crueldad probablemente más dura.
Me es fácil imaginar que durante los primeros meses o años, los padres de Eluana dieran gracias al cielo porque su hija salvara la vida. Al menos había posibilidades de que saliera adelante. Era joven, era fuerte, las ciencias avanzan mucho... Ante eso cualquier padre del mundo con independencia de su creencia o increencia pelearía porque se mantuviera palpitante ese hilo que parece, de pronto, una cadena irrompible y que le ataba a la existencia con todo el coraje.
Pero llega un día, uno cualquiera, en que un médico le dice al padre: 'La vida de su hija no mejorará nunca, vivirá como si fuera un vegetal, mientras sus órganos vitales continúen en funcionamiento, su cuerpo no se detendrá, pero el cerebro ha muerto'.
Aquí comienzan los primeros problemas, las primeras dudas.
En estos días me he hecho la misma pregunta, ¿qué haría yo en un caso así?
Estremecedor, realmente estremecedor.
¿Durante cuánto tiempo podría aguantar esa carga? ¿Durante cuántas noches oscuras y tenebrosas, podría soportar que ella se ha ido para siempre, pero su cuerpo continúa respirando, ingiriendo, excretando, sudando...? ¿A eso le llaman estar viva? ¿Es tener vida acariciar sus manos y que sus manos no respondan? ¿Es vida susurrar su nombre al oído y que ella no reaccione? Quizá no sea muerte, ¿pero vida...?
Me imagino a un cura, a una monja, a cualquier puro representante de la Iglesia diciéndome, 'Los caminos del Señor son inexcrutables. Él sabe lo que pretende con esta desgracia. Sólo Él es dueño de la vida y de la muerte. Nosotros no podemos hacer nada. Sólo nos queda esperar y rezar y resignarse, hijo resignarse... Y no pierdas nunca la esperanza, lo mismo cualquier día los médicos encuentran la manera, o hay un milagro'. Si son capaces de llegar a esta frase, lo más probable es que haya dejado de escuchar mucho antes, porque antes de que ellos me vinieran con semejante discurso, habría pensado millones de veces estas cosas y sus contrarias y otras tantas más absurdas o más realistas, no lo sé. ¿Por qué nunca nos planteamos en serio que lo que podamos haber pensado nosotros, es fácil que se le haya ocurrido al otro?
¿Es voluntad de Dios que Eluana continúe respirando porque le asiste una máquina y no haya muerto de hambre porque le alimentan con una sonda?
¿Por qué pienso que es al revés, que la voluntad de Dios la torcimos el día en que no permitimos que la naturaleza siga su curso?
¿Es que soy un monstruo?
¿Por qué me parece que este apego excesivo a que nuestro cuerpo deje de respirar bajo cualquier pretexto, esconde una absoluta falta de fe en la vida del más allá, en la vida eterna...? ¿Por qué se confunde ser el guardián de la vida, con ser su esclavo? ¿Un accidente similar en Uganda hubiera tenido las mismas consecuencias? ¿Un accidente similar en Italia hace cincuenta años hubiera tenido las mismas consecuencias? ¿En Uganda o hace cincuenta años era voluntad divina la muerte de esos supuestos accidentados? Si llegamos a la conclusión de que gracias a los avances tecnológicos y médicos Eluana continúa respirando, ¿por qué, entonces, es homicida la mano que retiraría esa maquinaria?
Mi única esperanza es que, al vivir en España, aunque la iglesia levantara la voz, no habría ningún gobierno que intentara legislar para que una sentencia del Tribunal Supremo dejara de cumplirse.
Para algo tendría que servir la Democracia. ¿En Italia no?

domingo, 8 de febrero de 2009

EL PAN DE LA INFANCIA

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Septiembre
Vuelven los ojos del escribidor a una escena de su niñez que se repetía tantas veces que forma parte de su venero, aunque no lo parezca…
Caía un pedazo de pan al suelo, por accidente, y antes de que volviera a la mesa, los labios de quien lo alzaba depositaban un delicado beso sobre su corteza…

El pan...

El pan no lo partía cualquiera, sino que era el padre o la madre quien lo hacía, porque de su trabajo abnegado habían salido las monedas que habían permitido que el alimento aterrizase en el hogar... Tampoco se podía poner el pan sobre la mesa de cualquier modo, nunca podía estar boca bajo, porque la hogaza o la barra o la viena o la fabiola tenían arriba y abajo, y ponerla al revés era una falta de respeto.
Pero lo más importante: antes de comer se bendecía la comida. Era una oración sencilla que le enseñaron al escribidor desde bien pequeño y, desde que la aprendió, era el encargado de dirigirla…
Fue su tía, la hermana de su padre, quien le inició en dicha costumbre, durante una temporada que anduvo por su casa. De aquella estancia la memoria del escribidor no guarda recuerdos. Ningún recuerdo. Quedan, sin embargo, las sensaciones, que se convirtieron en indelebles huellas que permanecen desde entonces, erosiones en su corazón que formaron parte de su geografía: cálidos valles hermosos donde los tibios rayos del cariño aún calientan los recuerdos. Por lo que sabe o recuerda que le dijeron, la hermana de su padre anduvo por la casa para echar una mano a su madre, después de cierto percance médico. Por unas fotos de un viaje a Ávila (una salida brumosa y fría a la ciudad amurallada), sabe el escribidor que era muy niño. Su tía que andaba ya de novia con quien es hoy su marido, pero lo tenía por Francia ganando el pan que en España no se le podía pagar (también existieron esos tiempos en que el alimento había que buscarlo más allá de nuestras fronteras), era la alegría perpetua, la risa como elemento sustancial de la conversación, de la mirada, de la respiración, de la vida. Ella transmitió a los sobrinos la tradición heredada de la abuela y el escribidor hasta hace muy poco no dejó de practicarla casi ni un solo día del año.
El final de la corta oración decía: ‘Que el Señor nos haga partícipes de su mesa celestial y nos guarde para la vida eterna’, y el resto respondía, ‘Así sea’. Sólo después de tal contestación se comenzaba a comer. Y desde ese momento, por muy rutinarias y rápidas que hubiesen sido las palabras, por mucho que se hubieran tornado con los años una costumbre casi vacía, la comida puesta sobre la mesa de la cocina, no sólo era el alimento que sosegaba el estómago y nutría cada célula de la familia, sino algo mucho más trascendente. De algún modo, aquellas palabras subrayaban o mostraban o enaltecían el aspecto más inmaterial, pero acaso más nutritivo, pues alimentaban el alma. La comida era más que el mero acto fisiológico de oler, saborear, masticar y deglutir unos sencillos alimentos maravillosamente cocinados.
Por todo ese conglomerado de cosas, la comida para el escribidor es algo sagrado, un regalo de la misma divinidad y no se puede jugar con ella o despreciarla, menos aún tirarla.
Mueve el escribidor su cabeza con cierto desaliento… Hoy las cosas no se parecen en nada. La comida, como casi todo, ha perdido cualquier sentido trascendente. A su alrededor ve cómo se tiran y desprecian muchos alimentos. ¡Cuántas mañanas, al arrojar la basura en el contenedor, contempla, arracimadas, cinco o seis barras de pan que probablemente se les hayan quedado duras a los gitanos! En muchas ocasiones, por cualquier calle de la ciudad, principalmente cerca de centros escolares, contempla cómo yacen bocadillos casi completos o piezas de fruta apenas mordisqueadas… Y aunque no quiera serdemagógico, al pensamiento del escribidor siempre le llega la misma imagen de hambrientos niños africanos que lloran desesperados mientras sus madres (tan consumidas como ellos mismos) miran al infinito con la profunda impotencia anclada en el corazón...