viernes, 30 de enero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo séptimo)


Me pareció que sucedía, pero no estuve muy seguro hasta el momento en que entré en casa.
El ruido habitual de mi oficina me impidió llegar a cerciorarme del asunto. Les pido por favor que se imaginen la batahola habitual que nos rodea. ¿No se lo imaginan...? Les ayudaré. El zumbido monótono de las torres de los ordenadores; el agudo tirorí-tirorí-tirorí de los teléfonos; el ras-ras-ras-ras de las impresoras; los ‘dígame’, ‘lo siento no puedo ayudarle’, ‘tiene usted que esperar que lo resuelva el jefe del negociado’, ‘en unos días vuelva a llamar, que mi compañera está enferma y es quien lleva su asunto’; las melodías enlatadas de los móviles que sonaban, de vez en cuando, accionados desde otro punto de la ciudad por hijos adolescentes que tenían que resolver trascendentales problemas: ‘¿Qué vamos a comer hoy?’, ‘¿Dónde están los tenedores…?’, ‘¿Me has planchado los vaqueros grises, es que esta tarde he quedado y no tengo nada que ponerme…?’; las conversaciones entre compañeros: ‘Pues a mí me parece que el segundo gol fue en fuera de juego’, ‘¿Habéis visto la última movida de los hijos de la cantante con el tema de la herencia de la pobre madre?’; los portazos cuando alguien entra o sale; el fragor lejano del tráfico que cruza el Paseo de Las Olmas... Y, ¿para qué negarlo?, el efecto suavemente narcótico del aguardiente que me había metido entre pecho y espalda en el bar de Sebastián.
Durante el trayecto de vuelta a casa, todavía fue peor: el ruido acrecía de tal modo que era imposible escuchar algo tan sutil, poco más que el cascabeleo del agua de una fuente lejana
Pero al llegar, con la vivienda ya invadida por el silencio de la siesta, supe que no había sido una mala pasada provocada por mi imaginación. Había notado como si unas voces lejanas susurraran muy bajito. Al principio, ya digo, no lo tomé muy en serio. Pero a medida que se repetía la sensación, iba aumentando mi interés… Iba a escribir que aumentaba mi extrañeza, pero en mí no podía actuar semejante sentimiento, puesto que ya sabía que la sombra solitaria, la sombra expectante, la sombra vigilante, se había abrazado a mi vieja sombra.
El caso es que hasta que no regresé a la soledad de mi piso de soltero (al que no le vendría mal una limpieza), no pude prestar atención a aquellos susurros.
Siendo sinceros, creí que nunca podría enterarme del contenido de sus palabras porque, inocente de mí, creí que la penumbra invasora, al llegar ante la puerta se quedaría en el descansillo de la escalera, como durante la madrugada anterior. Pero no sucedió así.
Ambas siluetas, en cuanto que los tres cruzamos el cerco y cerré, se descosieron de mis talones, como si se quitaran un húmedo abrigo pesado. Me quedé sin sombra, nuevamente[1]. Pero esta vez no fueron a la alfombra que acaricia mis pies cuando me levantó de la cama, sino que se escondieron en las entrañas de las zonas más penumbrosas de la casa.
Era inútil que las siguiera. En cuanto estaba lo suficientemente cerca de ellas, las veía deslizarse en busca de otro lugar donde también se pudieran diluir sus tonos brunos con la grisura que en el suelo o en las paredes producían los objetos, los muebles, las mesas, las sillas.
En ningún caso llegué a escuchar con nitidez sus palabras. Ni siquiera estoy completamente seguro de haber entendido lo que me pareció entender. Aunque, como se verá en su momento, esto no tuvo ninguna importancia. Quizá sólo fue mi imaginación. Supongo que las sombras, por mucho que una de ellas haya crecido conmigo desde el día en que nací (¿estaba conmigo desde mi concepción? Mejor no echemos más leña al fuego sobre debates embrionarios), no estoy seguro de que emplearan el español (o castellano) a la hora de dialogar entre sí. Probablemente hablarían el shady, tal y como denominó al idioma de las siluetas el mentado John Black Shadow.
(La traducción literal de shady, como es bien sabido, sería ‘sombreado’, aunque bajo mi criterio, en caso de tener que verter tal palabra a nuestro idioma, cosa no necesaria a mi parecer, yo votaría por sombrío. En esto, el afamado estudioso del mundo de las sombras, barrió para casa o arrimó el ascua a su sardina, como se dice popularmente, y se quiso dar excesivo protagonismo, ya que al seleccionar este nombre para bautizar el idioma de las penumbras, de modo poco sutil se citó a sí mismo, lo que no es completamente ético. Quizá hubiera sido más apropiado utilizar un neologismo del tipo darknessword o, mejor aún, darknessh, pero su inicial propuesta fue aceptada por el resto de expertos y así ha quedado para siempre).
Sea como fuere, el caso es que mis neuronas interpretaron como frase de tres palabras unos sonidos que llegaron a mis orejas, atravesaron el pabellón auricular, percutieron sobre el martillo, el yunque, la apófisis lenticular, el estribo, se asomaron a la ventana oval y saltaron sobre el tímpano cayendo hacia el caracol, donde dieron vueltas hasta llegar al nervio auditivo que transmitió a mi cerebro esta idea salida de los labios de la sombra invasora: 'Será esta noche'.
En ese momento no podía saber si era cierto o no lo que había llegado hasta mi cerebro. Intenté tranquilizarme. Razoné como pude acerca de la imposibilidad de que yo hubiera entendido nada del shady, pero ya saben ustedes las cosas del cerebro y de la voluntad y de la imaginación.
Aquel susurro, el único que había interpretado de los pocos que escuché, se clavó en mi conciencia como una amenaza.
Lo peor del asunto es que a penas eran las tres y cuarto de la tarde y que había algo obvio en esa frase tan breve: la noche es el territorio más adecuado para las sombras.
Como bien suponen, esa frase la pude adivinar, porque fue la primera que dijeron en mi casa, después de refugiarse tras el hueco del cuadro que hay a la entrada de mi piso (una deleznable reproducción de un deleznable bodegón de unas deleznables flores de plástico, que por pereza no tiro a la basura). Después de aquello, todo lo que hablaron entre ellas, que fue mucho, quedó sin registrar en mi cabeza, y no porque no pusiera empeño en lo contrario. Fue una tarde agotadora. En cuanto me acercaba a donde suponía que estaban mis dos siluetas, primero cesaba su bisbiseo, luego se deslizaban veloces, y después volvían a esconderse. Yo actuaba como un sabueso auditivo y no olfativo. Cuando percibía la dirección de los susurros me acercaba lenta y sigilosamente; pero era imposible sorprenderlas, siempre caían en la cuenta a tiempo. Y enmudecían, y se deslizaban y desaparecían de mi vista, camufladas entre la turbamulta de sombras, que a medida que avanzaban las agujas del reloj fortalecían su musculatura inasible. Se acercaba el ocaso...
Será esta noche, será esta noche.
Qué quieren que les diga: mi corazón galopaba desenfrenado.
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[1] Para evitar suspicacias, el autor deja constancia en este punto que el cortometraje de animación publicado antesdeayer por el diario El País en su sección de cultura y titulado La increíble historia del hombre sin sombra que opta al Premio Goya 2009 en dicha categoría, ni ha inspirado ni ha conducido este relato. Hasta ayer no tuve noticia de su existencia. Más aún, una vez visto, diré un par de cosas. Primera: el corto me ha gustado. Segunda: el desenlace de este relato nada tiene que ver con el del film de dibujos animados (sirva esta pista para los más impacientes). En la película de dibujos animados es el diablo quien despoja de su sombra a un pobre hombre, a cambio de dinero… En el caso de esta historia, nuestro relator, como ha sido bien comprobado por los lectores, no es que se quede sin sombra, sino que llega a tener dos. Por lo demás, como he dejado dicho en algún comentario, a pesar de lo que se piense, en este instante el autor está como el propio lector, o es un lector más, pues lo último que conoce con certeza de esta extraña peripecia es lo publicado hasta la fecha.

4 comentarios:

Adrian Dorado dijo...

Mira chaval:Dí que manejas bien eso de la intriga y el susupenso, has dejado a mi corazón palpitando como le ha quedado al bueno del propietario de las apareadas sombras. Y utilicé el término "apareadas" con toda mi intención pues preferiría que se decidieran a hacer (esa noche que según parece es definitiva), una buena refregada de genitales la una con otra (supongo que ya se han entrado que son de sexos opuestos,o no?) antes de que se les ocurra la macabra idea de cortarte las bolas con la intención de que, salidas a pasear a la estrastósfera cogidas de tí como un globo aerostático, fueran a visitar a sus tías abuelas habitantes de un geriátrico en las afueras de Stemplenford en plena campiña británica.
Que lo llevas bien... lo llevas bien...

Anónimo dijo...

Te sigo y encantado con el relato de LA SOMBRA.
Sobre tu aclaración acerca de la coincidencia en el tiempo de tu relato "LA SOMBRA" y el cortometraje "La increible historia del hombre sin sombra", te diré que pienso que la vida está llena de casualidades, y como ejemplo, el que en varias de tus entradas mencionas a Johan Sebastian Bach, yo en mis incursiones en emisoras heavymetaleras, escucho a Sebastian Bach, de quien hasta hace poco no tenía conocimiento de su existencia, había pensado comentarte esta coincidencia, y casualidad, te adelantas escribiendo una entrada sobre Johan Sebastian Bach, aprovecho ésta para hacerte el comentario; seguidamente leo el capítulo séptimo de "LA SOMBRA" y aparace el bar de Sebastián, esta vez con acento. Hay que reconocer que es un nombre que da mucho juego.

Anónimo dijo...

Sr. Carabias y resto de seguidores de este blog y de este relato en particular, reconozco que ha conseguido intrigarme con esta historia. Aunque no me creo que no sepa usted cuál es el desenlace de este relato, le digo que ya no me importa. He decidido seguir el ritmo que usted proponga a los lectores.

Amando Carabias dijo...

Adrián, efectivamente la noche parece definitiva, pero con este Zanguango nunca se sabe. Todavía está por demostrar, al menos John Black Shadow no lo ha hecho, que las sombras dispongan de genitalidad.

Javier, efectivamente la casualidad es un elemento fundamental en la vida, pero algunas veces conviene dejar las cosas claras, para por si acaso. Tú ya me entiendes. Que los hay que les puede dar por pensar cosas extrañas.

Porfirio de la Cruz, gracias por su comentario, y espero satisfacerle a usted, y al resto de los lectores con la expectación que se está creando...