jueves, 11 de diciembre de 2008

LA INFANTA RUBIA

Cada vez que voy al Prado, me detengo ante Las Meninas. Este cuadro me parece inigualable. Ya sé que esta opinión es apostar a caballo ganador, pero, qué queréis que os diga, es lo que siento. Incluso antes de contemplarlo en vivo, ya me parecía igual de maravilloso, por cuanto, tuve el tremendo placer de leer y ver la obra de teatro que con el mismo título escribió Antonio Buero Vallejo. Desde la interpretación que Andrés Mejuto, hizo de aquel ciego que veía mejor que el propio sevillano, he creído que ese mastín indolente, tumbado en primer plano, es una metáfora triste, del triste imperio español que ya era el comienzo de unas ruinas que aún tardaron tiempo en derrumbarse. Esta interpretación pude verla por la tele, cuando TVE emitía dramáticos. Eran otros tiempos. Esta es otra historia.
Anoche me refería a la noticia del diamante azul que costó casi diecinueve millones de euros. El mismo que se ve en primer plano, sujetado por esos dedos que aún no sé cómo no tiemblan, no sé aún cómo no son conscientes de los diecinueve millones de euros que han pagado por él.
La historia que me interesa es la que se corresponde con el rostro que se ve al fondo, un poco esfuminado por el efecto óptico. Esa sonrisa infantil se corresponde a la de la Infanta Margarita, hija de Felipe IV, en el instante en que Velázquez la retrató para su gran cuadro, el gran cuadro de la historia de la pintura. Quizá de la mirada soñadora que capturó el pintor, se pudiera intuir una vida no especialmente muy feliz, aunque todo lo material lo tuviera resuelto. Pero a sus escasos cuatro o cinco años, aún no sabía la infanta que detrás de la bruma que contemplan sus ojos, aparecía el futuro alejado de la luz de Madrid, en la corte austriaca...
Ni diez años después de que quedara inmortalizada por primera vez en este cuadro, el Emperador de todas las Españas, decidió que su hija, la rubia infanta Margarita (sólo el estudio que Velázquez hace del cabello de la niña, merecería océanos de tinta), casara con su tío materno Leopoldo I de Austria. Como parte de la dote, figuraba este diamante azul de treinta y cinco quilates y medio que provenía de la India. ¿Hay algún documento que señale cómo fue aquel matrimonio que acabó como tantos otros acabaron entonces? Supongo que es absurdo pensar que
Margarita se planteara cuestiones como la felicidad. Ella sabía cuál era su misión, para ello la habrían educado férreamente en la adusta corte hispana. Lo demás sería poetizar absurdamente, pero quizá nos equivocáramos al suponer que aquellos ojos melancólicos de niña, cada vez se fueron tornando más pesarosos.
Margarita murió en 1673 después de un mal parto, el cuarto de su corta vida. Sólo uno de sus cuatro vástagos llegó a la edad adulta. Probablemente, exponer estos datos, trescientos veinticinco años después, suponga perder las perspectivas y sacar juicios de valor erróneos.
Ella murió, pero esta piedra preciosa llamada Wittelsbach azul continuó en la casa real austriaca hasta que, también por un matrimonio, acabó en la familia heredera del trono bávaro que le dio el nombre a esta gema gris azulada. Hasta hoy esta piedra pertenecía a una colección privada.
Es imposible saber si en las facetas de este diamante han quedado grabados los suspiros o las lágrimas o las sonrisas de cuantos la han poseído, ni siquiera se sabe si la infanta Margarita lo lució en muchas ocasiones, o simplemente se trataba de un tesoro celosamente guardado. Nadie ha referido si, cada vez que sus melancólicos ojos lo contemplaban, sus retinas se humedecían al recordar la corte madrileña, su infancia rodeada por esas damas de compañía que aparecen en el cuadro y de aquellos enanos que quizá, porque entonces tenía su tamaño aproximado, más que reverenciarla, sentían cariño por ella. O quizá no, quizá no fue muy infeliz en su matrimonio. Eso dicen las crónicas. Leopoldo, cuando se casó con ella tenía veintiún años y era bastante poco agraciado. Ella, parece que de dulce carácter, era la hija preferida del rey de España. Algunos comentan que cuando ella murió, Leopoldo quedó destrozado, puesto que habían conectado en lo personal gracias a gustos y aficiones comunes, como la música y el teatro.
Quizá conviniera entrevistar a esta piedra azul que alguien, en Londres, ha comprado por más de tres mil ciento once millones de las pesetas, esas que aún no hemos olvidado. Las piedras permanecen, mucho más si son preciosas, ellas van convirtiendo nuestras vidas en fugaces gotas de río que pasan raudas. Dicen que las piedras no sienten, ni siquiera las más hermosas. Será verdad. Lo que nadie ha explicado o ha descubierto es si han atesorado los sentimientos de quienes las poseyeron.
(Foto tomada, subida, copiada, de la edición del día de la fecha del diario El País, de su sección de Cultura)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Multitud de temas en tu artículo de hoy, imposible desgranarlos todos en este pequeño espacio. Tendrías para cada día de la semana.
En fin, esto es así. Pero hoy me quedo con Velázquez, has tocado uno de mis puentos débiles, tengo que reconocer que cada vez que voy al Prado y tengo que explicar algún detalle de sus obras, me produce una profunda emoción. Ese fondo de las Hilanderas, el aire que se corta en las Meninas, las miradas en la fragua de Vulcano, la delicadeza impresionista del paisaje de la Villa Médicis, infinitos matices.

Anónimo dijo...

Susana V o B:
Te confieso que cada vez que voy al Prado casi sólo voy a beber agua fresca para las neuronas: Velázquez.