miércoles, 31 de diciembre de 2008

EL ARQUEO

Ya están las hojas de este almanaque sucias, amarillentas, holladas por el polvo, el sudor y la sangre de estos trescientos sesenta y seis días que están a punto de cerrar su desfile que, como siempre, almacena luces y sombras, llagas y milagros, logros y fracasos, cristales quebrados por lágrimas y corazones partidos por dentelladas inexplicables.
Y el caso es que salvo alguna cosa, pocos estaremos de acuerdo con la valoración de los diferentes acontecimientos que ha ido trayendo cada jornada. Da igual el tema que saquemos a colación: meteorología, deportes, política, religión, economía, sociología, arte, literatura...
Alguien dijo que uno lee, mira, escucha para estar de acuerdo, porque necesita estar de acuerdo con alguien, porque necesita no quedarse en soledad. Es absolutamente cierto, pero también hay que tener plena certeza de que la unanimidad es imposible. Siempre.
En estos días, todos los medios de comunicación encargan o realizan balances del año. Se dividen la actualidad en materias y sobre cada una preparan un resumen más o menos completo o complejo y nos lo suministran. Incluso las revistas dominicales que aparecen a modo de suplemento con los diarios de tal jornada encargan a sus articulistas más prestigiosos para el último domingo del año un texto que sea una especie de evocación del resto del calendario del año.
Uno no va a ser menos.
Pero soy más humilde y tengo sueño.
He esperado a los primeros momentos de la última madrugada de este año para colgar esta entrada.
Caprichos.
Simplemente diré que este año ha sido mejor y peor como todos. Ha sido un año para la muerte y para la vida, como todos. Ha sido un año para la ilusión y la decepción, como todos. Ha sido un año para el optimismo y para el pesimismo, como todos. Ha sido un año para la confianza y el miedo, como todos. Ha sido un año para las risas y para los llantos, como todos... Ya, ya dejo la enumeración, pues se podría seguir hasta el infinito.
Cada uno sabrá en qué faceta se puede aplicar cada una de esas realidades.
Ahora estamos siendo acosados por la evidencia de la destrucción que Israel está provocando en la llamada Franja de Gaza. (Por cierto, junto a mi amigo José Antonio, me pregunto cómo es posible que tras tantos años de ataques y tropelías hebreas en tan reducido territorio todavía quede vida en Gaza. Se trata, acaso, de la prueba más irrefutable de que los milagros existen). Tampoco quedan lejos de nuestra memoria los atentados (esta vez perpetrados por terroristas islamistas) en la India. Tampoco es posible que nos abandonen de las neuronas las imágenes lacerantes de los asesinatos de ETA, tan cobardes, pero tan dañinos. Es más imposible aún dejar de recordar (sería casi delictivo) a las mujeres insultadas, vejadas, ultrajadas, violadas, maltratadas, heridas o asesinadas, por las viles manos de quien compartieron sus caricias un día.
Ni siquiera hemos tenido tiempo de olvidar los huracanes que este otoño han devastado cuatro o cinco veces el Caribe. O algún terremoto infausto.
¿Cómo obviar, al menos, una mención a la crisis económica que recorre el mundo? (A los robos a gran escala ejecutados por los grandes financieros con premeditación, alevosía e impunidad se le llama crisis financiera. En fin).
Claro que para crisis de verdad, crisis en su más exacto significado, la que define la vida en África. El continente invisible, el continente en donde los abusos de los poderosos se consienten sin que ni siquiera un escalofrío recorra nuestra mirada. Allí la miseria, el hambre, la desnutrición, la enfermedad, el analfabetismo, la corrupción, la vejación y la muerte son el más común estado de cosas.
Probablemente pudiera seguir con un reguero infinito de cadavéricas hormigas negras dispuestas a desfilar, para afligirnos más aún la conciencia.
Y no quiero.
No quiero porque también ha habido primavera, porque al fin llegó la lluvia cuando casi desesperábamos, porque la ilusión revistió a unos jóvenes que nos hicieron disfrutar con sus logros atléticos, porque algunos maestros de esto de la letra escrita nos dieron a leer sus obras, porque los amigos siguen junto a nosotros, e incluso crecen al otro lado de un océano que contemplado desde las estrellas es poco más que una gota que se expande, porque somos muchos los que peleamos desde nuestra humilde y escondida trinchera para que la paz, la solidaridad, la justicia y la esperanza no sean palabras que decoren los frontispicios de los palacios presidenciales del mundo, sino que sean realidades que revistan nuestros corazones.
Ah, y se me olvidaba, porque el amor continúa calentando nuestro corazón, cada jornada.
Acaso sean pequeñísimas semillas que parece que nunca podrán destronar a la barbarie, pero no es así, como se ha demostrado este mismo año, aunque tarden décadas, quien tuvo un sueño, al fin lo vio cumplido, aunque fuera en el más allá.
Feliz 2008 retrospectivo.

martes, 30 de diciembre de 2008

HISTORIA DE AMOR

Siempre me gustó la Navidad.
Esta afirmación es algo obvio para cuantos me conocéis desde hace años. Siempre me ha parecido trascendente rastrear por el pasado para encontrar la autenticidad de los sentimientos que impulsaron a los humanos a convertir en universal una celebración como la de estos días.
No se trata de repetir lo que he ido desgranando en fechas pasadas, ahí están mis entradas anteriores para que podais comprobar mis teorías, incluso mis vivencias.
Quizá por ello, hubo un ángel bueno en mi vida que se apiadó de mí y actuó a mi favor, moviendo, como un sesudo y tenaz jugador de ajedrez las piezas que condujeron la partida de mi vida. La que se jugó, por cierto, durante tres días, simplemente, en las navidades de 2006. Es más, hasta sospecho su nombre. Lo dije en su momento.
No relataré los acontecimientos por los cuales Marián acabó convirtiéndose en mi pareja. Escribí un relato pormenorizado sobre el asunto, que la proximidad a los hechos y el pudor me impiden siquiera intentar dar a la luz. De momento, pues, no quiero publicar la historia, quizá con el tiempo. Además, Marián, podría enfadarse muchísimo conmigo si desvelo esos secretos que sólo a nosotros nos corresponden, de momento, pues aún nos emocionan.
Digamos, por resumir mucho, que protagonzamos un cuento de Navidad, una de esas historias edulcoradas que sólo se les ocurren a los guionistas de Hollywood o de Walt Disney. En unos años nadie creerá tal narración, pensarán que soy como ese escritor de origen judío que sobrevió al holocausto y que al escribir sus memorias se inventó su historia de amor. Lo estaba yo leyendo anoche en la sección de Cultura de El País, al mismo tiempo que Marián lo escuchaba en Onda Cero.
Según se ha publicado en la prensa hace poco, un estudio científico asegura que las llamadas comedias románticas pueden hacer mucho daño a la vida de la pareja, puesto que transmiten un mensaje que es imposible que se corresponda con la realidad.
Claro que a mí no me hicieron el estudio, puesto que hubiera sido la excepción que confirma la regla. Porque, si lo hubieran hecho, habrían descubierto que la realidad supera a la ficción. No es necesario que haya mucho ruido, ni siquiera aventuras especiales, ni peripecias que aumenten el valor de los acontecimientos. Se trata 'sólo' de que el corazón abandone su radical latido de roca insensible y se torne en carne humana.
Simplemente quería decir que, al igual que hoy, hace un par de años, Marián volvía a Asturias, para pasar la nochevieja en su casa. Pero no volvía como lo había hecho el día de Navidad, sola y un poco amostazada porque un compañero de oficina no había reparado en ella, a pesar de los meses; al contrario, hace dos años volvía con la promesa de un romance recién estrenado, de un horizonte infinito y luminoso, de una ilusión que la sabiduría del ángel de la Navidad había sabido hacer crecer en nuestros corazones, sobre todo en el mío, que estaba, como casi siempre, más despistado que un rinocerente en Los Campos Elíseos.
Ayer hizo dos años del comienzo de una nueva vida para mí, y a la tenacidad de Marián y al trabajo de aquel ángel se lo debo.
Ayer no hice esta mención porque unas bombas asesinas arrojadas sobre Gaza, convertían este recuerdo en ñoñería. Quizá hoy lo siga siendo, pues siguen las bombas y los tanques con su sinfonía de la destrucción, pero creo que algunas cosas, aunque sean evidentes, conviene que se digan y que se sepan.
Desde hace tres, estoy seguro de que si la Navidad me cambió la vida, es porque siempre he creído en la existencia del espíritu de la Navidad, del Portal de Belén, de los pastorcillos, de los Reyes Magos, de Santa Claus, incluso de Herodes, el cruel genocida de niños inocentes. Es la época del año en que los corazones se revisten con la ilusión y la inocencia de la niñez, al menos durante algunas horas. Y sólo así engalanados, somos capaces de descubrir en el corazón un latido que alienta por encima (o por debajo, no lo sé aún) de la rutina que nos asfixia, un latido que nos empuja hacia la esencia de lo verdaderamente humano que reside, siempre, en el otro, en las virtudes del otro, en la entrega al otro.
A veces el estruendo de las explosiones y de los profesionales de hacer ruido nos confunden. Lo verdaderamente humano no son las bombas, ni los cadáveres mutilados por las guerras. Lo verdaderamente humano, en todo caso, son las manos que empuñan una camilla o sonríen como ella me sonrió aquella tarde, es decir aquellos que sabiendo a ciencia cierta que el mundo es un valle de lágrimas, no desconocen tampoco que la entrega sin límites es la única forma de esquivar el podrido final que aparentemente nos espera.

lunes, 29 de diciembre de 2008

INOCENTES Y GENOCIDIOS

Esta adenda la introduzco el día 30 de diciembre, picado por la iniciativa surgida en el blog de Juan Cruz, y secundada por Adrián Dorado. En caso de que lo queráis hacer, aquí va el enlace con la página de Amnistía Internacional, donde se puede firmar contra la acción genocida de Israel: http://www.es.amnesty.org/actua/acciones/israel-y-los-territorios-palestinos-ocupados-protejan-a-la-poblacion-civil/?tx_aiaccioneslogic_pi2%5Baccion%5D=2&tx_aiaccioneslogic_pi2%5BfirmaId%5D=2676552&cHash=db3ed1efcd

A mano izquierda de la página, en negrilla aparece la palabra ACCIÓN, si clicais ahí, aparece el texto. Si queréis después de leerlo, dais vuestros datos. Sólo eso. A mí me han devuelto un e.mail agradeciéndome la colaboración y pidiéndome la voluntad, ya se sabe, de algún modo se han de financiar las ONG.

Perdón por copiar, pero es lo mínimo que se puede hacer en estos casos, abrazar las iniciativas de otros. Sabemos que servirán de poco, pero como ha escrito alguien en otro sitio, si cada uno hace lo que puede, hace bastante.

Supongo que no tendrá nada que ver, supongo que los dirigentes del Gobierno genocida de Israel no habrán tenido en cuenta que buena parte de occidente celebra en estos días la Navidad, y, más en concreto los católicos la efémeride de otro brutal genocidio que recordamos bajo la denominación de los Santos Inocentes.
Es como si no hubiera pasado el tiempo. Es como si los que tienen el poder sólo lo usasen para aniquilar a quienes resultan peligrosos. Parece que los pobres palestinos de Gaza son peligrosos para la potente Israel.
El mundo entero lleva recordando este año que concluye el genocidio sistemático que los malditos nazis organizaron sobre los pobres judíos que tuvieron la desgracia de vivir en Alemania, Austria, Polonia, Holanda, Ucrania, Rusia... Sin embargo el Gobierno sionista sigue a lo suyo.
Llego de mis vacaciones navideñas, cargada la mirada de la belleza del paisaje asturiano, pero aún no os puedo hablar de ello.
Son más perentorias estas palabras. Más necesarias.
No, no soy un estúpido iluso. Si sé que no están escuchando a los diplomáticos, ni a los dirigentes de la ONU, menos escucharán a este pobrecillo escribidor. Sé de sobra que mis torpes vocablos no podrán evitar ni un sólo muerto. Sé de sobra que el gobierno hebreo ni siquiera se inmutará por mi vocerío arrojado en mitad de un cíberespacio que está más colapsado que el propio mundo denominado real.
Pero no sé, a estas horas de la noche, cuando se acaba este domingo extraño me hago una pregunta con muchos interrogantes.
¿Podría seguir escribiendo poemas y publicándolos; podría continuar con mi diario y entregaros algún fragmentillo de vez en cuando; podría seguir avanzando en el relato de la sombra y dar a la luz su tercer capítulo; podría, en fin, levantarme mañana con la mínima dignidad, si teniendo este pequeño altavoz a mi alcance, no dejo constancia de mi indignación, de mi dolor, de mi impotencia, de mi vergüenza...?
He echado un vistazo por algunos blogs amigos, he leído, así de pasada, después de haber aterrizado de nuevo en casa y nadie o casi nadie habla de otra cosa. Tampoco yo, claro.
Más de trescientos muertos y no se sabe cuantos heridos inhabilitan de facto cualquier explicación gubernamental, por plausible que sea. Por mucho que argumente lo de Hamás, por mucho que hable de que los túneles se utilizaban para tal o cual cosa, por mucho que diga que se trata de un acto de defensa, por mucho que sepamos que los musulmanes integristas (y Hamás lo es, tampoco conviene ser incauto o inocente) son peligrosos, su ataque no tiene justificación posible. Da igual la que utilice. Nadie se la creerá.
El daño ya es irreparable.
La espiral, por desgracia, no ha hecho más que comenzar.
Acabo de escuchar en la radio que los gobernantes israelíes han llamado a seis mil reservistas para que estén preparados, por si es necesario entrar en la famosa franja.
Entrarán.
Han decidido que se llevarán todo por delante. No van a esperar a que los amigos norteamericanos cambien de jefe, por si acaso. Para eso faltan veintitrés días mal contados. Mientras uno se va y otro entra, en medio de la confusión, aprovechando las celebraciones del fin de año occidental.
Los muertos inocentes yacen en la parte del mundo más resquebrajada y triturada por la violencia.
Tenía pensado contaros hoy otras cosas, pero será otro día, será en otro momento.
Quizá mañana, sólo quizá.
De momento os arrojo estos versos, porque me duele el alma:
Las calles se arroparon con su sangre,
el calor de su sangre mordió las raíces de la historia,
de otras sangres inocentes
que se columpian infinitamente en el infinito tiempo de
la masacre que no cesa.
sin que la historia detenga su ritmo de esqueletos que
retornan y retornan y retornan.
A la luz de una farola macilenta, se escucha el llanto de un niño,
sí, todavía quedan llantos de niños en el lugar del exterminio.
Mañana la mirada del anciano recordará que sobrevivió a la
nieve de Auswitch,
pero no sabrá por qué lo recuerda,
en su periódico de Tel Aviv hablan de la persecución al
enemigo exterminador.
Nuestra voz, dará vueltas, acaso extraviada, en un universo que parece silencioso,
ajeno a la brutalidad...

domingo, 28 de diciembre de 2008

LA CONTRADICCIÓN DE LA NOCHE

— I —
La oscuridad es un volcán de frío
que estalla, que se esparce en el silencio,
en mitad de un insomnio que me aturde.
Las sombras han cerrado los relojes,
que olvidan avanzar, aún despacio…
Me devuelve el espejo un rostro extraño,
imagen alterada,
superficie cubierta de miseria,
de tiempo envejecido y caducado.
Mi juventud ya huyó, cierva asustada,
del rostro que el recuerdo ha amordazado
a mi memoria vacilante y tarda.

Mas, si aún me estremecen mil poemas:
los que mi corazón aprehende y mece
antes que mis neuronas los seccionen,
¿cómo mi efigie no es la misma imagen
de aquel muchacho casi imberbe y puro?
Si el verde orín del tiempo me devora
el rostro y los cabellos,
la fuerza y la mirada,
el vientre y hasta el sueño,
¿qué impide al corazón
trotar, correr, saltar, volar, soñar,
con ciertas melodías,
con millones de versos,
con las suaves caricias de tus dedos?
La noche, el territorio de sus sombras,
debiera ser fresco vergel de sueño
que restaña la herida que supura
dentro de las entrañas…
En el desvelo añoro la luz mansa
de los amaneceres,
esa curva que tensa los colores,
su frío soplo de claror intacto
que alivia tempestades y tristezas.

— II —
Su vigor inicial me fortalece
su hialina fragancia me atraviesa,
cuando al fin nace alada la mañana,
risa de ninfa blanca y juguetona
como arrojada por las cimas verdes
de los bosques remotos,
umbrosos receptáculos de vida
que palpita y que tiembla.
Soy, pues, ligera flecha de la aurora,
lanzado por sus rubios dedos firmes,
que cada amanecer tensan el arco
y convierten el orto
en vibrantes cantatas de colores,
ésas que Bach tradujo en melodías
sublimes de cristal inquebrantable.
Soy territorio de la luz, diría,
aunque resuene a pretenciosa y fatua
idea tan sublime,
pues mi existencia irradia menos brillo
que una luciérnaga marchita o muerta…
Pero a pesar de todo me reafirmo:
soy territorio de la luz, pues ella
nutre mis sueños, risas y esperanzas,
porque tan solo en su presencia crezco,
pues me alimenta su energía cálida,
porque a sus lomos vuelan mis palabras,
porque en su filtro calmo mi impaciencia,
porque a su vera la verdad sonríe.

La oscuridad es un volcán de frío
que estalla, que se esparce en el silencio,
repito sin enmienda, y sé al tiempo
que entre sus sombras nace tantas veces
la vida, que la noche es como el útero
infinito y eterno, el cofre opaco
donde anida la esencia que fecunda…
¿Cuántos litros de extracto humano cubren,
fecundan las entrañas,
mientras la madrugada estalla y grita,
volcán de frío que se esparce mudo…?

sábado, 27 de diciembre de 2008

EN LA CASA DEL MAESTRO JUBILADO

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Abril.
Hacía tiempo que no tomaba un güisqui. En casa del maestro jubilado se bebe, acaso con excesiva abundancia. La luz de la tarde, más que plomiza plateada o, mejor aún, de perlas sonrientes, se colaba por el ventanal de la sexta planta del edificio.
No sabe si habrá sido la bebida dorada la que ha roto los diques de la imaginación o simplemente el intento de que la verdad no se quedara aletargada como un ratón asustado dentro de su corazón. Sabía que si no abría los caminos hacia el proceso de reflexión, sería una carga que le pesaría como una traición. Pudo ser la lluvia de la tarde que no fue capaz de alejar el viento resentido y caliente de aquellas horas abrileñas quien actuó en su corazón con la misma contundencia con la que el viento del Señor partió el río Jordán para que el pueblo de esclavos iniciara la senda de la libertad, la dura senda de la libertad. También hablaron de Moisés, y de Agustín de Hipona y de San Antonio Abad, y del Apocalipsis. Y sin saber muy bien cómo, se dio cuenta que si hablaba de lo que sabía, ascendería en la consideración de aquel hombre de menguada estatura, estrechas espaldas, enteca encarnadura y corazón apresurado y caliente, apasionado y ávido, pesimista y grande, tan grande como el dolor que pretendía enterrar pero se resistía a perecer. Aquel dolor que veinte años no habían sido suficientes para evaporar unas lágrimas que parecían un flébil manantial salobre e inagotable.
El teléfono interrumpió su charla en varias ocasiones, como una cigarra inoportuna; pero a pesar de la confusión de aquella conversación que fluctuó por diversos caminos inconexos, logró, por fin, abrir la brecha que necesitaba. Y confió lo que acaso debiera haber sido su opinión al comentario de algún tercero que tuviera un ascendiente afectivo más eficaz que el suyo. Si se hubiera atrevido, sus opiniones deberían haber rozado la demolición del edificio que aquel hombre pretendía edificar.
Pero no se atrevió.
Él no valía para semejante menester.
Parece que otros tienen el corazón más preparado para tareas tan complicadas. Porque en el suyo no hay nada más complicado y doloroso que derruir un sueño antes de que se haya podido concretar. En ocasiones, semejante actitud traía adosada evidentes complicaciones para su propia vida, pero no era capaz de negar nada de lo que le pidieran relacionado con esta cuestión. Una parálisis le atenazaba la lengua y tenía que seguir adelante.
En este caso sabía perfectamente que aquello era una empresa imposible, un fracaso anunciado, como pretender que el sol lograse hacer sonreír el rostro de un enfermo por depresión. Era posible rescatar alguna de aquellas frases, otras se podían revisar y tornarlas interesantes; pero sin contar siquiera con la cantidad de ellas que podrían superar la criba de unos ojos más críticos y menos medrosos con el dolor que pueden causar, la idea en sí misma era prácticamente inviable.
Cuando encontró esa senda que al mismo tiempo le liberaba de una tarea dolorosa y quizá, sólo supusiera dilatar una decisión que debería haber tomado él, no se sintió excesivamente feliz. Sentía un arañazo en el alma, un desgarro doloroso, porque había transferido su responsabilidad a otro u otra que diciendo lo mismo hiriera menos.
Al menos el pensador de frases cortas escucharía palabras procedentes de un corazón que le quería.
Fue algo mezquino cuando utilizó una de sus frases para hacerle ver lo que en el fondo quería decir, para arrojar una piedra por ver si él captaba el sentido de lo que quería decir: “El buen amigo no halaga, sino que exige”. Era una de sus sentencias, poderosas, pero demasiado manidas. Una versión más debilitada del “Quien bien te quiere te hará llorar”. Había dejado pistas suficientes de su opinión. Ahora restaba que la perspicaz inteligencia de aquel hombre llegase a sus propias conclusiones. No confiaba plenamente en tal circunstancia, aunque quizá si hubiera conseguido rebajar en algo sus pretensiones.
El güisqui producía un sabor pastoso en su lengua y una suerte de sutil levitación sobre el pavimento húmedo de la calle, un estridor metálico de turbulencias y agua. Al descender los seis pisos, de vuelta a su propia casa, no tenía claro que hubiera hecho bien habiendo dejado aquella puerta abierta, pero el sentido de sorpresa y regalo que había adquirido su vida desde hacía unos quince meses era una clave poderosísima a la hora de enfrentarse a cada acontecimiento que su existencia le presentaba, como un muestrario de sueños que sólo estaba en sus manos poder plasmar.
No sabía aún qué había detrás de aquella aparición inopinada en su vida. No entendía muy bien aún las pretensiones que el maestro jubilado pretendía con su colaboración. Pero, aún así, sentía que no debía de sajar este vínculo incipiente. La paciencia debía seguir actuando como una hilandera incansable en su corazón.
Así que se encogió de hombros, abrió el paraguas, y enfundado por la luz plateada de la tarde lluviosa, retornó a la sonrisa de aquel rostro que le esperaba, con los ojos iluminados, enmarcados en una contemplación silenciosa que sólo invitaba a ceñirlos con los dedos para que estos conservaran eterna huella de su presencia en su existencia.
No en vano, aquel milagro era la verdadera causa del resto de los milagros que cada día se engarzaban en su existencia como las cuentas de un prodigioso rosario ilimitado. Lo único imprescindible era que sus pupilas hipermétropes no pasaran por encima de los acontecimientos, puesto que en cualquiera residía el secreto del nuevo prodigio…

viernes, 26 de diciembre de 2008

LEÍA EL PERIÓDICO DIGITAL

Leía el periódico digital. Era por la tarde. Primera hora de la tarde.
Artículos relacionados con versos y palabras profundas (más o menos), cual suelen ser las palabras de los poetas.
A mi espalda la música intrascendente de un deleznable telefilme norteamericano llenaba de jóvenes lágrimas los ojos cargados de ausencia de sueño de mi hija mayor.
Ante mí, al fondo de las páginas intangibles, la luz argéntea de una tarde lluviosa me atraía con todo el poder del deseo.
Alejé mi mirada de la irreal página de colores y me perdí en la mansedumbre transparente de una lluvia que provocaba un llanto incesante en los cristales fríos, tristes, por lo que se intuía.
Un imán implacable hacía que mis ojos se mecieran acunados por las infantiles gotas que lagrimeaban y, sin embargo, eran el alivio que necesitaba mi mente.
De todos modos, también lo pensé con cierto alivio, no debía ser muy agradable pasear ahí afuera, debajo de los finos hilos de plata traslúcida que se derramaban.
Un ligero repiqueteo retumbaba sobre los cristales, por lo que supuse que la intensidad de la precipitación no era débil, precisamente.
El cimbrear de los arbolillos que se enfrentan a esta casa era otra señal inequívoca de que resultaba más hermoso contemplar la lluvia, que sentirla sobre el rostro.
Algunas veces, la imagen de la realidad es más hermosa que la propia verdad; en verdad, casi siempre, mejor que no nos engañemos.
Los minutos, atrapados por la lluvia, no volaban aún a la misma velocidad que otros días.
Era como si el tiempo se hubiera enfangado, como si se hubiera entretenido en una demora juguetona, como si se hubiera adormecido misteriosamente.
Era tan hermosa la tarde de plata, al menos tras los cristales lacrimógenos, que no sólo no me extrañaba que el tiempo no avanzara, sino que no quisiera avanzar, que se hubiera clavado en la cumbre de la tarde, que se hubiera detenido suspendido, eterno alcotán indolente.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

NOCHEBUENA DE 2008

Perdonad la extensión de este texto lírico y melancólico, pero ya sabéis que la nochebuena es un momento muy especial para mí. Además, mañana os prometo que descanso. Un abrazo a todos y feliz Navidad, desde la Pola de Siero. Asturias. España
Se dice, y el calendario que pende de un azulejo color caramelo de esta casa que me acoge a cuatrocientos kilómetros al norte de mi propio hogar no me dejará mentir, que hoy es nochebuena… Seamos precisos, albea el día de nochebuena de 2008, miércoles, víspera de Navidad.
Nochebuena… Al pronunciarla, la palabra se llena de infancia dichosa, de malas panderetas de plástico, de alharacas, de saltos, de gritos, de firmes deseos de copos de nieve, de sueños; en fin, de ese tiempo perdido que, según Proust, hay que buscar… Nochebuena… Palabra que suena a aromas de vaharadas de carnes asadas que tenían la virtud de curvar los labios en sonrisas de felicidad, sonrisas anticipadoras de la dicha del instante de la cena, acaso el momento más feliz del año…
Nochebuena… Estábamos, por fin juntos. Eran extrañas, noticiables realmente, las comidas en las que hubiera cinco servicios sobre la mesa: al mediodía había cuatro platos, cuatro cucharas, cuatro tenedores, cuatro cuchillos; por la noche era aún peor, pues la resta avanzaba con determinación, no era infrecuente que sólo hubiera dos, o que hubiera un triste desfile solitario de vajilla y cubiertos, un desfile raudo, una especie de desbandada, como si desde el puesto de guardia hubiera sonado el toque de rebato y tuviéramos que asistir a la batalla inminente… Nochebuena… No apreciábamos del todo que hubiera tanto plato y tanto cubierto y tanto vaso y el mantel bordado sobre la mesa extendida (en realidad dos mesas abrazadas por el inmaculado mantel de hilo). Acaso lo sentíamos como algo bueno, pero no percibíamos que fuera sustancia imprescindible de la felicidad. Aspirábamos, quizá, a palabras más grandilocuentes, rodeadas de un aura dorada y eterna. Quizá, sin haberlo hecho, habíamos leído demasiado a Baudelaire, esa pasión suya por la eterna sublimidad, y no lo habíamos hecho con Proust, ni intuíamos siquiera la potencia retroactiva del sabor a amanecer somnoliento de las magdalenas… Pensábamos, con la escasa sabiduría que otorgan los pocos años, que la felicidad estaba en otros lugares, desconocidos y exóticos, y en otros instantes, futuros, por supuesto. Quizá, sospecho ahora, hoy que es nochebuena, y escribo esto, y no sé ni por qué lo escribo ni sé lo que es, sospecho, digo, que envidiábamos otras vidas, elevando al cuadrado nuestro falaz espejismo, pues, además de no disfrutar de la que nos correspondía, nos perdíamos en vanos deseos de algo que era imposible, como viajar por la Vía Láctea en una astronave, pongo por caso. No sabíamos que la verdadera felicidad, porque es la única posible para los humanos, al menos durante el curso navegable del río de la vida, consistía en alargar lo máximo que se pudiera, y siempre se podía algo más, acaso hasta rozar el infinito, esos breves instantes de dichas leves, diminutas, inasibles, cual granos de arena: la sonrisa de los padres, las bromas fraternas, el sosiego de una calma que se prolongaba por unas horas, el aroma del asado, el calor de un hogar que se negaba a salir de sus añosas paredes y rebotaba en la transparencia gélida de los cristales de diciembre, acurrucándose en su pulida superficie, llorando vahos blanquizcos, casi translúcidos, cierta conversación sin objeto evidente, como una música cuyo sentido es el de ser música, nada más que eso, ser sonido que se disfruta porque se está bien dentro de él…
Nochebuena… El aroma de aquella carne de cordero asado que habían traído desde el pueblo en exclusiva para nosotros con todo el cariño efusivo y carcajeante de tío Ernesto y que había enrojecido, acaso, algún peldaño de la crujiente escalera vieja de maderas viejas… Nochebuena… La contemplación morosa del escueto nacimiento que hubiera hecho las delicias de un minimalista diseñador neoyorquino de ascendencia japonesa y que poníamos a la entrada, sin adornos, sin luces, sin nada; un nacimiento estilizado, esencial, digamos; un nacimiento que nos hacía añorar el de otros tiempos, más remotos aún, más infantiles, más perdidos en las cárcavas inasibles del tiempo, cuando el belén era la gloria de esos días y la dichosa labor de artista frustrado de padre, el artista que, por disposición de alguna injusticia humana, se perdió para la posteridad, contraviniendo, probablemente, los designios celestiales. (Pero ese es otro tema, ¿o no?)…
Nochebuena… El chisporroteo de la leña en la caldera de la calefacción, a todo trapo, que era constantemente atizada por madre, con determinación de sacerdotisa del templo, y que otorgaba al ambiente del hogar la densidad de un calor que no aplastaba, que más bien esponjaba, como si fueran aladas mariposas que se desplegaran en nuestro interior… Nochebuena… El partido de baloncesto, a última hora de la tarde. (Se me olvidaba el partido de baloncesto, en el que el realmadrid jugaba contra un equipo italiano o ruso o yugoslavo, a veces contra otro español, incluso contra alguno brasileño, qué exotismo, y el realmadrid ganaba o perdía, pero siempre triunfaba, porque si perdía no importaba, aquel día no importaba una derrota)…
Nochebuena… Las breves visitas de quienes, en muchos casos, sólo veíamos aquel día, y que traían dentro de sus ojos las añoranzas de otras jornadas duras y difíciles, en las que la nochebuena era una señal en que la pobreza destacaba más aún, porque los sentimientos tibios y dulces de estas fechas (mazapanes del alma), la limpiaban de miseria y era como si ser pobre brillara en los ojos con más audacia, también con más dolor… Nochebuena… Las botellas de licor que acercábamos al cura que era nuestro vecino y nos daba un poco de turrón (el primer turrón del día) y nos enseñaba esas miniaturas deliciosas que sus prodigiosos dedos alargados construían… Nochebuena… Las escapadas, casi continuas, a la despensa esquilmando poco a poco, con sabiduría de ladrones consumados, la bandeja de los turrones y las peladillas y los polvorones y los mazapanes; pero que, en un milagro extraño, no descendía de nivel… Nochebuena… El olor del asado, encabritando un par de horas antes de lo previsto a los jugos gástricos que podían, si aquello no se remediaba, provocar un estropicio considerable en el estómago; ese olor que era la verdadera guía para que padre, servilleta al hombro, cual fusil de soldado en la batalla, controlara el punto exacto; yo tenía la sensación de que era lo único que necesitaba, el aroma que se desprendía del horno, como si fuera una flor, para saber con precisión de científico la exactitud de la hechura del proceso… Nochebuena… La reposición de las gollerías, tras la marcha de la última visita, como si nuestros padres hubieran calculado las bajas que se iban a producir en el fragor de la batalla y hubieran adiestrado con sapiencia de expertos instructores a muchos más reclutas de los que al principio salieron al teatro de las operaciones; (ciertamente, algún nuevo refuerzo nunca llegó a su puesto teórico, pues feneció en el viaje desde el cuartel de la despensa hasta la línea de las trincheras donde tampoco se el echaba de menos, esa es la verdad)… Nochebuena… El vuelo blanquísimo del mantel bordado por madre sobre las mesas a las que abrazaba y convertía en una sola, y el transporte, en medio de cierto jolgorio, de todo lo necesario… Nochebuena… Esos cinco servicios, por fin, sobre la mesa: todo completo, casi con vocación de restaurante de infinitos tenedores…, incluso el adornado centro para la mesa, en el que destacaba la carmesí vela cúbica que presidía con su tenue luz cimbreante la bendición de los alimentos… Nochebuena… El aroma del asado que llegaba cantarín sobre la cazuela de barro que chisporroteaba como si estuviera riéndose a carcajadas, las carcajadas de tío Ernesto, como sabiendo de su importancia en todo lo que se desarrollaba en aquella vieja casa de alquiler…Nochebuena… No había papanoeles escalando las ventanas de los edificios, ni luces, o al menos muchas luces por la ciudad… Nochebuena… Aunque no lo aprovecháramos, casi seguro que estábamos muy próximos a la felicidad…
Nochebuena… Esta mañana, este amanecer de nochebuena, en esta casa, no tan vieja, pero igual de acogedora, un sencillo piso a más de cuatrocientos kilómetros al norte de mi propio hogar, uno se queda contemplando las paredes de colores cálidos, el suelo de madera tibia, la luz que atraviesa a duras penas estos ventanales y reconoce, sin necesidad de adjetivos que distraigan la verdad desnuda, que no está triste… Nochebuena… No hay ningún adorno en estas paredes. No hay ningún nacimiento, ni siquiera uno minimalista. Nochebuena… Esta noche, cuando sea nochebuena de verdad, en esta casa, me acogerán otras hermosas almas buenas, que me considerarán también su hijo… Nochebuena… Añoraré a mis hijas… Nochebuena… Habrá menos de cinco servicios, dos menos… Nochebuena… El eco de las ausencias se hará un hueco preciso en el recuerdo… Nochebuena… Será hermoso, no lo dudo, pues el rescoldo de las otras nochebuenas, cuando, por fin, una vez al año, había cinco servicios en la mesa engalanada, aún caldea en el corazón y otorga a este día, y sobre todo a su noche, una melodía de nana tranquila que mece los latidos del corazón… Nochebuena… Sería mejor que el calendario que pende del azulejo blanco de la cocina de esta casa sita a cuatrocientos kilómetros al norte de mi hogar, me dejara mentir; pero no lo hará, porque el tiempo, aunque avance y no se detenga, tiene un ritmo circular que, a veces, acucia el ánimo…
Nochebuena… Albea el día de nochebuena de 2008, miércoles, víspera de Navidad…

martes, 23 de diciembre de 2008

EN TREN

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas.

13 de octubre de 2008. Dentro del vagón de un ALVIA, camino de Segovia.
A las dos y media de esta tarde, me despide un Oviedo gris, a punto de iniciar la ración de lluvia de la que se ha librado en estos días, en que, sin embargo, el agua ha caído por buena parte de la Península. Este día oscurísimo, rima en consonante con su mirada que se ha tornado tenebrosa. Hoy la estación de la calle Uría, me ha parecido un útero triste, un agujero donde sólo había lugar para las lágrimas.
Detrás de mí hay cuatro jóvenes que, según he oído, viajan a Burgos vía Valladolid. Acaban de entregarme unos auriculares. En este viaje los aprovecharé. He localizado música clásica que también rima con este día gris, tibio y perezoso.
Las cimas a las que nos dirigimos esfuminan sus perfiles en los nubarrones que juegan a saltar a la comba. El termómetro marca diecinueve grados, que son acaso demasiados grados para este trece de octubre.
El olor a las tortillas de patatas y pimientos que se está comiendo la pareja de los del asiento de delante, me recuerda que es la hora de la comida, pero mi estómago está satisfecho. Hemos pasado por varias estaciones y no nos hemos detenido en ninguna. En este instante lo hacemos en una de la que no he visto su nombre, aunque imagino que será Pola de Lena. Se suben pocas personas. Empieza una película. Quizá la vea. Es española, Mattahari se llama y el año pasado recibió buenas críticas y algún premio, creo.
Por un momento abandono el argumento. Me parece que ya ascendemos Pajares… Viendo las imágenes de fuera de este tren y las que me llegan de la cinta, uno llega a la conclusión de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Subimos y subimos y el esfuerzo no parece excesivo. Las vidas de las protagonistas, aunque parecen anodinas vidas urbanitas, tienen tantos secretos como las de las personas que por su profesión de detectives privados han de investigar. Detrás de una mirada, lo más probable es que haya pensamientos, que si nos los imagináramos quedaríamos boquiabiertos. Un matrimonio se desploma, pero no hace ruido. Nace un amor, y el deber profesional obliga a la traición. Quien tanto se interesa por sus hijos, tiene una vida oculta. Una agencia de detectives privados que saca a la luz, al menos a la luz de unos pocos interesados y afectados, las miserias ajenas, pero oculta las suyas… De nuevo alzo la cabeza y veo que cabalgamos entre nubes, mejor dicho, que flotamos entre nubes…
Saliendo de León se acaba la película que, a medida que ha avanzado me ha atrapado en su argumento construido con tortuosas elipses y piezas que han encajado lentamente y sentimientos, muchos sentimientos. Sobre todo amor, el amor tal y como lo entendemos esta etapa fronteriza entre dos siglos. Al final, como casi siempre ocurre en las cintas españolas, me parece que hay un toque excesivamente melodramático. Pero me ha gustado.
El otoño es un sastrecillo inseguro que, después de medir y asomarse a los cuerpos de sus modelos, estos erectos árboles de la Meseta, escoge las mejores telas, los reviste y, de pronto, como si se hubiera cansado de su tarea, decide desnudarlos. Y así se pasan los pobres el invierno, mostrando, más que carne, un esqueleto firme pero enteco y aterido.
Después de una breve parada en Sahagún, continuamos hacia el sur, y se nota el declive descendente de esta campiña pardusca y ocre de los campos, unos ya arados y otros esperando su turno o descansando en el barbecho que ha de recuperarles. Supongo que en poco tiempo llegaremos a Palencia y desde allí la marcha será veloz, más veloz quiero decir…
A través de los cascos me llegan ahora cortas piezas de música clásica. Es como si a mi alrededor no pasara nada, como si nadie hablara. De todos modos, me parece que nadie lo hace. Una joven que ha subido en León dormita en el asiento de atrás, un par de señoras leen, alguien, más allá dormita, los otros supongo que contemplan el veloz correr de las tierras de cultivo que, repito, son monótonas, pardas, recién aradas, preparadas para que la simiente les preñe de vida.
De vez en cuando se adivina a nuestro lado que hemos dejado una estación, pero es tan fugaz su paso que, salvo que por casualidad levante los ojos en el segundo preciso, habrá pasado ante mí y no la habré vislumbrado siquiera.
Por esta parte de Castilla las nubes no han cubierto todo el cielo. Hacia el suroeste, una densa y negra nubosidad se cierne como bruna amenaza.
Ando hojeando Vivir adrede de Mario Benedetti, pero no me zambullo por completo en su lectura. Prefiero fijarme en el paisaje y garabatear este cuaderno. (Espero no tardar mucho en transcribir estas notas, puesto que de lo contrario no seré capaz de descifrar estos símbolos que me salen mucho más ilegibles que habitualmente, debido al traqueteo imparable del tren).
Tengo la impresión de que nos adentramos en zona de lluvias. A pesar de todo, hay algo de sol que parece incendiar algunos chopos ya muy dorados, convirtiéndolos en velones a la hora de vísperas. Ojalá estuviera programada ahora mismo, entre la música que me llega a través de los auriculares, una pieza de canto gregoriano. A ser posible un aleluya de los que se llena la liturgia por la Pascua.
Pasamos junto a un pueblecillo con dos iglesias que, a esta distancia y a esta velocidad, parecen gemelas, como el duplicado una de la otra, como si la mitad del villorrio fuera el espejuelo de la otra mitad, como si hubiera tal odio, o tal admiración, entre una parte y otra que sus poquísimos habitantes necesitaran otra iglesia donde rezar, pero que tiene que ser idéntica de la de sus rivales o ídolos.
Entramos en la capital palentina. Falta pues una hora y cuarto de viaje. Aquí se suben muchos viajeros, aunque no en este vagón, del que no se ha movido nadie. Acabo de hablar con Marián por segunda vez desde que he partido. Han pasado poco más de dos horas y ya nos echamos de menos. Aunque nuestros gestos no posean la vehemencia de la juventud, nuestros corazones no nos engañan. Y es hermoso, aunque produzca cierta melancolía, sentir la separación, notar en el alma que nos falta parte del aire que nos vivifica, para que cuando retorne sepa valorar lo que ahora dejo a cuatrocientos kilómetrros de distancia.

lunes, 22 de diciembre de 2008

EL SORTEO Y LA JOVEN

Veintidós de diciembre de 2000.
Próxima a nuestra oficina se oyó una sirena, como un maullido doloroso, podría ser una ambulancia o un coche de la policía que pasaba próxima a nuestra oficina.
Como tantas veces.
Al poco, desde la radio (cómo no, la radio, maravilloso invento, casi tan importante como internet) Alfredo Matesanz dio la noticia. Se acababa de producir un asesinato en Segovia. No es que sea algo infrecuente en el mundo, por desgracia, pero en Segovia, sin embargo, es noticia poderosa, noticia que durante las siguientes jornadas llenó y llenó las páginas de los diarios locales y las ondas de las emisoras de radio y de televisión. Pero aquel día fue un leve eco oscuro, inaudible en medio del griterío de las risotadas y los brindis con cava.
Con el tiempo nos fuimos enterando de los detalles. La víctima y su verdugo eran compañeros de estudios. Ambos se formaban en la universidad SEK, donde aprendían Arte. Cristina, volvía a devolver los libros que le habían prestado en la biblioteca de la Diputación. Desde el lugar donde se ubica la universidad, acortó por unas escaleras que acceden a la zona murada, atravesando el lienzo nordeste de la muralla. Es una zona agreste y solitaria, escondida y umbría, adecuada para los besos y los nidos de los pájaros. Su asesino se defendió en el juicio diciendo que ella no había compartido con él apuntes, o libros o algo así.
Nada.
La lluvia de la mañana empapaba aquel cadáver joven y limpiaba la sangre que la navaja había demarrado. Los libros, también ensangrentados, yacían junto a ella. La navaja que empuñaran las malditas manos, se escondía entre la basura de un contenedor de la Plaza Diaz Sanz, casi rozaba los sillares del Acueducto...
Aquel día Segovia apareció toda hermosa, pero triste, en todos los medios de comunicación nacional. Pero sólo una periodista, que hoy es princesa, como de pasada, comentó que había habido un crimen en Segovia. Importaba otra cosa.
Veintidós de diciembre de 2008.
Esta mañana, cuando iba a la oficina, he saludado, como cada lunes, al hombre que, junto con su mujer, limpia el portal y la escalera de nuestra casa. Bueno de nuestra casa y de todas las casas de nuestra calle, y de unas cuantas casas más de Segovia. Cada lunes y cada jueves, después de cerrar la puerta de nuestra vivienda es a la primera persona a la que saludo.
Por edad no debería darse la paliza que se pega abrillantando cristales, cambiando bombillas, sacudiendo alfombras, barriendo portales. Ella va detrás de él, friega y friega suelos.
Les conocí un poco mejor, allá por la primavera de 2006, cuando retorné a casa, después de aquellos meses pasados en esa especie de destierro voluntario o huida del caos y la amenaza. Al volver, y después de siete meses de ausencias y tras haber pintado el piso, les pedí que me hicieran una limpieza a fondo. Quise que la reentrada en nuestro territorio más íntimo fuese como la llegada a un universo nuevo.
Este matrimonio vive la pesadilla de la amputación de una parte del alma desde el veintidós de diciembre de 2000, desde el día del sorteo navideño de aquel año, hoy ha hecho nueve sorteos de aquello. Hoy, como cada veintidós de diciembre, es el peor día de su vida.
Aquella mañana no hacía mucho frío en Segovia. Hoy tampoco. Llovía a mares. Hoy el sol brilla invencible. Era una jornada entre lánguida y perezosa. Los niños de San Ildefonso cantaron el gordo, 49740, y de inmediato (cosas de la informática) se supo que había sido vendido íntegramente en Segovia.
A nosotros no nos tocó, claro.
Pero había algo de pesantez melancólica en la jornada. Más allá de la desilusión que nos produjo no haber sido los afortunados poseedores de un décimo o participación con aquellos dígitos situados en el mismo orden, más allá de la presencia abrumadora de una lluvia incómoda, más allá del agujero que se reaviva en el alma cuando se aproximan las navidades, había algo de inquietud silenciosa en el ambiente.
A estas horas, unos cuantos afortunados en España todavía festejarán alborozados que el azar haya unido dos bolitas en un mismo punto, que dos dedos casi infantiles las hayan alzado y hayan proclamado a los cuatro vientos: un número y a continuación la expresión, tres millones de euros.
Una barbaridad.

domingo, 21 de diciembre de 2008

ANTE EL ESCAPARATE DE ANTARES

Ayer por la tarde salí a pasear un poco, más que nada para que las telarañas de mi cabeza encontraran una buena escapatoria y me abandonaran. Tenía pensado un itinerario tranquilo, y tomé Ezequiel González hacia abajo, camino del Alcázar. Al pasar junto al escaparate de Antares, como siempre, me detuve.
Huele este escaparate a regalo navideño, al igual que el de cualquier comercio con independencia de su especialidad. Se dice que uno de los regalos que se verá beneficiado por esta crisis es el libro, ya que su precio, aunque sea caro, todavía es accesible para la mayoría de los bolsillos. Quizá sea por eso, o porque cada año sucede lo mismo, el caso es que el escaparate, ya digo, huele a obsequio seguro. Los vampiros jóvenes y hermosos toman posiciones, las biografías de hombres y mujeres populares no les tienen miedo a sus colmillos ensangrentados, las firmas con más pedigrí se muestran seguras, los últimos premios sonríen ufanos, sabedores de su potencia, los cocineros y los expertos en bricolaje también se abren paso, buscan y encuentran lugar preferente en el ventanal. ¿La literatura...? Corramos un tupido velo.
Ahora me paro menos ante este escaparate. Desde que Chema nos dejó de ese modo tan poco probable para su aparente modo de ser, me da como un no sé qué que mezcla escalofrío y desasosiego. Con Chema, como tantos aficionados a los libros, a lo largo de los años mantuve múltiples conversaciones acerca de lo divino y de lo humano, de lo lírico y de lo épico, de la prosa y el verso, de lo verdadero y de lo falso, en fin de todo lo que pueda afectar al ser humano.
Cuando se instaló, supongo que muchos os acordaréis, lo hizo en el piso bajo de unas galerías comerciales que se abrieron mediada la década de los ochenta. Blanca y Chema ubicaron en aquel sótano una librería que para la época era radical, casi extremista, dedicada a cuestiones relacionadas con ecologismo, vida sana, medicina alternativa, naturaleza, guías de campo, senderismo… En fin, cosas que ahora forman parte de nuestra rutina, pero que en aquel momento, al menos en Segovia, era esnob.
Como sucede con todos los comercios en Segovia (incluso este tipo de comercios, supuestamente especializados), si se ubican en los bajos de cualquier inmueble, es decir, cuando hay que descender escaleras para acceder a ellos, nunca tienen éxito y acaban por tornarse un fracaso. Este era el camino natural de Antares, pero tuvo la suerte de encontrar o poder pagar un local más bien estrecho y largo, frente a la Estación de Autobuses, nada menos, casi al lado de donde están esas galerías, que ahora son un lugar de locales vacíos. Esto, obviamente, convirtió al negocio en algo sólido y probablemente próspero. No digo yo que se hiciera millonario, eso no entra en lo probable cuando hablamos de librerías en Segovia, pero sí más que suficiente.
Chema era un tipo serio, casi adusto, a primera vista. Y a segunda. Ya a partir de la tercera, de vez en cuando, se encontraba en su mirada rastro de cierta ironía. Nunca me pareció un dechado de felicidad ni siquiera de alegría (lo que debe ser común en el gremio de los libreros, acaso contagiados por la supuesta trascendencia del material con el que trabajan [ay, si ellos supieran]), a veces se le adivinaba un aire de romántico trágico y extremoso, pero quizá, sea muy fácil decir esto ahora, después de lo que ocurrió.
El caso es que estaba en estos pensamientos, cuando llegaron a mi vera Ignacio Sanz y Claudia de Santos. Ignacio me comentó que le ha llegado al taller un sobre de mi procedencia que no ha podido abrir aún. Es el cuento de Navidad, obviamente. Claudia, en silencio, no dejaba de escrutarme con sus intensísimos ojos negros, carbón ardiente, mientras la voz honda de Ignacio me preguntaba si presento mis escritos acá o allá.
Le dije la verdad: 'No, a ninguna parte, para qué; en todos lados, hasta ahora, para publicar algo me piden dinero y no estoy por la labor, no por nada, sino porque mi situación no es boyante'. 'Además', rematé, 'Puestos a dar dinero a alguien, prefiero editarlo por mi cuenta, como he hecho hasta ahora con casi todo lo mío. No sólo controlo el proceso, sino que lo hago como me parece y no va a tener peor distribución. El que llegue a más lugares no es sinónimo de que se venda más, aunque parezca una contradícción'.
Me volvió a ofrecer la plataforma de la Tertulia de los Martes, pero con una condición, que el original no sobrepase los ciento cincuenta folios, pero no como yo los envío, sino como supuestamente se envían a cualquier editorial: a doble espacio y con un tipo de letra más próximo al catorce que al doce. Y, además, tampoco me podía garantizar nada, pues la comisión de lectura la componen cinco personas con un alto nivel, supongo.
Lo llevo claro, pensé. Y seguí a lo mío.
Cambié el itinerario, pues ellos, parece, llevaban el que en un principio había pensado para mis piernas, y me ahogué entre la multitud que a esas horas copaba Fernández Ladreda y la Calle Real. Es el sábado anterior a la Navidad. Hay crisis, pero hay que regalar. Todos los comercios estaban repletos.
En las librerías no me fijé, ¿para qué?.

sábado, 20 de diciembre de 2008

LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO

Uno tiene de deportista lo que le resta de su contemplación a través de las imágenes televisivas.
Poco más. Mis niveles de práctica deportiva se reducen a unas pocas brazadas veraniegas, unas pocas carreras disfrazado con supuesto atuendo deportivo y vaporosos recuerdos infantiles en los que persigo balones de baloncesto o de fútbol (casi nunca reglamentarios) o simples pelotas que en vez de botar salían despedidas hacia cualquier parte por culpa de una piedra mal pulida, o una falla en el pavimento de la calle.
Sin embargo, hay una especialidad deportiva (mejor dicho, dos) que me atraen como un imán a los alfileres.
Son, acaso, dos especialidades que tienen de común la agonía, la épica y vivir sobre el alambre. Lo más probable es que llamen la atención también porque nunca podría ni pensar en soportar el brutal esfuerzo físico sobre el que se construyen. A lo mejor también me resultan atractivas, por cuanto se trata de batallas personales, en las que el equipo ayuda, pero es menos decisivo que en otros deportes. Y, por último, quizá el poder que ejercen sobre mi pasión de espectador se deba a que estas adustas y extremosas tierras castellanas han dado excelentes competidores en ambas disciplinas. Hablo de campeones de renombre internacional, eso sí en su ámbito, a veces demasiado reducido.
Destaco el ciclismo de pasada, porque hoy no quería hablar de ello, de las gestas, prodigios y miserias de este deporte que con Pedro Delgado se convirtió en pasión popular. Sin olvidar a otros nobles predecesores como Carlos Melero y coetáneos como Joaquín Migueláñez.
Hoy quería apuntar algo referente a lo que mi abuelo y su generación denominaban carreras pedestres.
Mi afición a las carreras de fondo (a verlas, digo y aclaro) nace de las gestas del palentino Mariano Haro que con su diminuta estatura competía por los templos del atletismo europeo y mundial y por esos caminos embarrados e invernales de Europa. Si no recuerdo mal (puesto que más parece un sueño que un recuerdo) en las olimpiadas de Münich quedó cuarto. Es decir, se convirtió en héroe nacional. Cuando los africanos no habían descubierto que corren y aguantan más que nadie, este palentino se llevaba medallas en los campeonatos mundiales de cross. Su leyenda crecía. Años después llegó la hora de Antonio Prieto, nuestro paisano. Tomó la antorcha que procedía de Becerril de Campos y la transportó con su enteco cuerpo por el mundo entero. Luego llegó el ocaso en estas distancias (para los europeos, me refiero) en las que África puso su pie inmenso para aplastar cualquier intento. Unas veces los nigerianos, otras los etíopes, otras marroquíes, otras cameruneses, qué sé yo. Por aquel entonces llegó la época de los maratonianos, como Cid y Antón, que ampliaban en mucho esa visión agonística y épica de los corredores de fondo. Esa famosa soledad del corredor de fondo.
Uno se imagina el latido de un corazón restallando sobre las sienes, a punto de explotar. Desde fuera sólo tiene que llegar el silencio, porque el único ruido, casi de bombardeo, es la respiración agónica, el latido intenso... Y un pensamiento obsesivo: cada zancada estoy más próximo a la meta. Pero esta idea, obligatoriamente, se tiene que anular. Las neuronas tienen que concentrarse en el propio trabajo y en la senda por la que se avanza sin pausa posible: acompasemos la pisada con la respiración, extendamos los músculos en su medida precisa, no forcemos pues la lesión siempre está próxima.
Otra obsesión: el tiempo: llegar antes, acabar antes de lo que concluí anteayer, y mañana más deprisa. Hasta el infinito. Probablemente éste sea el verdadero reto, la verdadera medalla, esa autosuperación, ese rebajar los dígitos de ese cronómetro que parece que se alimenta de kilómetros o millas o leguas.
Estos deportes, además, enseñan que sólo desde la constancia y desde el esfuerzo se puede aproximar uno a alcanzar las metas que se propuso. Si uno quiere alcanzar la meta en la cabeza del grupo (a veces vencer es imposible y ya se sabe desde antes de comenzar la competición) hay que exigirse hasta el infinito, hay que bordear lo inhumano, hay que exprimir hasta la última gota de nuestras fuerzas, hay que darlo todo.
El otro día, cuando diciembre se convirtió en sábana blanca, España obtuvo la medalla de oro por equipos en el campeonato de Europa de cross.
En este equipo, con sus zancadas amplias de aspecto frágil, pero tan potentes ha estado Javier Guerra, hijo de otro gran atleta, Paco, y sobrino de dos buenos amigos.
En esta ocasión uno siente orgullo, no sólo por el paisanaje que, a la postre, poco significa, salvo cercanía y sensación de pertenencia, sino, más bien, porque los corazones de unos amigos se alegran con estos éxitos, y nos alegran sus sonrisas, ahora que la vida les ha puesto una zancadilla que les ha hecho titubear un poco.

viernes, 19 de diciembre de 2008

EL POVERELLO DE ASÍS

Aquí huele a vacaciones. En la ciudad entera.
Cuando esta mañana me acercaba a la oficina, aún no eran las ocho, los jóvenes en multitud todavía circulaban o deambulaban por la calle. En general vestían la cara con sonrisas de felicidad. Quizá no fuera la verdadera felicidad, pero, al menos, se les veía iluminados, satisfechos, gozosos de haber compartido unas horas con sus amigos, conocidos y colegas.
En la oficina la sensación también ha sido festiva durante toda la mañana, que ha concluido con el vino con el que nos obsequian cada año.
Las calles, como comenté el otro día, añaden a su habitual iluminación nocturna los colorines chispeantes de los arcos navideños.
Según se dice, la Navidad es la fiesta con más celebrantes en el mundo. Prácticamente todas las culturas se han unido a ella. Por alguna razón o por otra, casi toda la humanidad se aglutina en estos días a ese aire dulzón y empalagoso de estas jornadas.
Para muchas culturas y para muchísimas personas, lo único importante es precisamente esto, aprovechar la llegada del solsticio de diciembre, o los días del final de año para la fiesta, para encontrarse con los amigos, con las familias, para el asueto.
Las sombras, quizá porque hay más iluminación, se perciben con más crudeza, tienen más hondura, son más frías. Como contrapartida a tanta risa, a tanto dulce, a tanto abrazo, a tantas palabras de buenos deseos, a tanto derroche innecesario, la pobreza y el dolor y la soledad y la enfermedad y el egoísmo y las lágrimas del triste resaltan con esa honda negritud inconmensurable, abisal. A veces, los días parecen paisajes pintados por tenebristas barrocos como Ribera, el Spagnoleto o tremendistas como Solana.
En estos días parece que hiede o duele o hiere más la podredumbre humana.
Y es tanta.
Según dicen, el cristianismo primitivo convirtió en celebración de tintes religiosos la fiesta pagana del solsticio de invierno en el hemisferio norte. En ella se celebraba (debido a la influencia de los ritos de Mitra) el nacimiento del sol. Para los cristianos de entonces fue sencillo, pues, adecuar los textos evangélicos del nacimiento de Jesús a estas fechas ya festivas.
Fue en Asís, en una cueva, como todo el mundo conoce, cuando a Francisco, al poverello que se despojó de todas sus riquezas materiales, se le ocurrió escenificar la estampa que el evangelista Lucas narra en los primeros capítulos de su evangelio. Sobre un pesebre de paja, a la media noche de la Navidad, en la hora en que el veinticuatro de diciembre cabalga sobre los primeros instantes del veinticinco, depositó con gesto extremadamente amoroso una hostia recién consagrada. El primer belén de la historia había nacido. Y ese gesto tembloroso y emocionado traspasó el tiempo, el espacio, los siglos...
Desde ese instante, en el sur de Europa y en buena parte de Latinooamérica creció la costumbre de construir los belenes, nacimientos, pesebres... Este afán nuestro de asir con los sentidos las realidades más espirituales...
Quizá esta tradición popular que en algunas zonas ha adquirido la categoría de arte, sea lo más parecido que nos quede a lo que fue la Navidad un día.
En la Diputación de Segovia, desde siempre que yo recuerde, desde mi más tierna infancia, cuando ni yo sabía que existía la Diputación, se instala un hermoso belén tradicional. Una especie de trascripción en imágenes de lo que pudo ser aquel instante.
De la imaginación de sus autores actuales, que toman las riendas de una tradición que convoca a muchas personas, nacen diversas escenas que se concretan en una superficie amplia, casi cuadrada, de unos doscientos metros cuadrados. Este año el suceso que rememora la encarnación de la divinidad sucede a las fueras de una aldea castellana, una aldehuela de casas de adobe o barro, con teja árabe, de aspecto sólido y acogedor; junto a una hoz que construyó el agua al convertirse en río, se esconde la cueva donde se reproduce el milagro. Los pastores, que vigilan su tenada, miran al cielo entre conmovidos y asustados, uno señala al cielo, al invisible ángel (¿Uriel?) que les anuncia la noticia. Más allá, justo al opuesto extremo, la guardia romana del Gobernador es ajena a lo que ocurre. Los sabios de oriente, montando hermosos caballos y un dromedario, ya se acercan sobre un puente. En otra parte, se representa la escena, anterior en el tiempo, en que la joven María fue a ver a su pariente Isabel, en medio de un camino casi desértico, los padres primerizos huyen con el niño en brazos camino del destierro, camino de Egipto. Los aldeanos, entretanto, están a sus tareas, las gallinas, las ovejas, los mulos que aran la tierra... Cuando se hace la noche se iluminan las casas, y de sus chimeneas sale el humo que indica la señal del fuego de la chimenea del calor de hogar. El molino muele y sus cangilones se llenan y vacían de agua. No, tampoco falta el sonido: pájaros del bosque, gallos que anuncian con su piqueta de plata la llegada del amanecer, los mugidos de las vacas, grillos... Anacronismos hermosos, fusión de tiempos, espacios y pensamientos.
Hermosa tradición, hermosa.
Sólo nos resta contemplar la mirada embelesada de los niños que desde hoy, desde este año, ya no podrán dudar de que aquello sucedió del modo en que ha quedado reflejado en este patio porticado, cubierto por una cúpula de cristal. Y es que la Navidad es el territorio de retorno a la infancia, y la infancia es la verdadera patria del hombre.

jueves, 18 de diciembre de 2008

LA SOMBRA (capítulo segundo)


Prometí tenerles informados sobre la sombra que me perseguía. Sé que he tardado algún tiempo, pero aquí estoy, para cumplir con mi promesa…
No les engañaré: la sombra continuó acechándome. Lo hacía con discreción, tanto que parecía distraída, como si no me vigilara. Pero no pudo engañarme. En su superficie oscura se percibía una especie de tensión muscular (sé que es algo poco probable, pero se trata de que me entiendan), similar a la simulación que usan los felinos cuando escrutan a la manada de gacelas para encontrar a la despistada, a la enferma, a la débil, a la lesionada o a la melancólica. ¿Qué quiere que les diga? ¿La verdad? De acuerdo, no mentiré, pero les ruego que no me llamen fanfarrón o cosas por el estilo: se notaba que era una sombra inexperta en esto de ir por el mundo sin cuerpo al que permanecer atada. Cómo decir. ¿Si pasaran por delante de un puesto de frutas y se dieran cuenta de que a su paso, un mozalbete que por allí cazcalea esconde velozmente las manos detrás de su espalda, levanta la cabeza y silla, qué pensarían? Pues algo así me pasaba a mí con la sombra. No había duda: tramaba algo.
Cuando supe que no me podía engañar, decidí tenderle una trampa.
A esas alturas, como es fácil discernir, ya me había tranquilizado lo suficiente para olvidarme de la paranoia extraña que me acometió el primer día que me di cuenta de esa presencia inasible y oscura (Para quien se lo perdiera por razones diversas: ver o repasar entrada correspondiente al martes tres de diciembre titulada La sombra (capítulo primero)).
Tender una trampa a una sombra es difícil. Por definición la sombra es inmaterial, escurridiza y mutable; sin duda es la criatura que mejor se camufla: basta con que encuentre el alero de un tejado para escurrirse sin ser vista, o que una nube decida peinarse delante del sol o que el sol se vista con ese manto gris oscuro con que se cubre del frío en el invierno.
(Hablo obviamente de sombras urbanitas o sombras boscosas. Una sombra desértica o ártica lo tiene complicado, allí no puede disimular, ni trabajar en el anonimato, salvo que lo haga en la noche... Aunque de la noche mejor no hablaremos, pues se trata de su hábitat preferido tal y como demuestra el interesante estudio sobre las costumbres de las sombras elaborado por el profesor John Black Shadow de la Universidad de Carolina del Norte; en eso, afirma el mencionado y refutado zoólogo, se asemejan a los vampiros, a los gatos… y a los sueños…).
Por eso me extrañó que esa sombra sin cuerpo anduviera con tanta molicie, calma y sosiego en mitad del día. A pocos metros de mí: lo suficientemente cerca para que cualquiera se percatara de que algo pretendía de mí, pero lo suficientemente lejos para saber que no era mi sombra, quien, dicho sea de paso, andaba bastante amedrentada.
Llegados a este extremo aclararé algunas cuestiones. Amplié un poco más el espectro de mis preguntas, respecto de las primeras dudas que me acecharon, y a eso me dediqué un tiempo:
Uno: ¿Qué objetivo perseguía la sombra? Dos: ¿Qué pensaba mi propia sombra, la de toda la vida, la que envejecía conmigo, sobre aquella presencia tan oscura como ella misma? Tres: ¿Qué había sido del cuerpo al que perteneció aquella sombra? Cuatro: ¿Actuaba sola, quiero decir, la iniciativa era suya o cumplía órdenes?
Intuí que meditar en estas preguntas, mejor dicho, reflexionar sobre las respuestas a estas preguntas, sería la base sobre la que asentar el futuro de mi investigación y el mejor modo de resolver el misterio que se encerraba detrás de aquel suceso que no sabía si era trascendental o, por el contrario, muy chusco.
Nunca he sido cartesiano en mis planteamientos, y menos en mis métodos, pero me obligué a ejercitarme en este modo de pensar. Incluso sospeché que me había convertido en un racionalista incurable, pues me apliqué al análisis frío y preciso del asunto sin piedad, sobre todo sin piedad de mí mismo.
Descubrí, por accidente esta es la verdad, no conviene que ahora me condecore con medallas que no obtuve en buena lid, que esta sombra no se atrevía a cruzar el umbral de la puerta de entrada a mi piso (un pequeño piso de alquiler, poco más que un apartamento) situado en una zona poco afortunada de Euritmia, hacia la mitad de la empinada calle Arcipreste de Hita. Fue mi sombra la autora de semejante hallazgo, por tanto a ella habría que atribuirle el mérito, pero, sin embargo, su descubrimiento fue una reacción involuntaria, irracional, como un estornudo o un suspiro: en cuanto abría la cerradura de la puerta del pisito y me recibía el desorden en el que entonces vivía tan a gusto, mi sombra dejaba de temblar, se esponjaba, por así decir, y se iba corriendo a la alfombra que tenía al pie de la cama, donde solía descansar cada noche, justo cuando yo me acostaba, ni una milésima de segundo antes.
Así que cuando estaba en casa podía estar tranquilo. Bueno, no tanto, puesto que era tan desasosegante para mi ánimo tener dos sombras, una por imperativo legal y la otra por razones aún imposibles de averiguar, como no tener ninguna cuando estaba en casa. De todos modos, esto último era más llevadero: bastaba asomarme al dormitorio (un tabuquillo estrecho en perpetuo desorden, salvo cuando yo sabía que recibiría alguna visita de ojos garzos) para contemplar a mi vieja compañera sosegada, por fin, después de una agotadora jornada. Yo diría que dormía como un bebé ahíto de leche, sonriente. Ustedes sabrán perdonarme la licencia.
En conclusión, puesto que hoy ya no explicaré nada más: mientras estaba en casa, podía meditar tranquilamente sobre el asunto, sin recibir ninguna interferencia. Aunque la sombra clandestina permaneciese en el rellano de la escalera, sabía, al menos entonces lo sabía, que no haría nada en ningún sentido, con independencia absoluta del camino que tomaran sus decisiones.

MISTERIOSOS OJOS NOS VISITAN

Ojos llegan a esta página que atraviesan mares fríos. Nuestra madrugada no es suficientemente oscura para evitar estos paseos, cuando su noche austral, que acaricia con sus yemas la llegada del verano asfixiante, vienen a refrescarse a estas gélidas latitudes.
Misterios de la red inextricables e inalcanzables, maravillosos y milagrosos.
Quizá, sólo quizá, no estaría mal que nuestras miradas, encanecidas por la nieve y por el hielo, se calentaran en el húmedo verano bonaerense.
Pinchad en el enlace de más abajo, a mano derecha según descendéis con la ruedecilla del ratón. Se titula La zona irredenta y su autor, Adrián Dorado, seguro que os agradece vuestro paso silencioso con una sonrisa picarona.
(Bueno, si es mucho trabajo pinchad aquí mismo http://www.adriandorado.blogspot.com/ )

miércoles, 17 de diciembre de 2008

LOS CUENTOS Y LAS LUCES


Anoche me encontré con varios amigos de esto de las letras. Fui a la Tertulia de los Martes, que nos obsequió con la presencia de un estupendo narrador oral gallego, lucense en concreto, Xabier Docampo.
Antes de ello habíamos estado en la Plaza Mayor, escuchando un par de piezas, o tres, de la Escuela de Música de Segovia que acompañaron el encendido inicial de la iluminación navideña de la ciudad. El acto, a pesar de los intentos, resultó frío, como la tarde noche y desangelado. De todos modos, es mucho más que otras veces, en que sólo se aprieta el botoncito correspondiente y los destellos de las luces que se instalan durante estas semanas.
Después de este acto festivo, bajamos a otro más festivo, aunque muchos piensen lo contrario. La sala estuvo desangelada en cuanto a asistencia, claro que cero grados en la calle no invitan a dejar la tibieza hogareña.
Antes de que comenzara el acto propiamente dicho, pude saludar a dos viejos amigos o conocidos. Ambos letraheridos, como uno. Ambos han sido noticia (aunque sea noticia menor, aunque sea a penas una nota a pie de página) en las últimas semanas.
Primero saludé al poeta Luis Javier Moreno. Allí estaba sentado, a punto de leer una carta que había rescatado de su apartado de correos. Sonriente como siempre, con esa mirada suya un poco melancólica. Luis Javier ha sido noticia en este fin de semana, porque ha colaborado con otro Luis, Luis Moro el pintor, en la elaboración de una carpeta hermosísima, según me dicen quienes la han visto, en la que se unen grabado y poesía, teniendo como tema unitivo algunas de las estatuas de los jardines de la Granja. Como dejó dicho José Antonio Municio en su comentario de El Norte de Castilla, Luis Javier Moreno será, sin duda, el poeta moderno español que mejor ha capturado en verso las imágenes de la pintura de todos los tiempos. Allí estaba, pues, sentado, sonriente, y con la mirada un tanto melancólica.
Un poco más delante, junto con su mujer, el narrador y escultor José Antonio Abella también esperaba el comienzo del acto. Por fin he podido abrazar a José Antonio después de haber obtenido el Hucha de Oro de este año. Sin duda uno de los premios de cuentos con más tradición e importancia en el panorama nacional. Han pasado casi dos meses desde el momento en que se hizo pública la noticia y hasta ahora. Parece mentira que en una ciudad como ésta, tan pequeña, uno (que sale cada día a la calle) tarde dos meses en encontrarse con alguien. Claro que, a lo mejor, a partir de ahora, empezamos a coincidir día sí, día no.
Y luego comenzó el acto en sí mismo.
Xabier Docampo es pequeño de estatura, como él mismo dijo, un alto de vocación frustrada, con voz donde conviven registro agudos y graves (perfectamente adecuados para ser un gran cuentacuentos [ahora se llaman narradores orales] que mantenga a la audiencia suspensa de sus palabras) tamizados por un rasgueo que es como un eco de su pasado de fumador, de gran fumador dijo él.
Habló Xabier Docampo de muchísimas cosas, de tantas que esta entrada se haría interminable y ya quiero acabarla. Nos contó cinco o seis cuentos, para reflexionar, para dejarnos con la incertidumbre prendida del alma, para empezar a imaginarse a la muerte, por ejemplo, como una hermosísima señora que nos visita alguna vez en nuestra vida. Me recordó la idea que maneja Saramago en Intermitencias de la muerte, en la que la muerte es una hermosa mujer que se enamora de un vilonchelista. Quizá la tradición gallega y portuguesa, en esta cuestión al menos, sea muy similar.
Pero lo que más me gustó, lo que me impresionó del todo, fue cuando dijo, en los inicios de su intervención, que se es mejor narrador cuando uno es consciente de que es un simple eslabón de la infinita cadena de la narración. Se narra, en fin, para que otro pueda seguir narrando después de nosotros. Porque, y esto lo apunté en una de estas entradas, ahí afuera está el mundo que es caos, y una de las misiones de la literatura, incluso la pobre literatura de un escribidor, es intentar poner orden en el caos, intentar alumbrarnos, como las luces de Navidad nos recuerdan que esta es época en la que la intentar poner un poco de luz a nuestro alrededor tampoco es tan caro. El combustible que sale de nuestro corazón no supone mayor degradación del medio ambiente, creo. Y los cuentos no son mala cosa, acaso una de las mejores, para que las bombillas de nuestros corazones se iluminen y alumbren a nuestro alrededor.
(Arco navideño de la Calle Real de Segovia. Foto Juan Martín. El Adelantado de Segovia)

martes, 16 de diciembre de 2008

ADRIÁN DORADO

La velocidad del día es tanta, que entre una respiración y otra ha cambiado todo o casi todo.
La otra tarde le decía a Marián que mi intención es publicar sólo una entrada al día en este bloc cibernético. Es preferible, creo, dejar que cada una de estas reflexiones ocupen la cabecera de esta página unas cuantas horas, más o menos veinticuatro, de tal manera que cuantos, más o menos, os asoméis a esta ventana, podáis leer lo mismo en primer lugar.
Pero no siempre es posible.
Esta mañana, después de colgar el relato que está un poco más abajo, (¿por qué creéis que es autobiográfico? No, no seáis mal pensados), he visto un poco más abajo, a la derecha, que Adrián Dorado había titulado su última entrada con mi nombre.
Uno, lleva abrumado todo el día por tal detalle:
Pincho en su página, veo su rostro de mirada ardiente y penetrante y oscura, con esa sombra de sonrisa de niño travieso que todavía le dura después de los años, y abajo, un poco más abajo, contemplo la fotografía de nuestro Acueducto, que es de todos los humanos, en el fondo, y me da un no sé qué.

http://www.adriandorado.blogspot.com/

LAXITUD

Una duermevela cernía sus alas invisibles sobre la habitación penumbrosa cuya persiana impedía contemplar la evolución sosegada del mundo. No supieron ninguno de ellos que el cielo también se había desnudado, como sus cuerpos, mostrando con rotundidad metálica y firme ese azul celeste que, salvo en Euritmia y cuatro ciudades más, como quien dice, sólo es dado contemplar en los mejores lienzos de los pintores más atrevidos.
Pero ellos no estaban para contemplar cuadros aquella tarde. Tenían la misión de calentarse el alma y apaciguar su cavilar ansioso a través de la tibieza de la piel. Y en sus pensamientos no anidaba ningún otro afán, salvo que se entendiera como pensamiento, una lejana posibilidad, allá en el horizonte del deseo masculino, casi siempre dispuesto a las expansiones. Pero sabía él, y este era el verdadero objeto de su pensamiento, que aquella tarde de sábado no era la más indicada para tales efusiones.
Él, que tampoco sabía de cocina, como de casi nada, sin embargo sí conocía que algunos platos se guisan a fuego lento, más aún, que han de llegar a la temperatura más elevada con calma, como olvidándose del final, como si el final no existiera o no fuera importante o en todo caso estaba tan lejano como alcanzar la eternidad.
Había en la actitud del acogedor cuerpo de ella una suerte de abandono. Pero no era el abandono propio de la relajación, sino de la soledad. Ella decía que estaba cansada, muy cansada. Y tal cansancio le preocupaba, pues, en teoría no tenía por qué estarlo, porque todo lo que había hecho no era para que tal sensación dejase a sus músculos como laxos, casi inertes, incapaces de plantearse un esfuerzo mayor que ir hasta el cuarto de baño.
Podría ser, pensó él con cierta pizca de alarma asomándole por sus ojos, un rebrote de la astenia primaveral que clavó su dentellada más contundente al inicio de la estación y que parecía haberse olvidado gracias al trabajo desconocido de las abejas laboriosas que habían extraído para ella, sin que ella lo supiera, la esencia de cientos de miles de flores que les permitieron elaborar en sus colmenas esa jalea real que le vigorizaba más que el cuerpo el alma, o el ánimo, si es que no se quiere ser demasiado trascendental.
A pesar de la apariencia, esa laxitud, ese cansancio, esa acidia, ocultaban una tensión proveniente de la musculatura propia del cuello, esa zona del organismo que permite que la cabeza se mantenga erguida, gire, asienta o niegue durante tantas horas al cabo del día.
Calculó, como quien tira una moneda al aire, que si se relajaba todo aquel apelmazado conjunto de músculos y tendones, también se aliviaría esa otra sensación. Podría ocurrir que no sucediera, pero por intentarlo poco o nada perdía.
Acertó.
La tarde avanzó, después, con la morosidad propia de los paseantes embelesados hacia la ternura que se adormeció entre sus dedos, ralentizando el conteo de los segundos, sosegando las respiraciones hasta la frontera cálida del sueño…Luego la tarde se convirtió en secreto de puertas luminosas abiertas sólo para los cuerpos compartidos…

lunes, 15 de diciembre de 2008

EN OTRA PARTE DEL MUNDO, EN LA MISMA RED

Mis conocimientos informáticos son más bien nimios, casi ridículos. Lo que sé, mejor dicho, lo que aplico, lo hago intuitivamente, y muchos (la mayoría) avances tecnológicos me pillan en pleno descuido y con la cara llena de asombro. Por eso el día en que la informática dejó los códigos binarios y otro tipo de lenguajes herméticos, pude acceder a este mundo, poco a poco.
Fui, en su momento, detractor del teléfono móvil, hasta que la vida vino a estrellarse en forma de puño contundente sobre mi existencia, y lo del telefonillo que uno lleva encima como quien lleva las llaves de su casa, se hizo más que necesario o conveniente, vital.
También dije que lo de internet no era necesario para continuar con mi existencia.
En esencia, tal afirmación es cierta, quiero decir, que sin usar este invento mis días y mis noches estarían perfectamente cubiertos, y, probablemente uno viviría un poco más tranquilo, puesto que pretendo seguir con lo que antes hacía.
Sin embargo si no fuera por esto, no estaría ante vosotros. Quien escribe, por mucho que afirme lo contrario, aspira a que sus textos, o una parte de ellos, sea visto por otros ojos.
Existimos en la medida en la que los demás responden a nuestra presencia, quizá por ello la soledad sea tan dañina (a veces mortal) y sólo con que una persona nos ame es suficiente para creernos el centro del universo. La red, en este sentido, aumenta la posibilidad de crecimiento del espectro de relación. Es cierto que se pueden hacer o construir muchas mentiras y barbaridades en esta autopista atascada que es la red. Pero es cierto que en la calle se ven y se perpetran muchas barbaridades.
Un poeta amigo, un manchego entrado en años que vive en Madrid, Pepe Fernández Arroyo, opina, y me lo ha escrito, que publicar en la red (se refería a este Pavesas y cenizas) es como la nada dentro de la nada. En apariencia no le falta razón. Pero, pienso, ¿qué diferencia hay entre publicar aquí estas cosas breves (a pesar de lo que piense Marián) o autopublicarse libros que tengo que obligar a comprar a los conocidos (¿verdad Santi?).
Sin embargo, puede suceder, que, gracias exclusivamente a este canal uno encuentre en el otro hemisferio del planeta a un artista plástico con afanes literarios (¿O eres, Adrián Dorado, un poeta con pujos de escultor y pintor?).
Es verdad que el encuentro fue azaroso: otro blog, una cierta inquietud lírico-cultural, la creación de un blog, participar desde ese momento en los foros con el URL de uno y..., zas. Aquí está él, allí estoy yo. Gracias a Internet no importa la diferencia de edad, ni la distancia que nos separa (allá, por ejemplo, debe ser ahora el mediodía de una jornada casi veraniega y aquí va a comenzar el crepúsculo veloz del invierno (de este invierno que ha empezado en el otoño y ha revestido de frío y nieve nuestros días).
Y esta complicidad se concreta en que uno de los comentarios que le he hecho a uno de sus entradas (un poema hermoso que habla sobre la esencia del otro, sobre la libertad, sobre el compromiso, sobre la solidaridad), me ha recordado unas frases que escribí en mi diario, creo que el año pasado, precisamente cuando reflexionaba sobre la figura del otro. Estas palabras las he escrito rápido, a vuela pluma, de memoria. No se las dejé textuales, quiero decir, que no se las escribí tal y como figuran en alguna de las páginas de mi diario. Han sido éstas:
Mi mirada no es mirada porque te vea, sino porque me miras. Mis palabras no son palabras porque las digas, sino porque me escuchas. Mis caricias no son caricias porque te rocen, sino porque las sientes.
Pero le han gustado, qué se va a hacer, y ahora, hace unas horas, supongo que en el inicio de la mañana bonaerense, las ha sacado del rincón de los comentarios y las ha colocado en una entrada.
Adrián, amigo, ahora sé que habrá unas cuantas personas en el Cono Sur que les sonará mi nombre. Esa responsabilidad es un acicate para mí, y te agradezco en lo que vale tu gesto, que es más que un gesto. Casi es como si te hubieras convertido en mi editor del Sur.
Como contraprestación, y con el mismo permiso que te concedí trascribo parte del poema que ha dado pie a este asunto:

El otro
clausura los espejos
reflectantes,
y encarna la
precisa
parte del cristal
que ennoblece
tus visiones,
completando
tu tiránico y
monóculo
anteojo,
descorriendo
tu venda tuerta
de arpillera
y que te hará ver,
verte,
no reflejarte.
En el otro hay un secreto,
no menor a tu estatura.
JUAN CAYO

domingo, 14 de diciembre de 2008

LLOVÍA EN BARCELONA

Creo que la culpa fue mía. Con estos zascandileando a tu lado, no se puede bajar la guardia y pensar que está todo hecho. En siete minutos se puede destruir todo el trabajo previo. A la postre todo el sudor mezclado con el agua de lluvia insistente, no ha servido de nada, o de casi nada.
Al menos os habéis lavado la cara.
Demasiado poco.
Cuando empezó el choque todos teníamos miedo. Salvo los desesperados por sacar dinero, nadie creía en nosotros, y ellos, los desesperados, digo, no es que se confiaran a nuestras habilidades poco contrastadas esta temporada, sino más bien en un milagro, a todas luces injusto, o una coincidencia de extrañas circunstancias que nos favorecieran.
Sin embargo, hubo un instante en el que pareció que ese milagro podría haberse realizado. El holandés negro, con evidentes trazas de ancestros antillanos, se quedó delante del portero, pero le faltó esa determinación final, ese empuje decisivo, ese milímetro que separa a los buenos de los genios.
Nos aplicamos en defensa. Esa fue la gran novedad.
Desde el asiento del salón cubrimos todos los espacios, asfixiamos a Xavi rodeándolo con nuestros deseos invisibles. Parecía que era Gago, ese joven con evidente aire de gaucho enamorado, quien se encargaba de ser su espejo, pero éramos nosotros los que le anticipábamos los movimientos de quien sabe todos los secretos del fútbol, hasta los que no se han inventado. También estuvimos junto a Ramos para que Messi no se le escapara cada poco. Esto fue más difícil.
Y la culpa fue mía.
A mí me cedieron el espacio que se asoma al precipicio blanco de la raya de cal, y ahí anduve un poco temeroso, no quise meter el pie con contundencia, por si acaso este otro argentino, con aires de chaval de un suburbio que huele a milonga más que a tango, se despeñaba. Como yo no lo hacía, tuvieron que venir Guti, Gago, Drenthe, Sneijder y el propio Ramos para endosarle sellos de aluminio sobre la piel de su tobillo izquierdo. Fue un remedio alegal y censurable, lo reconozco, que estuvo a punto de funcionar, pero que no fue suficiente, porque al final, se nos escapó del todo y metió el segundo gol. Pero ya no importaba, como no importó haber usado las argucias del que se sabe débil y derrotado: protestar, perder tiempo.
En fin, ellos acosaban y acosaban y se acercaban y nos tenían atrapados, pero no jugaban como habían jugado hasta ahora, ni siquiera se acercaron mucho a la portería. Mejor dicho, nuestros centrales anduvieron más finos que de costumbre.
Lo peor fue lo del león de Camerún. Y eso que después de lanzar el penalti, nos alegramos y alguno, lo sé, no disimuléis ahora, saltó de júbilo. Pero la escena, fue larga. Casi uno tendría que decir que el argumento del partido fue el que vivió el camerunés de músculos flexibles como fibras de carbón.
El alemán, Metzelder, con verdadero aspecto de cazador de safaris (imaginaos su rostro serio bajo ese sombrero y vestido de caqui con un fusil al hombro) lo arrinconó toda la noche. Eto'o, parecía un león enjaulado y hambriento. En un momento determinado, el árbitro vio lo que tantas veces no ven los árbitros: un penalti justísimo, pero que parecía un accidente. El león, harto de no marcarle a Casillas un gol desde hacía no sé cuánto tiempo, tomó el balón.
Durante unos segundos nadie se movió. Vimos una intensa guerra de nervios, que no supo de viejas amistades. Como los duelos de los antiguos románticos que eran capaces de dispararse al pecho por culpa de un amorío confuso. Casillas sobre la línea blanca de meta parecía una estatua anclada al césped con cimientos. Eto'o, a unos cinco metros del balón, que esperaba resignado recibir el patadón, tampoco hacía un movimiento que se percibiera.
Yo le soplé al joven portero por dónde dispararía su amigo. (Menos mal que no me hizo caso, claro, pues le dije que se lo tiraría a su derecha y por abajo).
Cuando el árbitro pitó, creo que el león dudó unas décimas de segundo, me parece que estuvo esperando una reacción del cancerbero para disparar al otro lado, pero el guardameta, con los nervios más de acero, todavía aguantó unas centésimas más inmóvil por completo. El delantero centro chutó con violencia, pero el portero pudo acertar con la dirección de la trayectoria y rechazó el misil.
Ese fue nuestro error. En casa nos relajamos. Faltaban pocos minutos.
Quizá no ganásemos, pero eso era una quimera, sólo empatar era llegar sanos y salvos a puerto después de haber capeado una tempestad. A lo mejor para la historia del Real Madrid parece poco conformarse con un empate, pero teniendo en cuenta que casi todos esperábamos una hermosa goleada (acaso más en juego que en el marcador), ese empate a cero era un generoso botín inesperado.
Pensamos mucho en el empate, y en la jugada más estúpida, lo cual no deja de ser un serio correctivo, el balón acabó entrando. Pujol con la determinación de los desesperados, pudo rematar con la cabeza un balón que volaba entre cuatro o cinco jugadores, quizá fueran tres. El caso es que su testarazo confuso cayó junto a la pierna menos adecuada (para nosotros, claro), la del león herido en su orgullo. La alegría de Eto'o, en realidad fue un estallido de adrenalina, de proporciones casi telúricas. Supongo que después de haber errado el penalti estaba a punto de la desesperación.
Después, el gol de Messi fue la consecuencia lógica.
A esas alturas, ya jugaban once contra once, el resto de madridistas que sujetábamos a nuestro equipo en la distancia, caímos en la desesperación tranquila de quien sabía que luchaba contra el destino. Era imposible la victoria y lo sabíamos desde hace más de un mes. Aunque nos sentó mal, lo que dijo el anterior entrenador, lo pensábamos casi todos. Aún así, lo intenté, junto con otros, pero no pudo ser.
(Foto de El País. Casillas para el penalti)

TARDE EN EL HERBOLARIO

No era sólo la dependienta que genera dinero como consecuencia de la venta de los productos que dispensa en su comercio. Tal circunstancia no hubiera sido desdeñosa para ella, ni mucho menos. Sin embargo, aunque era indudable que allí se aparcaban cantidades no escasas de dinero, la mujer baja y algo rechoncha pretendía, sobre todo, aliviar los padecimientos que se le iban anunciando por boca de la mayoría de los clientes que acudían frente a sus ojos claros, tras haber descendido los dos o tres banzos que daban acceso a la tienda, más bien estrecha, y repleta de productos.
No era lo mismo, indudablemente, pero al entrar en aquella caja no muy grande, olió a bosque disecado, como si un gnomo, o un trasgo, hubiesen procedido a transportar en bolsitas toda la ingente cantidad de hojas, plantas, flores y hierbas que habitan su mismo paraíso. No era difícil, aunque no fuera lo mismo, evocar el recuerdo de la infancia, cuando aún la inocencia era la luz de su mirada, el recuerdo del crujido bajo sus pies de las ramas secas del pinar y el hondo aroma de la resina transparente que con invisible pulso firme dibujaba firmes trazos indelebles en el camino que cubría la distancia entre la pituitaria y su cerebro, aún casi inmaculado.
Aquella primera evocación, para la sorpresa de su entendimiento, no fue el primer recuerdo que se allegó, como una sonrisa que procediera de un viejo retrato en sepia, a su memoria adormecida. Al cazcalear entre los anaqueles del establecimiento, mientras esperaba que le llegara el turno de hacer su compra, sintió la arribada de imágenes más antiguas, tan pretéritas que no formaban parte del recuerdo personal, sino de la memoria de la especie. No le fue difícil, pues allí estaban aunque inasibles, recordar los tiempos ancestrales en que cada planta, cada semilla, cada flor, eran los sujetos encargados de aliviar cualquier dolencia, de eliminar cualquier mal, de convertirse en aliados impagables de los dioses, quienes eran los verdaderos encargados de suprimir la enfermedad de los cuerpos. Si a pesar del esfuerzo del curandero, aquel hombre, aquella mujer, aquel niño era abandonado por la vida, era el dios quien había decidido su final.
Allí, ante el mostrador, la mujer escuchaba con una sonrisa amplia y la azul mirada atenta el rosario sin fin de males, dolores, molestias, dolencias, dificultades, excesos, defectos que aquejaban a unos y a otros. Con la misma seguridad, con idéntica seriedad, con igual placer, con los que un niño juega en un parque proponía soluciones, explicaba las virtudes de cada uno de los productos que iba depositando en las manos de sus clientes, como quien entrega un salvoconducto al país de la salvación definitiva.
No se sabía muy a ciencia cierta si es que los clientes estaban convencidos de los beneficios del producto que se les ofrecía o era la propia convicción de la mujer la que les llevaba a aceptar, sin excepción de ningún tipo, cada una de sus recomendaciones. Quizá, como le ocurrió a él instantes después, se trataba de otra cosa, de una las cualidades más importantes en cualquier curandero que se precie, una cualidad que probablemente transite toda la historia del género humano, la capacidad para escrutar en lo que ve y en lo que oye el verdadero mal. Sólo conociendo la causa que origina el padecimiento se podrá acertar con el remedio. Y era tal la atención que prestaba a las palabras que se le formulaban, tan precisas las preguntas que hacía para acorralar el origen de cada una de las afecciones por las que se le inquirían, que en quien formulaba su queja se producía el efecto que causaba en la infancia acudir a los brazos protectores de la madre después un golpe, después de una ofensa, tras un desprecio sin causa… Y cuando, como quien recita un himno de alabanza, la mujer, cuyo aspecto no era diferente al de cualquier abuela del siglo XXI, emitía la retahíla de efectos beneficiosos del producto, los destinatarios sólo escuchaban el final de su calvario, sólo veían la puerta que se cerraba a un dolor, a un agotamiento, a un malestar difuso, a un impedimento desasosegante, sólo veían la recuperación de la salud.
Cuando le llegó su turno, pocos minutos después, ya estaba convencido de que, le ofreciese lo que le ofreciese, sería lo mejor, por ser más precisos aún, lo único que le aliviaría del problema que le había impulsado a entrar en aquel tabuco luminoso que olía a bosque enlatado, casi disecado, ese aroma que le evocó el recuerdo de la infancia y de la memoria ancestral, de una especie que deposita en los genes que se expanden al futuro la experiencia de sus miembros, de cada uno de ellos.