domingo, 23 de noviembre de 2008

LA CLASE.

Asistir a la proyección de una película rozando alguna de las dovelas superiores de un arco románico que forma el interior de un templo, es como palpar que uno es un eslabón ínfimo de una cadena que no se detiene, que no deja de crecer. Quizá es que formáramos parte de un bucle que en uno de sus giros nos había situado ante las manos callosas de un albañil que seguía las órdenes de un maestro constructor, hace casi mil años.
Para que comenzara La clase hubo que esperar casi media hora, desde el supuesto inicio de la sesión, según el horario que se indicaba en las localidades. La iglesia se llenó. Un cálculo rápido, somero, ayuda a precisar en qué consiste ese lleno: unas doscientas cincuenta personas.
Una vez que todos estuvimos en nuestras sillas, casi a las once, se apagaron las luces y dio inició el ronroneo de la máquina por la que pasaban los fotogramas... Comenzó la historia que se nos ofrecía para la reflexión. Uno, desde el primer momento, desde la primera imagen, se sintió concernido por una parte del espejo de su vida actual, al modo del espejo mágico de Blancanieves, o mejor aún, como si me hubiera colado por el espejo de la habitación de Alicia, la del País de las Maravillas. Pero no accedí al mundo mágico de la niña rubia, sino a la realidad que viven y protagonizan mis hijas.
Quiero creer, y un breve comentario con Pedro Álvarez, ex senador y profesor humanista de una de ellas me lo confirmó, que la historia que vimos está unos kilómetros más allá de las nuestras. Pero da lo mismo, por mucho que quiera cubrirme con una tupida venda negra mis ojos cerrados, demasiado preocupados por la lírica y el sonido de las palabras, el fondo de la cuestión afecta del mismo modo a un instituto de un suburbio marsellés que al supuestamente tranquilo escenario de un machadiano instituto de Castilla. Lo que varía son las intensidades, por así decir. Quizá no tengamos tanta variedad étnica, cultural y religiosa, pero esto, sólo será cuestión de tiempo, supongo.
Por espacio de algo más de dos horas, ante nuestra mirada apareció el resumen de un curso escolar en una clase de adolescentes. El tutor del grupo es su profesor de lengua, interpretado por Laurent Cantet, que se desvive por sus alumnos y tiene conciencia de que el lenguaje es el único vehículo por el que sus estudiantes se salvarán o se condenarán. Las carencias lingüísticas de sus alumnos son, irremediablemente, devastadoras para su integración en la sociedad.
Me da la impresión que esto mismo sucede entre nuestros jóvenes. Ellos, acaso influidos por la inmediatez, las prisas, la necesidad de no perder el tiempo en preámbulos que les parecen inútiles, restringen el uso de las palabras y sus signos al mínimo imprescindible (y no sólo digo que desconozcan el significado de muchos vocablos, sino que ignoran las variantes más enriquecedoras de las conjugaciones verbales, por ejemplo).
De hecho, a mi modo de ver, el desencadenante del drama de la historia se debe a un malentendido lingüístico, a una utilización torticera de la semántica de las palabras. En el desenlace de esta parte de la historia, la triste historia de Soulimán, anida el fracaso demoledor de un esfuerzo titánico: quien luchó, defendió e intentó a toda costa velar por sus alumnos, acabó engullido en su propio afán. Al final, queda una idea (bastante pesimista, por cierto): entre adultos y adolescentes no hay arcos que ayuden a comunicar nuestras realidades, sino altos muros infranqueables.
Durante los ciento veintiocho minutos que duró esta historia, el agasajado director Laurent Cantet (esta cinta fue Palma de Oro del Festival de Cannes de 2008), me puso ante la vida de mis hijas, si se quiere ante un esperpento contundente de sus horas escolares. Conviene recordar que, según Valle Inclán, el arte desfigura la realidad como lo hacen los espejos de las ferias, pero necesitan de esa realidad para deformarla.
No salimos nada felices de la sesión, por mucho que ya sepamos, por mucho que convivamos con adolescentes y, por tanto, muchas cosas no nos sorprendieran e, incluso, nos hicieran sonreír con un ápice de ternura. Cuando uno es colocado ante la realidad (o uno de sus trasuntos), se hace cuerpo una imagen y la cuestión afecta más.
Que contempláramos a un grupo de jóvenes ingeriendo alcohol sin tasa, frente a la Escuela de Magisterio, que nos cruzáramos durante la vuelta a casa con varios chavales en evidente estado de embriaguez, mientras transitaban las calles más céntricas de la ciudad dormida, no es que viniera a sacarnos de la pesadilla. Más bien, pensé, sólo nos han mostrado una de las caras de un poliedro múltiple y, acaso, más peligroso de lo que tememos.

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